La razón más atinada de cuanta esgrimió la vanguardia, a partir de 1907, fue la abolición del buen gusto en la estimativa del arte. «Sobre gustos -reza el dicho popular- nada hay escrito.» Y si en otros aforismos de parecida estirpe viene a enunciarse una gran verdad (una generalidad, cuando no una vulgaridad) late en éste una rotunda mentira. No poco se ha escrito sobre gustos. Es el problema del arte uno de los que mayor atención y agudeza hayan sustraído al pensamiento humano, hasta entrañar argumento y contenido de una disciplina, la Estética, claramente delineada en el concierto cultural y en el campo filosófico.« ¡Muera el buen gusto! », corearon las vanguardias. Y en su lugar ¿qué?: la rectitud del criterio. No puede quedar el arte enclaustrado en subjetiva y arbitraria estimación. El viejo concepto de inspiración se ha visto paulatinamente suplido por el de investigación, la idea genérica, de representación por la más estricta de conocimiento y en lugar del adorno, es la adecuación del producto artístico al acontecer vital la que te otorga validez y sentido en tanto el buen gusto cede su caprichoso dictamen al rigor del criterio.
Las teorías estéticas
Se me dirá que la sustitución del buen gusto por el criterio no extrae de la subjetividad la estimación del arte. Las teorías estéticas seguirán multiplicándose en la medida en que oscile y se diversifique el pensamiento crítico. ¿O es que puede fijarse un criterio de absoluta validez objetiva? Sí: la historicidad. Nota común a todas las artes, es su propia historicidad. Siendo la vida, según feliz definición de Plinio, fuego renovado, ¿cuánto más renovada no ha de parecer la llama del arte, diáfana y durable por encima de todo ciclo y cómputo vital?
Cesa la edad y prosigue el arte. Cualquier definición teórica, de supuesto valor necesario y universal, pronto se torna caduca y provisoria, dado que la naturaleza del fenómeno artístico radica en su perpetuo sucederse (el arte no está hecho, está haciéndose). ¿Y cómo aplicar al caso concreto este criterio de historicidad?. De forma rigurosamente histórica. No trato de probar ingeniosos juegos pleonásticos; quiero, más bien, indicar que sólo la adecuación o inadecuación de lo hecho, para con la exigencia histórica de su propio hacerse, decidirán acerca de su congruencia o anacronismo, validez o despropósito....
Ley histórica
El arte contemporáneo, por lo que más tiene de tal, ha respondido fidelísimamente a la ley histórica de su nacimiento y paulatino despliegue logrando, por razón de su propia historicidad imprimirse paso a paso en la conciencia del experto y en la costumbre del profano. Su resultado más obvio responde a la conformación de un entorno nuevo, en cuya panorámica (por espúrea o diezmada que parezca) no deja de reflejarse la ruptura con un ayer próximo y el eco de su primer estallido revolucionario. «Resulta innegable -he escrito en ocasión no lejana- que todo el frenesí vanguardista y el repudio de un pasado próximo y decadente, manifiestos en el ámbito estético apenas amanecido el siglo, no podían hallar, hacia el inmediato porvenir, una realidad más acogedora que la Revolución del 17. No se trata de valorar la revolución desde ningún ángulo que exceda la pura historicidad, mostrándosenos a través de ella como vértice real, como natural desembocadura de las otras, y también como fuerza, perdurable, cuyas consecuencias llegan a nuestros días.
El curso de la historia
¿Qué ocurrió, a la inversa, con aquellas otras manifestaciones artísticas que, ancladas en el canon académico o en la defensa a ultranza de esquemas fosilizados, pretendieron, de espaldas al campo intelectual de, nuestro tiempo, hacer valer su vigencia en nombre de un supuesto arte perenne? Que no contaron ni con la adhesión de la mayoría, ni con la enemiga siquiera de las vanguardias. Carecieron simplemente de voz y audiencia, más por falta de histórica que a tenor de la calidad de sus creaciones (sin que de nada hayan valido los posteriores remiendos neorrealistas o hiperrealistas o mágicorrealistas... y eminentemente académicos), La abolición del buen gusto, en los albores de la modernidad, entrañó un afán denodado de incidir sin ambages en el curso de la historicidad, en el suceso de la vida. El arte de nuestro tiempo ha pugnado, desde todos los frentes vanguardistas por mezclarse y contar en los asuntos de la historia y de la vida, afín su testimonio al pulso de aquélla y próxima su iniciativa al acontecimiento de ésta; ha querido ser empresa grande en la gran empresa del acontecer humano, desdeñando la parcialidad de aquel ángulo contemplativo en que, de espaldas a la vida, residía el buen gusto y el fiel acompaña miento de toda una normativa académica. El arte contemporáneo, en sus expresiones más revolucionarias o simplemente acordes con el curso de la historia, no dudó en hacer suyas (fuera del tradicional marco estético y por clara contravención del buen gusto) todas las manifestaciones de la vida contemporánea. El hombre contemporáneo debe adecuar, en buena consecuencia, y referir conscientemente su visión del nuevo paisaje (y con toda la carga de contradicciones que le ofrezca o sugiera) a las formas expresivas de quienes lo conformaron con innegable oportunidad histórica.
Criterio
Y ello sólo es posible mediante la forja y propuesta de un criterio. Resulta no poco curioso o absurdo comprobar cómo el hombre suele aproximarse a muchas manifestaciones de la actividad humana (que, sin ser de su dominio, inciden en su contemplación o en su experiencia diaria) a través de un criterio, mejor o peor formado, pero criterio..., fiando, en cambio, estos asuntos del arte, que están tan a su vista, al capricho de su sensibilidad o, de sus gustos, en la errónea creencia de que sobre éstos nada se ha escrito.
¿Cómo dar con la forma del criterio? Recorriendo a la inversa (y en la atenta lectura de la historia) el proceso instaurador del nuevo entorno. Surgió el arte moderno, ciertamente, como práctica específica, cuyo conocimiento y ejercicio no son del común, pero se tradujo en formas, en realidades, en cosas, que, si no son de todos, afectan y condicionan la mirada de todos. Unicamente en la retroferencia de estas consecuencias generalizadas a la práctica específica de quienes las alumbraron, se hace posible la forja de un criterio (no en la impenitente alusión a ese buen gusto que los abanderados del arte moderno no dudaron en abolir).
«Picasso se ha dado cuenta, -escribía Gertrude Stein en los días de mayor ímpetu revolucionario- de que el siglo veinte nada tiene que ver con el diecinueve, y lo ha hecho pintando .» ¿Por qué no prueba, usted a comprobar o discutir si esa diferencia radical entre el siglo pasado y el nuestro, traducida en cosas entre las cosas, halla un verosímil refrendo histórico en el quehacer innovador del buen pintor malagueño?
EL PAIS - 30/05/1976
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