Con palabras breves, rayanas en laconismo y ajenas a toda expresión triunfalista, el director del Patrimonio Artístico y Cultural, señor Lago Carballo, y el alcalde de la ciudad Condal, señor Socías Umbert, declararon, el pasado martes, inaugurada la exposición de Goya en el palacio de Pedralbes. Llaneza se llama esta figura, sin otro adorno circunstancial que la obligada extensión del agradecimiento al ministro de Educación y Ciencia, ausente, y a los presentes, director del museo del Prado y presidente de la Diputación de Barcelona, más la ofrenda indiscriminada al público barcelonés. La misma abierta franqueza que, hace un par de semanas, me indujo a emitir, sin pelos en la lengua, un juicio negativo en tomó al traslado (en cuanto que tal, no en lo tocante, como alguien ha querido malentender, a su destino concreto o a sus específicos destinatarios) de las obras de Goya, me obliga hoy a hacer público, sin traba o cortapisa, que en el palacio de Pedralbes han acertado a dar con el marco ideal (valga el tópico) de su objetivo acomodo, y el incentivo, también, de una adecuada contemplación que para sí quisieran las habituales salas del museo del Prado.
Han llegado con bien (¡es un alivio!) a Barcelona estas 47 pinturas de Goya que a lo largo de casi dos meses van a hacer, sin duda alguna, las delicias y a centrar las atenciones del público barcelonés. Y han sido objeto, apenas llegada y colgadas, de cuidados minuciosos por lo que a iluminación y control de china, primordialmente, atañe. Se ha atenuado, con buen acuerdo, el resplendor de las arañas del palacio, hábilmente combinado con la luz, también tenue, de focos indirectos, al tiempo que se controlan las incidencias y variaciones climatológicas.
De la exposición diré, por mejor elogio, que el mayor de sus aciertos radica en haber rehuido, justamente, todo aire de exposición. Si las obras de Goya (hecha casi solitaria, salvedad de las pinturas negras, de las alusivas al otro mayo francés y de las que vieron la luz en el exilio de Burdeos ... ) fueron concebidas y consumadas en atención a un ámbito eminentemente palaciego (palacio del Pardo, dependencias de los Príncipes de Asturias ... ), no hay obstáculos en agregar que en los salones del de Pedralbes descubren-una dimensión que ni soñada para su contemplación más idónea, hasta el extremo de parecer muy distintas de las del Prado.
Valgan de ejemplo los estudios, que no cartones, de los tapices. Cuanto de hacinamiento y angostura pesa sobre ellos en las salas del museo madrileño pasa a encarnar en las del palacio barcelonés un grado ideal (discúlpese nuevamente el lugar común) de amplia y libre espacialidad, con la fortuna, por si fuera poco, de que las medidas de las costumbristas escenas goyescas vienen prácticamente a coincidir con las de cada uno de los paneles, entrepuertas y testeros, tal como se dividen, subdividen y conciertan la decoración de los pabellones de la mansión de Pedralbes.
¿Quién no ha dejado de advertir, con disgustó, ese aire de zapatería adornada con carteles taurinos que las salas de los tapices ofrecen en el Prado a quien a ellas se asoma? Siendo obra menor, y muy menor, del clarividente pintor de Fuendetodos, dijérase que su nueva e insospechada vecindad en las salas del palacio barcelonés los convierte en creaciones de más altos vuelos, y permite contemplarlos, de una vez por todas, en su intrínseca y específica entidad artística, o de acuerdo, al menos, con su concepción, realización y destino originario.
Otro tanto cabría decir del soberbio retrato ecuestre del general Palafox o de la atinada disposición que se ha dado a las dos Majas... Colgado el primero en lo alto, o por encima de la mirada normal, descubre de golpe toda su arrogancia, desenvoltura y buen aire, hasta hacemos recordar la impalpable disposición ascensional de los corceles de Paolo Uccello. Las Majas, por su parte, vuelven a recuperar, a favor de una estratégica interdistancia (frente a la absurda yuxtaposición que las adorna en el Prado) su propia, coincidente y contrastada personalidad, en cueros o con velos.
Sin desdecirme ni en el negro de una uña de lo días pasados escrito en tomo a la política de traslados de obras de arte, he de confesar que esta inesperada exposición permite ver a Goya en una perspectiva mil veces más consecuente que la habitualmente transitada por salas y pasillos del Prado. Trasladada la cuestión a términos más extremados" termina incluso por mostrar la palmaria insuficiencia de nuestro museo por antonomasia, sin que ello quiera decir (¡líbreme Dios!) que haya de regalarse a la obra de Goya la menor parcela de nuestro Jardín Botánico.
Otro Picasso, u otra renovada y emocionada versión del tornasolado y siempre vivo pintor malagueño. Una vez más me vienen a la letra (ante lo visto, ayer mismo, en Barcelona) los signos de una interrogación alusiva a los ocho nombres con que fuera bautizado el padre del cubismo: ¿será oportuno y razonable traer a cuento la sola identidad sacramental de Pablo Picasso, o habremos de creer que en su empresa, pródiga e incontrolable, tuvieron su arte y su parte Diego, José, Francisco de Paula, Juan Nepomuceno, María de los Remedios, Crispín y Crispiniano de la Santísima Trinidad? Tentado me he sentido más de una vez (y la tentación me persigue tras lo contemplado en la barcelonela galería Joan Prats) a verificar las ocho festivas preguntas formuladas por Rafael Alberti, y a atribuir a los ocho posibles o futuribles hermanos del rebelde malagueño la fracción correspondiente de una actividad, como la suya, tan pródiga y desatada, que en sí misma termina por albergar, bajo el pulso de una personalidad inconfundible, el signo de lo ajeno, por disperso, incontrolable y hasta contradictorio.
Pere Picasso (padre Picasso, o más bien, Picasso, padre) titulan los organizadores el emocionado recuento de esta exposición que abarca dos holgadas décadas (la de los treinta y la de los cuarenta) de su incesante u obcecada actividad. No se refiere en este caso la paternidad al nombre legítimo que a Picasso cuadra, como a nadie, en origen del arte de nuestro tiempo alude, más bien a la serie de dibujo que nuestro hombre dedicó, por el tiempo indicado, a su hijita, María de la Concepción, familiar y universalmente conocida con el diminutivo de Maya. A ella, a Maya, y a su fiel compañera del entonces, María Teresa, madre de Maya, dedicó y regaló Picasso concentrado y amoroso puñado de obras que hoy se exhiben en Barcelona. Conocida, en atención al nombre de la madre y compañera, con el nombre de Colección Marie-Thérèse Walter, se desligó esta pequeña antología de los entrañables lazos familiares y vino a dar, por último, en el toma y daca del mercado, sin que, por fortuna, se haya desmembrado hasta la fecha a manos de los mil y un coleccionistas o inversores.
Integra, o mínimamente menguada, se expone ahora a los ojos del público barcelonés, por gentileza y presumible negocio de la galería Jan Krugier, de Ginebra, cuya es la actual propiedad y de quien depende su libre-venta. Dibujos infantiles (impregnados en la alegría del color que tiñe y conforma el anverso y reverso de muchas de las figuras) alternan con, unos cuantos magistrales autorretratos de pere Picasso, y desnudos de bocetos de vidrieras y pacíficos animales y escenas domésticas... y la soberbia serie de interpretaciones sobre el tema del toro.
Si esta Colección Marie Thérèse Walter significa un capítulo aislado e incidental en el cómputo de la actividad picassiana, dijérase que sus episodios sucesivos (tal es su variedad) nos incitan otra vez a repartir su paternidad (doblemente subrayada en este caso) entre los ocho posibles o futuribles hermanos del infatigable, tornasolado y siempre vivo pintor malagueño, afincado a lo largo de una provechosa adolescencia en estas calles de Barcelona Grato, innegable e instantáneo resulta el cariz familiar que la semblanza de Picasso viene a cobrar en su particular vinculación a Barcelona. La calle Escudillers de sus abriles, o la calle Avinyó (en una de cuyas casas conoció Picasso a las cinco desgarradas rameras que, por obra y gracia de sus pinceles, habían de convertirse en demoiselles, y pasar, como tales, a los anales de la historia)... y la calle Montcada que él, de joven, recorrió tantas veces y hoy alberga lo mejor de su memoria, convertida en museo.
Y es a este extremo al que quiere apuntar frontalmente mi comentario. Tan próximo como se halla el Museo Picasso a la galería en que por estos días se cuelgan sus obras, y siendo éstas, por sus rasgos infantiles, de comprobable afinidad, a no pocas de las que en aquel resumen buena parte de su propia infancia.... da pena o rabia ver cómo la Colección Marie Thérèse Walter se desmembra o se marcha.... en vez de ir a engrosar los fondos del entrañable museo barcelonés. ¿Por qué no le tienta a quien corresponda, el estímulo de una oportunidad tan a la mano?
EL PAIS - 14/04/1977
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