De un tiempo a esta parte (cuatro o cinco años) y con cierta periodicidad, viene funcionando en la Escuela de Arquitectura de Madrid una sala experimental de arte, al cuidado de la comisión mixta de la Cátedra de Estética. Por la gracia y apertura de un amplio criterio selectivo, hostil a toda idea de discriminación, han expuesto en ella profesores y alumnos, con calidad, no pocas veces, harto superior a lo que, de común, se nos ofrece en el mundillo de las galerías.
Tal es, me creo, el caso de Antonio Arrechea, cuyo análisis formal se convierte (y como tal se trasluce a los ojos del contemplador) en ejercicio puramente reflexivo. Un austero y escueto acto de reflexión sobre la frente del plano, a merced del crudo sobresalto del blanco y el negro y sin otra concomitancia que el empleo elemental de la recta y la curva, del nivel y la plomada, en perpetuo crescendo o dinámico despliegue de su propia manifestación y contextura.
Es curioso, al respecto, señalar cómo sus tres prologuistas subrayan, unánimes dicha característica. «En esta obra -escribe Javier Seguí- se presenta otro comienzo. El comienzo eternamente repetido e irrepetible. El arranque de la reflexión.» Juanjo Arístegui, por su parte, insiste: « El caos ordenado de masas blancas y negras, las líneas que buscan ondulantes un fin (... ) arrancándolo de la obscuridad y haciéndolo pulular por la pura posibilidad, para que observe (... ) y reflexione sobre ella.»
Abundando en la misma idea, viene Joaquín Planell a concluir: «Antonio Arrechea comienza a entrever lo que puede constituir el germen de una exploración reflexiva y consciente en el marco, aún por delimitar, del auténtico conocimiento arquitectónico. » Y es lo cierto que los valores propios del arte (valores de conocimiento y creación) se traducen en la obra de Arrechea como práctica específica, de cara a la interpretación del espacio, el medio más obvio y enigmático de nuestra vivencia y convivencia.
EL PAIS - 26/05/1977
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