¿La cultura como música de fondo? Entrecómillese el primer término, asignando la sonoridad ilustrativa del otro a los efectos de nuestro medio televisual por excelencia y condescendencia o escarnio. A través de su segundo canal, destinado a paliar las demandas culturales de la tarde del domingo, Radio-Televisión Española ha concertado un espacio y montado, un programa titulado A fondo. Y es, precisamente, lo pretencioso del título, para con la superfluidez del contenido, lo que me lleva a la sugerencia de la ilustración musical antes apuntada.Por desgracia, y como tantos otros, carece el programa de un rigor exigible o acorde, al menos, con la ambición del título, con las directrices del planteamiento y con la selección misma de sus protagonistas eventuales. ¿Proyección corregida y aumentada del sabatino Directísimo? ¿Nostálgica revisión de aquel Este es su vida de tan emotiva memoria en el televidente español, realizado ahora, a lo que se ve dentro de un contexto específicamente catalán? Viene suscitado el comentario por una de las muy extensas intervenciones que en dicho programa tuvieron lugar el último domingo: la protagonizada por el Fundador, Director y Propietario del IIamado Taller de Arquitectura, Ricardo Bofill. El programa de nuestro caso, desarrollado en forma de entrevista, se atuvo fidelísimamente a los cánones inmutables que este tipo de espacios propugna: amenidad, placidez, fraseología más o menos ingeniosa, desenvoltura, si se quiere, de gesto y, estricta temperancia, quiérase o no, de fondo (ese «fondo» que da nombre en Prado del Rey a la cultura dominical). EI otrora, digamos, althusseriano Bofill dejó muy en claro los extremos de un triunfalismo sin precedentes y una demagogia harto significativa a la hora de exponer el panorama de la arquitectura actual desde su peculiar y acomodaticio punto de vista. Más que a la anécdota narrativa, quisieran atender estas líneas, a la desmesura de lo narrado, y a lo que, a tenor de lo uno y lo otro, podríamos dar el nombre de falacia televisual.
A juicio del joven Fundador, Director y Propietario del Taller de Arquitectura (versión renovada del tradicional consulting empresarial) han de cargarse todos los desatinos e infortunios de la ciudad contemporánea a la cuenta, de Le Corbusier, quien con sus ideas, y sobre todo con sus bloques de edificios contribuyó decisivamente a la proclama universal de un mensaje absurdo y contradictorio. Quede a salvo nuestro país, en eso de los desastres urbanísticos provocados por el pobre «Corbu», ya que, a entendederas del joven arrogantemente «no titulado», los arquitectos españoles, pese a una cierta calidad profesional, se contentan con hacer casitas. Lecciones y respuestas de la edificación en general habrán de buscarse, a contar de esta hora, en los ejemplos y postulados de las arquitecturas anónimas, con tales cuales aderezos de las ciencias sociales. La cura de malos tan incurables ha de obedecer, en versión del «último Bofill» (ya más giscardiano que althusseriano), a la recuperación de la calle y de la plaza, abandonadas o definitivamente perdidas a merced del desarrollo consumista de promotoras y promotores; calles y plazas que él postula y desarrolla en la suma de sus proyectos alternativos, desde la ciudad en el espacio hasta la pequeña catedral.
No había de parecerme ilícito que el montaje del esclarecido esquema biográfico (con las supuestas virtudes profesionales del entrevistado, su no oculto narcisismo, sus dotes de vendedor nato...). se diera, a la luz pública (allá TVE con su particular acepción de lo que es rigor intelectual y en un programa de tan amplia duración, si detrás del aparato culturalista no se barruntara la sombra del propietario del Taller de Arquitectura, promotor inmobiliario y gestor empresarial de una de tantas operaciones comerciales que en torno a la vivienda y calidad al margen) vienen desarrollándose en nuestro país, edulcoradas, en éste caso, con, paráfrasis pseudoculturales, más la nómina generosa de poetas, filósofos y economistas nacionales, o sociólogos, matemáticos y otros expertos extranjeros (mejor si son rusos, para dar ocasión de elocuencia al televisual Solzhenitsyn).
Todo ello sería válido como pura actitud lúdica, pero no como telón, bambalina o sordina del trágico-musical Negocio de la Forma. Mil veces válidas y plausibles las propuestas del propietario del Taller de Arquitectura (catedrales con calles de quinientos metros, casas plantadas en el verde de la Costa de Marfil ámbitos de convivencia espacial..., bajo la inspiración de la Musa autodescubierta en la persona del propio Bofill), si no fueran parapeto de otras miras menos poéticas, de atender por ejemplo, al panorama y retrato pergeñados por la revista, Cambio 16, de hace apenas quince días, no tan halagüeños para quien dice ser musa de sí mismo, como los que le ha brindado con absoluta gratuidad (y en todas sus acepciones) el sedicente espacio cultural de TVE.¿Qué tendrá este país, de tan escasos arquitectos y urbanistas, que requiere, decenio tras, decenio, de un profeta que nos remita a tierra de salvación? Bien sabido es, del público próximo a estos menesteres, que la arquitectura burguesa y oficial de la posguerra obedeció al estereotipo del madriIeño Luis Gutiérrez Soto. Los difíciles finales de los años cincuenta hallaron en la persona de Miguel Fisac la figura del ocasional redentor. En la década siguiente, el celebrado módulo de Rafael Leoz llenaba las páginas de los periódicos con la buena, nueva de hallarse en vías de solución el problema de la vivienda, por gracia de los ejercicios combinatorios dimanados de la taumatúrgica fórmula del cubo.
Ahora el Taller de Arquitectura nos regala un mensaje soteriológico de cara a casi todos los males de la ciudad, de mano y lápiz de Bofill: el elegido por Giscard (al decir del presentador, ésta era la noticia-gancho del programa), para adornar una plaza de París. ¿Por qué el proyecto de Bofill?. «La exigua imaginación que encierra la cultura francesa -declaró el entrevistado- requiere verse suplida por la desbordante alucinación de un latino». «¿Tu musa?», preguntó el locutor con palmaria cursilería. Y Bofill respondió: «Mi musa soy yo».No quisiera concluir la página sin proponer una salvedad a la peregrina concepción étnico-lingüístico-imaginativa esbozada por Ricardo Bofill en la entrevista de marras. ¿Cómo ha de entenderse la contraposición entre lo francés y lo latino? ¿Qué fue de aquello de la Galia? ¿Quiénes son esos franceses tan privados de imaginación en el reino, justamente, de la cultura? ¿Rimbaud, Artaud, Mallarmé, Apollinaire, Bataille, Michaux, Jacob, Reverdy, Char ... ? ¿Acaso el mismísimo Baudelaire? ¿Tal vez aquellos otros que, en un mes de mayo no lejano, exigían la instauración, precisamente, de «la imaginación en el poder»?.
Tras lo visto y oído el domingo pasado, no sé si elegir entre el buen humoro el maldisimulado enojo, o repetir lo que luego de tanto dislate y autoencomio, he escuchado de labios de más de un televidente dominical: «¡Qué bien habla ese hombre!». No. Ni dilema, ni tercer término en concordia o, discordia. Lo visto y oído en el A fondo de turno me inducen, más bien, a recordar una discusión que, cambiado el nombre, se vio rematada con esta sentencia: « Pero ¿quién se cree el señor Bofill que es el señor Bofill?». O bien, y ante esa alucinante profecía de catedrales surcadas por calles de medio kilómetro, verdes costas marfileñas al servicio de nuevas urbanidades, ciudades voladoras y convivencia en el espacio... el acento escuela y sorprendido de esta otra pregunta: ¿Ricardo en el país de las maravillas?.
EL PAIS - 09/05/1976
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