La atenta lectura de "La ciencia española", obra primeriza y polémica de Menéndez y Pelayo, llevó a Ortega y Gasset, como es sabido, a la llana y paradójica conclusión de que en España no había habido ciencia, más y más corroborado el juicio de éste cuanto mayor parecía el empeño del otro en buscar y rebuscar auténticos científicos allí donde a lo más quedaba la memoria de peregrinos y muy empíricos inventores. Sugerente indicio, en buena medida, o resumen anecdótico de un secular contraste entre el pregonado idealismo (de ideal, que no de idea) y el pragmatismo contumaz de por estas latitudes; o cabal correlato, tal vez, de aquella literatura que acertó a amasar en la misma harina a Quijotes y a Sanchos u oscilo, fiel también a si misma, entre la mística y la picaresca.
Si toda creación —Gracián lo advierte— es prenda de divinidad, por semejanza, ya que no por naturaleza, variamente divinos fueron nuestros creadores, favorable, y con creces, el saldo de las artes y las letras. Sobran dedos de una mano a la hora de citar al lejano Servet o a los mas próximos Cajal u Ochoa, y requiérese la santa paciencia de don Marcelino para colmar en escritura el suma y sigue de tantos y tantos inventores, descubridores, conquistadores, navegantes, soldados,... a cuya pragmática visión se añaden, con dispar empresa. otros cuántos personajes (embajadores, ensalmistas, trujamanes, sacamuelas... y simples curiosos) muy de por aquí, personajes que, a veces, lo fueron de chanza y chirigota, y empresas que dieron, no pocas, en chuchería y chascarrillo.
Es el nuestro el único diccionario que otorga carta de naturaleza a la letra ch. de la que brotan vocablos y más vocablos variopintamente alusivos a defecto o mal arte, burla, ardid, suerte, entretén y picardía, cuales churro, chufla, charada, chapuza, chiripa, charanga, chiste, choteo, chollo, chanchullo, chisme y chusma, chorrada y cuchufleta, cuchipanda y cachondeo..., más lo chocante, chocarrero y chusco (todo ello, comúnmente, a la chita callando y oliendo a chamusquina). Y aunque alguna de estas voces respondan a noble raíz latina (chiste, chusco, choteo, chapuza, charanga, cachondeo ... derivan, respectivamente, de scítum, iocus, suctum, caput, clangere, catuliens) o griega (chisme, de sjisma: charada. de jaris) todas guardan popular y esencial relación con lo antedicho.
Españolísima ch, por cuanto que únicamente entre nosotros se conforma como tal y como tal acierta a exprimir, si no la esencia, un cierto código o un cierto deje de algo muy nuestro entre lo nuestro. Ajena por completo a aquella facultad eminentemente abstractiva, desde cuya atalaya la filosofia y la ciencia pura otean a la larga el horizonte, la vis inventiva del hispano se ciñe, de entrada y por principio, a lo que salta muy a la vista y colarse quisiera de rondón y de inmediato en los usos, para caer muy a la corta en olvido o ir al museo de las curiosidades o al desván de los cachivaches y los chirimbolos (que de ambos términos nos dejó acuñado la ch el designio de lo nacido a favor de supuesto imperativo utilitario y prematuramente arrinconado por estrictamente inútil).
Más o menos ingeniosas, hasta las mejores de nuestras invenciones fueron, por su propio pragmatismo, flor de un día, viéndose recordada toda su perennidad cuando llega (si llega) a la ocasión el centenario del inventor respectivo. Artefactos, artilugios y artificios (alguno de ellos fue de esta suerte bautizado por su ideador), los inventos de por aquí no tardan en tornarse cachivaches y chirimbolos (sea el elevador de Juanelo, el autogiro de La Cierva, el sumergible de Peral, el Ictíneo de Monturiol, el ajedrez automático de Torres Quevedo... o la inevitable propuesta anual —en el caso más chusco— del automóvil impulsado merced a sólo y buen empleo del agua), Y nadie venga a achacar a derrotismo lo que es grada popular o, más que don del iluminado, chispa del tío vivo.
Artilugio es también, y muy nuestro, el tiovivo, cuyo nombre le viene de lo ocurrido en 1834 a un ciudadano madrileño que se llamó Esteban Fernandez y se ganaba el pan con el girar de los caballitos de cartón. Victima de una epidemia de las de entonces, y camino ya del camposanto, cuentan que volvió en si, ante el estupor del cortejo, al grito de "¡Estoy vivo'". Y con tiovivo se quedó de por vida, revertiendo luego el nombre al objeto de su oficio por metonimia impensada. Semejante es la que se produjo entre el general Ros de Olano y el gorro de fieltro (el ros que él impuso a la tropa, y no otra la que de la sutil astucia del toledano Per Illan se extendió, desde el siglo XII a lodos los perillanes del censo; o la de la tía Colilla... o la del Simón González de nuestra historia.
Nacido en Madrid, en fecha próxima a la del tío Esteban (o tiovivo), también Simón González dio su nombre, y por similar metonimia. a un carruaje inicialmente ajeno a su ocurrencia: el simón. Nuestro hombre se limitó a alquilar algo que ya estaba inventado y corría, tiempo atrás, por las calles de la Villa y Corte. Al ser prohibitivo, para los más, la propiedad de un coche de caballos, ocuriósele a Simón González, con la complacencia del mismísimo Fernando VII, poner al punto (coches de punto se llamaron por tener puesto y plaza en ciertos puntos de la ciudad) seis de ellos, haciendo en breve tiempo prosperar negocio y numero de aquellos vehículos precursores del taxi y popularmente conocidos como simones, de los que uno quisiera colegir algo más que la añoranza del tiempo perdido.
La verdadera añoranza del invento de Simón González es la del espacio perdido. Nos han hurtado la medida del espacio, haciéndose dramáticamente imprevisible el desarrollo del hombre en la distorsión del medio más inmediato y obvio de su vivencia y convivencia. A lomos del simón, no menos que a pie gentil, le era dada al hombre de ayer la experiencia espacial, tanto visual como táctil. El convecino de hoy no toca ya el espacio y en vano recorrería a tientas, como antaño- su barriada: todas las esquinas son iguales e igualmente encarceladas en la red ortogonal que la usura tejió so pretexto de desarrollo. Imposible el contacto con el medio. Sale el hombre del cascarón de su casa y en el cascarón del coche acude al cascaron del empleo, en un viceversa sin plazo ni sentido.
Tampoco la experiencia visual del espacio es accesible al transeúnte de hoy con la diáfana plenitud que la ciudad de ayer ofrecía al paso del simón. Se ha degradado la mirada del viandante (por razón, entre otras, de defensa) a la altura del automóvil en perpetua caravana, y la del automovilista ha decrecido al ombligo del peatón, con un común telón de fondo definido por la identidad de la muralla cartesiana y enconadamente hostil a la efusión de la perspectiva, sin otra orientación que el guiño intermitente del semáforo. Pasear en simón por la Castellana (soñadas sus destruidas márgenes decimonónicas) equivaldría a recuperar la luz de los ojos o retener por vía de recuerdo anticipado lo que el plan especial, si otros no lo impiden, correrá a ejecutar (en la más macabra de sus acepciones).
Ineludiblemente condicionado por el medio el auténtico desarrollo humano. ¿cuál será el signo de éste en la encrucijada de aquél? ¿Como enderezará el hombre su andadura en la supina distorsión del espacio, el medio, repito, más inmediato y obvio de su vivencia y convivencia? Tales son las preguntas directamente suscitadas por el recuerdo de la ciudad, el tiempo y la invención de nuestro Simón González, en un país en que hasta la entonación peculiar de un cante ("Tóbalo —exclama García Lorca con la agudeza de la chispa popular—, ¡inventor del polo!") adquiere legitima condición de invento. Dar con su respuesta me pareció, en todo caso, más actualizado y grave que rememorar, al aire chipén de nuestra ch y en volandas del simón, el consabido destile de chulapas y chisperos.
ABC - 07/11/1980
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