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Bechtold, en la Galería Vandrés

Todo parece esmeradamente premeditado en esta exposición; premeditado y cumplido a rajatabla de acuerdo con el cálculo preciso que el caso requería. Es como si el pintor hubiese tomado, con holgada y debida antelación, las medidas de la sala en que iba a colgar sus obras, presupuestando la altura y anchura de las paredes, así como los ritmos e interdistancias espaciales a que habían de atenerse en su día los cuadros. Llegó el día, y los cuadros vinieron efectivamente a ocupar los lugares previamente elegidos, a aliviar con toda exactitud los vacíos interdistantes, acentuando o complementando en su propio contrapunto (blanco, blanquísimo, y negro, negrísimo) la luz y la sombra de la sala.



Tan exacta es la correspondencia entre el tamaño respectivo de los cuadros y de las paredes, y tan explícita la referencia de la luz y la sombra ambientes a la cruda alternancia, blanca y negra, de las pinturas, que no acierta el visitante a discernir, en un momento dado, si el pintor ha venido realmente a exponer sus obras o a decorar, más bien, el ámbito de la galería donde tales obras se exponen. Todo un ejemplo, en fin, de ponderada adecuación entre el continente y el contenido, entre las escuetas proporciones de un espacio previo y el suma y sigue de unas pulcras indicaciones plásticas que se proponen reconformarlo, sin mancharlo ni romperlo. Un exquisito juego, tal vez, de ocupar un lugar desocupándolo.



La misma relación que las pinturas de Bechtold guardan para con las paredes, ángulos, pausas, luces y sombras de la galería en que nos es dado contemplarlas, parecen guardarla para consigo mismas o con la estructura de que nacen. Entonadas en el sobresalto del blanco y el negro, y con clara preponderancia de aquél sobre éste, las pinturas de Bechtold terminan por convertirse en estructuras, valga la paradoja, de destrucción. El blanco, sinónimo del vacío silencioso, apenas si se ve acotado por el trazo ocasional de un negro afirmativo y de un gris evanescente, pura reminiscencia de la forma. Prima aquí lo que falta, y el cuadro se construye en su paulatino destruirse, en su propia desocupación.



El término construir nos remite, por hábito o aberración semántica, a la idea de orden, en tanto que la voz destruir se nos hace harto arin, y por la misma causa, a la de desorden. Términos, conceptos y voces tales pueden, no obstante, invertirse, habiendo justo y razonable lugar a una ordenada descomposición de la forma, a imagen y semejanza de una estructura del vacío. Esto son, realmente, los cuadros de Bechtold: estructuras para indicar el vacío, sin otro significado que su propia genesis y con el grave riesgo de incurrir en un mero entretén de decoración interior.



EL PAIS - 22/06/1978

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