VOLF VOSTELL
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Un suculento ágape a la alemana (obediente su rito y condimento a las artes culinarias de Bernd y Carola Fahr, afamados rectores del berlinés Zwiebelfisch), con aperitivo y sobremesa a la española (bailes flamencos de La Chunga y cantes jondos de Paco Corrales), dejó ayer oficialmente inaugurada la exposición retrospectiva (1958-1978) de Wolf Vostell en los adentros y en las afueras del Museo de Arte Contemporáneo. Treinta años de obstinada actividad a manos de este germano cosmopolita, si a veces iracundo, otras tantas risueño, opulentamente nutrido de sí mismo, en perpetuo proceso de autoabastecerse y autoderramarse, puesto un ojo en el menester del arte y atento el otro al reclamo de la vida. Treinta años de un desafiante peregrinar con la barraca a cuestas (fluxus, happening, environment, decollage ... ) de su propio acontecer, al dictado de un lema que él, tiempo ha, se impuso y persiste en imponer a sus semejantes: «Arte es vida, vida puede ser arte.»Con el yantar, el danzar y el tañer o sin ellos, no deja de verse asistido por un claro sentido de la oportunidad histórica este prólogo hispano-alemán al alimón, si se tiene en cuenta que Wolf Vostell viene repartiendo su tiempo (de un largo tiempo a esta parte), su acción creadora y su propia residencia entre la macrópolis berlinesa y un pequeño pueblo de Extremadura: Malpartida de Cáceres. Allí, entre crestas y chancales, ha impreso Vostell la huella de su impenitente deambular cosmopolita, en la forma eficiente de un museo al aire libre que lleva su nombre y guarda el testimonio de sus otras muchas correrías por aulas y museos de resonancia universal. Empeñado, contra viento y marea, en proponer el aspecto negativo del vivir, con la sana intención de que el contemplador desprenda la faz positiva, Vostell ha predicado siempre la raigambre española del arte de nuestra edad, al margen de lo que imponga la elite o divulgue el calendario. EL PAIS - 23/11/1978 |