ESCUETA, ascética, clara y distinta, la exposición que ha presentado el arquitecto Fernández Alba en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid se fundamenta y explica en el orden interno de su propia génesis, a tenor de un riguroso cotejo histórico y por vía estricta de síntesis, esto es, de superación. En el buen hacer de Antonio Fernández Alba (a ejemplo, sin duda, de la dialéctica hegeliana), conservar y suprimir significan superar, frontalmente contrastados los dos primeros términos e impulsada su acción conjunta hacia el vértice del otro (antes que en su recíproca divergencia) a través de un proceso sistemáticamente progresivo.
Sistemático y puntual es el cotejo que Fernández Alba se propone y nos muestra en cada uno de sus proyectos, hasta el extremo de hacérsenos difícil la lectura de cualquiera de ellos sin el ponderado refrendo de la tradición, sin la adecuada referencia histórica. El proyecto del hoy en curso nos remite, de acuerdo con su peculiaridad, al proyecto del ayer peculiarmente refutado. Porque refutar implica igualmente conservar, suprimir y superar, necesariamente incluida la extensión de estos tres momentos en la comprensión de cada uno de los otros, e ineludibles, todos, en el acto de la creación verdadera, en la resuelta afirmación del espíritu de la época.
E1 abundante ejemplo gráfico, tal cual consta en el preámbulo de la exposición, ahorra comentarios. A su luz cabe decir que hasta la más atrevida propuesta de Fernández Alba se ve puntualmente cotejada con otra y otra y otra del pasado, a manera de moroso correlato en cuyo lúcido contraste, tan a la vista, algo desaparece, algo persiste y todo se despliega y perfecciona. En verdad que uno de los aspectos o indicios mas aleccionadores de la exposición radica, justamente, en ese no oculto propósito de vincular la formulación más actualizada, más atrevida explícitos modelos del ayer.
Las trazas, por ejemplo, del salmantino convento del Rollo (proyectado y construido por Fernández Alba, en 1968) viene a hallar su fiel trasunto en la histórica Colegiata de Santa María del Mar, en Santiago de Compostela. El Colegio Mayor Universitario (alzado también en Salamanca y fechado en 1972) surge ante los ojos con virtud de evocar la consistencia de la Catedral de Zamora. A la sólida y modernísima concepción de su colegio de Monfort, en Loeches (1964), Fernández Alba contrapone la memoria de la segoviana Iglesia de la Vera Cruz (siglo XIII), en tanto su proyecto para Palacio de la Opera, en Madrid (1964), suscita la imagen contundente del medieval Castillo de Pedraza (Segovia).
El suma y sigue de tales referencias históricas, abiertamente declaradas por el arquitecto al contemplador, equivaldría, de hecho, al recorrido minucioso de la exposición entera. Valgan, en atención a su incuestionable valor ilustrativo, por todas las demás estas dos: el Convento del Carmelo, en Salamanca, y el proyecto, en esa, misma ciudad, para Instituto y Centro Pedagógico, respectivamente alumbrados en 1966 y 1969. La radiante horizontalidad del primero se nos aparece confrontada con la fachada que Juan Bautista de Toledo dejó trazada en el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, y el ritmo ascensional del otro llega a suscitar en nuestro recuerdo la proporción escalonada del Hostal Reyes Católicos en Santiago de Compostela.
Ni escrúpulo ni riesgo hay por mi parte en afirmar que la arquitectura de Fernández Alba se sustenta y resplandecen el ánimo decidido de revisar lo que Hegel llamó el alma del tiempo, el espíritu de la época, de cada época se precipita, concentra y consuma en el acto del presente, de cada presente. Divisar, pues, el espíritu de la época supone, de acuerdo con el método hegeliano, sorprender por cauce individual, aunque orientado al centro gravitatorio de la humanidad, el espíritu de la historia («la historia es la explicitación del espíritu del tiempo») o captar en el acto del hoy el hacerse del pasado para descubrir lo hacedero del porvenir.
El espíritu de la época no es, sin embargo, algo patente y compartido. Se asemeja, más bien, al latido de algo soterrado y próximo, de lo que, aún no manifiesto, esta llamando a las puertas del presentas. Sólo los que andan atentos a su llamada la escuchan y dan con ello adecuada respuesta al sentido de la historia, horizonte al pensamiento y orientación a la vida. El pensar filosófico (y toda otra actividad del espíritu en que resplandezcan auténticos valores de conocimiento y creación) es desarrollo progresivo, no pudiendo separarse el resultado, cada resultado, de la evolución que a el conduce, porque el resultado es la síntesis del desarrollo entero, cifra del espíritu universal y complexión de todos los espíritus pensantes y de todas las doctrinas secularmente alumbradas.
De aquí que, para Hegel, el estudio de la historia de la filosofía coincida con el estudio de la filosofía misma, siendo ambas misma cosa o trasunto la una y correlato de la otra. También la formación del individuo se cumple en la retroacción, asimilada y superación de las distintas etapas en que se ha venido revelando el espíritu universal, pero de distinto modo: lo que para el espíritu universal fue incesante y laborioso descubrir es hoy para el individuo algo ya descubierto que él debe incorporar y superar, sin dejar incumplida ninguna de las fases del proceso histórico. El método hegeliano, aplicado tanto a lo universal como a lo individual, se centra y esclarece así, según quedó dicho, en la idea de superación, afín a la de síntesis y sólido fundamental del acto refutador.
Cúmplele, por tal modo, a, Antonio Fernández Alba reconocimiento y mención del arquitecto moderno, a favor de ese su asiduo orientar las atenciones a la llamada del espíritu del tiempo, de su tiempo, en el preciso sentido con que aquí se acoge su noción (no por el veleidoso y pueril escareo en los aires efímeros de la moda). Atento a la llamada soterrada y próxima, retoma nuestro hombre el hilo de la historia, (puesto que lo supera, sintetiza y refuta), viniendo, también para el, a coincidir el estudio de la historia de la arquitectura con el estudio de la arquitectura misma, aunque de un modo bastante dispar del que en el concepto y en la obra les seria aplicable a los novedoso promotores de la tendenza y a los sempiternos practicantes del historicismo.
En cuanto a los primeros, encabezados por Aldo Bossi, no es osado advertir, de modo muy genético, que toda su retroacción histórica queda ceñida a la idea fundamental de analogía: las formas de otro tiempo (e incluso de otro lugar) pueden y deben conjugarse, a juicio suyo, con las proclamadas por la vanguardia, hasta el punto de confiar a su sola concurrencia simultánea el proyecto entero de la ciudad análoga. Más grave y menos admisible es la actitud de los historicistas. En nombre (¿quién se lo otorgó?) de una supuesta arquitectura perenne, es lo cierto que los tales historicistas terminan por incurrir en la aberrante ingenuidad de reproducir los ornamentos del pasado, de una forma groseramente empírica y anacrónicamente literal.
Ni analogía ni historicismo. Atento, y muy atento, al espíritu de la época, de su época, Antonio Fernández Alba conecta con el pasado por cuanto que lo refuta o sintetiza, conservando algo, suprimiendo otro tanto y superando en el acto del presente la referencia acumulada del pasado. En cualquiera de los ejemplos anteriormente descritos, las formas nada tienen que ver (ni por analogía, ni por historicismo, ni por subrecticio o vulgar remedo) con las de la tradición a las que nos remiten. Es, por el contrario, el espíritu, la idea del respectivo ayer lo que de hecho se columbra en formulaciones y estructuras propias, del hoy en curso. La referencia del pasado perdura, incorporada asimilada en un incesante y evolutivo acto de superación.
Y si el principio de superación se definen y experimentan merced al juego concurrente y contradictorio (dialéctico) del suprimir y conservar, se hace obvia la pregunta: ¿Qué es lo que se suprime y qué es lo que se conserva? Se conserva, como digo, el espíritu (concepción o idea complexiva) de cada proceso histórico, y se suprime la respectiva formalización material en que quedo históricamente plasmada. En cualquiera, repito, de los ejemplos antes enumerados puede el contemplador descubrir la idea de contrafuerte, de torreón, de almenara, de muro ciego, de atrio escalonado...,tal cual fue concebida por los arquitectos del románico, del gótico, de la edad renaciente o barroca...pero incorporada (por cuanto que superada) a formas de estricta modernidad.
Clara y sobria, ascética y distinta, la exposición de Antonio Fernández Alba se le hace a uno ejemplarmente moderna por su propio afincarse en el espíritu de la época (de su época, de nuestra época) y verse medularmente alentada por la llamada del presente cuya negación formal implica una rotunda afirmación vital. Negar el status del hoy (escombro acumulado del ayer) supone repasar de punta a cabo la historia, cotejar, como Fernández Alba lo hace, todas las rupturas que en ella se dieron, conservando algo, suprimiendo otro tanto y superando las diversas etapas de su intrínseco explicarse. Formas nuevas son, en efecto, las que Fernández Alba nos propone, pero hondamente impregnadas de sedimento histórico en el acto de su propia refutación.
PUEBLO - 31/05/1980
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