MITSUO MIURA
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Ricas, diversas y alternantes, aun en compacta pertenencia a un estilo inequívoco, las pinturas de Mitsuo Miura responden a las ideas primordiales de orden y vibración. Dijérase que cada uno de sus cuadros acata, sin sobresaltos, una ordenación general en la que bullen, rebullen y se multiplican infinitas vibraciones, pulsiones y acentos de individualidad tan señalada y confusión tan homogénea como arenas tiene el mar (valga la imagen bíblica) o estrellas el firmamento: átomos y destellos que, nacidos de una materia común o conformadores de su ambigua densidad y consistencia, obedecen, en plena algarabía, a un principio ordenador, a una medida sistemática, hasta integrarse y quedar definidos como un gran conjunto armónico, como un cosmos, en su más recta acepción etimológica. El arte de Mitsuo Miura nos pone en contacto con una visión oriental del universo, no sabemos si asimilada en su origen genuino o si reencontrada en los más felices ejemplos que de su influjo acertaron a plasmar los mejores maestros del arte contemporáneo de Occidente. Mitsuo Miura es, en efecto, un pintor japonés, pero aclimatado desde largo tiempo (hace más de nueve años que reside entre nosotros) a la vida, a la costumbre y a la expresión plástica de Europa y América. Y tal vez de ello provenga la ambivalencia de su quehacer tal como de inmediato adviene a los ojos del contemplador: el feliz maridaje entre las fuentes originarias y la enseñanza magistral de quienes también bebieron en ellas (Tobey y Pollock, Rothko y Newman ... ) y con los que nuestro hombre guarda, sin mengua de su personalidad, un ostensible parentesco. EL PAIS - 19/01/1978 |