Nos ha introducido en Occidente nuestro buen aire democrático. Tal parece la razón, incluso el lema, del tan cacareado ingreso de España en Europa, con error visible en el efecto y oportuna salvedad de causa. Difícil resulta, por un lado, la integración en aquello de lo que éramos ya parte, y a ponderada reserva lingüística ha de atenerse, por el otro, la alegre invocación de democracia. ¿Dónde nos hallábamos antes de la protocolaria fuma de Lisboa y Madrid? ¿La mayor proximidad a Europa se producía en contacto privilegiado con
Gibraltar? ¿Hemos de modificar nuestra andanza a la luz de unos nuevos puntos cardinales?
¿Entrañábamos hasta ahora lo que se dice un «punto filipino»? ¿Éramos, en última instancia, Oriente u Occidente?
Han jugado algunos europeos durante años (la acendrada cultura suele parar en ocio manifiesto) a disputarse el titulo de «occidentales», como signo de no sabemos que extraña nobleza y pertenencia a unos límites cada vez más restringidos. El poeta Herrera Petera nos cuenta cómo el conde inglés Hugo de Cbartotterville. en pleno frenesí autoeuropeísta, jamás quiso comprender «nada» fuera de su tierra natal. ¿Quedaba Occidente confinado a las lindes de la finca del señor conde? ¿Se extendía, cuando más, al resto del Reino Unido? ¿Cabe imaginar otro país, huerto o parcela de semejante ascendencia occidental? Naturalmente que si; España, por ejemplo.
En buena o mala hora se nos puede negar a los españoles participación o simple presencia en el acontecer europeo de los últimos tiempos, o voz y voto, y hasta oreja en sus órganos decisorios, pero no «occidentalidad», que en ello aventajamos al más celoso, sea noble británico o corniveleto vikingo. «Ocurre que España -viene a concluir el poeta- se encuentra todavía más a Occidente que Inglaterra con su Landsend, en Galicia llamado Finisterre, más occidental que toda Irlanda: (véase el mapa).» Bien parece que, llegada la Navidad, vengan de Oriente a estas tierras los Reyes Magos. ¿Cómo, sin embargo, podrían acercaras de Occidente al propio Occidente (a la parte más occidental, insisto, del Occidente europeo) unos señores llamados «plenipotenciarias»?
Sigue nuestro país en el lugar preciso que le deparó la conformación del orbe. Lo del buen aire democrático es ya otro cantar, en el que tal vez tenga su particular romana el sobredicho conde y otros más de su progenie. No, no sin motivo se adjetiva de «formal» la democracia; cuestión de modales, de reglas del juego: ¿En qué se traduce el ser iguales ante la ley? En equivalencia de trato, que el «usted» y el «tú» vienen por estos pagos a desmentir por razón de edad, dignidad y gobierno. Ni desde un punto de vista puramente formal se da entre nosotros aquella igualdad de tratamiento que la democracia parece por principio exigir y sus voceros tratan en vano de imponer. El idioma no miente: el «tú» y el «usted» siguen en la práctica consagrando (para enojo de «camaradas», «compañeras» y afines) la trilogía antes apuntada. Y de la comunión (siquiera de lengua) con los otros latirlos salta la disparidad en forma de pregunta: ¿No será la democracia cosa exclusiva de anglosajones?
Entre éstos, las regias del juego no admiten excepción, ciñéndose el tratamiento a un único término de referencia: el «you». Por un mismo rasero formal se miden los británicos y demás gentes (yanquis a la cabeza) de su influjo; que una sois forma de trato reconoce su idioma a la hora de la bienvenida y del adiós. De «you» es tratada su Serenísima Majestad, el minero escocés, el conde de Charlottesville, el fabril manchesteriano... y el belicoso bincha del Liverpool. Ni hemos entrado en Occidente (imposible es, en fin, entrar donde estábamos por principio) ni asimilaremos cumplidamente la democracia en tanto el diccionario tic divulgue algo análogo a lo omnímoda fórmula del «you». Sírvanos de alivio (y de aviso a los británicos, sus congéneres) la cortante sentencia de Bernard Shaw: «Donde la igualdad no se discute, también allí hay subordinación.»
DIARIO 16 - 22/07/1985
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