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La piel

Ni alegría, ni metáfora, ni título puesto por Curdo Malaparte a una de sus más divulgadas novelas. La «piel» a que atiende este comentario no es otra que la que a diario le cubre y a bien tiene usted por estos días brindar a los rayos del sol en la playa de postín. Constituye y conforma la piel la primera morada del hombre, la exacta definición de su residencia en la vida, la estancia natural de uno mismo, el «limite del yo». La piel es para el hombre

la única casa de pleno dominio, mal que le pese al Registro de la Propiedad. Vive el hombre dentro de su piel, asomándose al exterior, como Platón dejó apuntado, por los balcones y ventanas de los sentidos. No todas las casas son «inmuebles», ni sólo el caracol lleva la suya a cuestas. Además de la piel, y sobre ella misma, arrastra el hombre con sus pasos otras y otras viviendas ambulantes: el vestido, el lenguaje, la imagen, el gesto.

¿Qué es de ellas, llegado el verano? Vuelan las unas por aviso de Febo, se transmutan las otras al ritmo de la moda y el hombre se queda en piel o «en pelota», que a decir viene lo mismo (por más que alguien tienda a manifiesta grosería pronunciando en plural la segunda de estas expresiones). La voz española «piel» procede de la latina «pellis», atañentes ambas tanto a la porción que cubre la pulpa de ciertas frutas como, sobre todo, al tegumento que delimita el cuerpo del «animal» (incluido el «racional» y, desde luego, el «político», según advertencia oportuna del sobredicho Platón y probada constancia del cronista parlamentario en funciones). Piel es tanto como pelleja o pellejo, dada de lado la posible malsonancia y extendido su alcance a las prendas de presunta distinción social: lo que algunos dicen «piel fina» llamábalo «pelleja delgada» el buen Arcipreste de Hita.

La temporada estival no hace sino acentuar en la piel el carácter de -límite externo y último del yo subyacente, el titulo legal de vivienda no sumisa a fórmulas contractuales, la

abierta condición de morada. Mora el hombre bajo su piel, a expensas de sí mismo, sin otra concomitancia, como dije, que el atuendo, el gesto, la imagen y el lenguaje. «No quisiera estar en la piel de Fulano», disipa el uno de la suya el mal presumible en casa ajena. «Mengano no cabe en el pellejo», añade el otro si en el vecino advierte obesidad sobrada o (todo hay que decirlo) efusiva complacencia. ¿Y no entraña esto y aquello una referencia

especifica al acto de habitar en los limites, estrictos o estallantes, que la epidermis presta al ciudadano?

Al amparo de la piel vive el hombre, empeñado en restaurarla cuando a asomar empiezan las primeras grietas, los temibles desconchados. Sintomático se me antoja que la práctica de la «restauración» (con todas sus delicadas «operaciones») se asigne por igual a la faz del edificio y a la tez de las personas. Y un buen día, y pese a tanto cuidado, se ve inexorablemente desahuciado el inquilino. ¿Morir? «Deiar la piel», dice el habla castiza, esto es, abandonar para siempre el aposento.

Habitación viajera del hombre, la piel tiende en el estío a pasar de la arquitectura a la escultura. Con la pelleja a cuestas va y viene el nudista en libre y contumaz traslado de sí mismo, al tiempo que la «divina» de turno despliega en la playa su desnudo por gracia del «top-less» y la súbita caída de la «tanga». ¿Cómo consumar tan incitante ejercicio escultórico? Pasando la materia naturalmente modelada al artificio del bronce. Unos, en fin, se van ' de vacaciones con todos los pertrechos familiares . a lomos del automóvil, bastándola a otras la piel por mejor compendio arquitectónico-escultórico, y con mención, a veces, de «monumento».

DIARIO 16 - 08/08/1985

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