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MITSUO MIURA

Ricas, diversas y alternantes, aun en compacta pertenencia a un estilo inequívoco, las pinturas de Mitsuo Miura responden a las ideas primordiales de orden y vibración. Dijérase que cada uno de sus cuadros acata, sin sobresaltos, una ordenación general en la que bullen, rebullen y se multiplican infinitas vibraciones, pulsiones y acentos de individualidad tan señalada y confusión tan homogénea como arenas tiene el mar (valga la imagen bíblica) o estrellas el firmamento: átomos y destellos que, nacidos de una materia común o conformadores de su ambigua densidad y consistencia, obedecen, en plena algarabía, a un principio ordenador, a una medida sistemática, hasta integrarse y quedar definidos como un gran conjunto armónico, como un cosmos, en su más recta acepción etimológica. El arte de Mitsuo Miura nos pone en contacto con una visión oriental del universo, no sabemos si asimilada en su origen genuino o si reencontrada en los más felices ejemplos que de su influjo acertaron a plasmar los mejores maestros del arte contemporáneo de Occidente. Mitsuo Miura es, en efecto, un pintor japonés, pero aclimatado desde largo tiempo (hace más de nueve años que reside entre nosotros) a la vida, a la costumbre y a la expresión plástica de Europa y América. Y tal vez de ello provenga la ambivalencia de su quehacer tal como de inmediato adviene a los ojos del contemplador: el feliz maridaje entre las fuentes originarias y la enseñanza magistral de quienes también bebieron en ellas (Tobey y Pollock, Rothko y Newman ... ) y con los que nuestro hombre guarda, sin mengua de su personalidad, un ostensible parentesco.

En la pintura de Mitsuo Miura se patentiza, en cualquiera de los casos, un intento vigoroso de disipar el antagonismo entre la individualidad y la generalidad, entre la naturaleza y el hombre. Sin dejar de comulgar con la materia de su pertenencia recíproca, cada una de las pulsiones (como los singulares matices de las arenas del mar) quiere poner de relieve su propia incidencia, y cada uno de los destellos (como el signo peculiar de tantas y tantas estrellas en la redondez de la noche) pugna por dejar esclarecido su nombre. Todo ello presidido por ese principio de ordenación que concierta y unifica el aluvión de infinitas vibraciones.

Mitsuo Miura nos presenta un verdadero paradigma en el que resplandece el equilibrio entre lo que los chinos llaman Li y nosotros orden, y lo que ellos denominan Chi y nosotros vibración. A veces, aquél es el sustrato (algo así como un sistema de coordenadas cartesianas latente en el fondo) y ésta la superficie (a manera de infinitos regueros impulsados a la brava). A veces se invierten los papeles y a la efusión indiscriminada de las vibraciones viene el orden a sobreponer su ley, merced al surco de una línea rigurosa, intransigente.



EL PAIS - 19/01/1978

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