Esta segunda parte del balance-fin de temporada, alusivo a la constancia (?) de los maestros en la cuenta de las exposiciones madrileñas, me lleva, de entrada, a recordar lo que hace un par de años dejé escrito a propósito de dos de ellos y no poco reconocidos: «Innecesaria y tardía había de parecer la reseña, de no ceñirse a lo aún más tardío y desconsolador, por lo que hace a la presencia entre nosotros de uno y otro artista. Alguna de las obras de Kandinsky nos llega con sesenta y cuatro años de retraso, excediendo el medio siglo otras cuantas de Man Ray y cumpliendo a ambas muestras la rituales exclamaciones, entre sarcásticas y circenses, del ¡por primera vez en España! »
La crítica optó en aquella ocasión por lavarse las manos, omitiendo, bajo capa de razonabilidad, el compromiso del comentario y contentándose con exclamar : « ¡Qué puede agregarse, a estas alturas, a lo dicho acerca de Kandinsky y de Man Ray!» Pudo y debió agregarse precisamente eso: que una y otra exposición se produjeran a semejantes alturas y con tal anacronismo. Sería menos de escandalizar si la demora. en este y otros muchos casos se hubiera dado por vía de excepción. Ocurre, sin embargo, que lo excepcional es la presencia de los maestros, frente a la ley general de su habitual erradicación en el efímero trasiego de nuestras galerías y en el marco inmutable de nuestros museos.
De mal en peor
¿Ha cambiado algo el panorama en la temporada que acaba de concluir? Sí, pero a peor. La ausencia, por ejemplo, de los maestros en las salas de la Dirección General del Patrimonio Artístico y Cultural ha sido absoluta, malamente paliada por una muestra antológica de Dubuffet en, la Fundación Juan March y cuatro o cinco exposiciones de algún alcance internacional (Ipousteguy, Marca-Relli, Nicholson, Appel, Bury, Le Corbusier ... ), promovidas por otras tantas galerías comerciales. ¡Cómo no ha de parecer triste y paradójico que las instituciones oficiales no cumplan siquiera el papel de colaboradoras de la iniciativa privada!
Las exposiciones, en Madrid, de los maestros o consagrados o internacionalmente reconocidos arroja, a lo largo de treinta y tantos años, un censo ridículo. Anótese una antológica de obra gráfica de Picasso, otra del futurismo italiano, otra de Klee, otra de Gargallo, otra de Torres García, de Music, de Haese, de Soulages... y quedará colmado el cupo de los maestros en el ámbito expositivo-oficial de la capital de España, pudiendo agregarse, a medias ya con la iniciativa privada, tal cual retazo de Fautrier, Fontana, Parmeke, Max Ernst, Matta, Hartung, Julio González... La ley general, pese a todos los pesares, sigue en pie. Sepa el lector que la exposición picassiana se limitó a la suma de unos grabados, y que las otras, desnudas de todo adorno cultural, han acaecido con escandaloso retraso.
El hecho se torna aún más paradójico si se tiene en cuenta que los propios artistas españoles más cualificados y vigentes han ganado reconocimiento allende las fronteras, mereciendo dentro de ellas anatemas y desdenes o la atención, cuando más, de algunos coleccionistas y promotores privados, consecuentes con su tiempo, y de algunos sectores, en última instancia minoritarios, de la crítica y la historiografía. No vale, pues, decir que nosotros teníamos ya, y a mucho honor, lo nuestro. Lo nuestro era, en el mejor de los casos, y generalmente a instancia ajena, lujoso escaparate de cara al exterior y palmaria incongruencia con muchos de los criterios y realidades de dentro.
El broche de oro
Aún está por hacerse en Madrid una exposición, si no antológica como las celebradas en París o Barcelona, al menos digna, de Joan Miró. La obra de Tápies nos ha llegado en tal o cual ocasión de forma confusa y fragmentaria, Pablo Palazuelo no fue conocido hasta hace un par de años, merced a su bien nutrida exposición en una galería privada de Madrid, y no por todos los sectores de la crítica (en un Diccionario del arte español contemporáneo, editado con posterioridad, no se recoge ni siquiera su nombre). Y también a estas alturas (hace tres años) nos era, al fin, dado contemplar una panorámica del quehacer de Chillida, y a estas alturas le era negado un lugar para colocar una colosal escultura que él había regalado al pueblo de Madrid.
Dijérase que la precaria constancia de los maestros en nuestro medio expositivo, lejos de incrementarse con los años, se ha visto paulatinamente menguada, hasta lograr el broche de oro en la temporada recién concluida. Ya, ni aquellos retazos o despojos magistrales que de vez en vez aparecían colgados en las salas de la Dirección General del Patrimonio Artístico y Cultural, han vuelto a dar la nota felizmente discordante de su presencia eventual y efímera. Las instituciones oficiales han logrado, este año el pleno de la desconsideración y la ineficacia, a no ser que se quiera tomar en cuenta la insospechada exposición de arte argentino contemporáneo habida en el nuevo museo y unánimemente omitida por la crítica.
Al margen, pues, de todo sello de oficialidad, vengan a la reseña esas cuatro o cinco exposiciones traídas a Madrid por la Fundación Juan March, una de ellas, y las otras, por galerías estrictamente comerciales. Esperábamos más de dicha fundación, y hemos tenido que contentarnos (algo es algo) con la muestra antológica de Jean Dubuffet (¿por qué él y no otro?), al tiempo que nos sentíamos profundamente decepcionados ante el hecho de que la cacareada presencia de Francis Bacon quedara en agua de borrajas, sin que, hasta el momento, promotores y organizadores hayan tenido a bien explicarnos las extrañas (y, al parecer, poco limpias) razones que dieron al traste con tantas y tan divulgadas promesas.
La exposición más aleccionadora
De las otras, fue para mí la más interesante y aleccionadora- la de Jean Ipousteguy (Galería Juana Mordó, de Castelló, 7), por entrañar un verdadero compendio de variedad expresiva, sin menoscabo alguno en cuanto al acento personal. Retengan la lección de este artista vasco-francés, tanto y tantos émulos y epígonos como los que, al margen de la suya propia, vienen traduciendo experiencias ajenas en el muy difícil campo de la escultura. Uno y vario, Jean Ipousteguy ofreció todo un curso de consecuencia y coherencia manifestativa entre abstracción y figuración, entre audacia de lenguaje y austeridad de ejercicio, entre el temple vanguardista y el buen conocimiento de los oficios escultóricos y el recto empleo de los materiales.
Dos exposiciones que en su día merecieron una crítica conjunta en estas mismas páginas fueron las del inglés Ben Nicholson y la del norteamericano Marca-Relli (Galería Inguanzo y Galería Internacional, respectivamente). De retorno el primero a las formas originarias y simplicísimas, de corte imitativo, en que luego fundó sus creaciones no-figurativas, y en perpetuo despegue, el otro, desde sus orígenes representativos, hasta sus actuales composiciones, enteramente reacias a toda idea de representación, ambos dejaban traslucir la bien asimilada lección de los metafísicos italianos, en general, y el particular precedente de Morandi.
Paul Bury (Galería lolas-Velasco) nos ofreció sus alegres artilugios, en cuyo concierto, forma y sonido, concepto y objeto, realidad e ilusión..., dejaban en la mirada del visitante, entre muebles tan refinados como perfectamente inútiles, una nota de afable ironía. Karel Appel, por su parte, nos regaló una pequeña antología (Galería Arte Horizonte), de la que no era difícil deducir precedencias e influjos, habitualmente escamoteados, en la floración del informalismo español. De la exposición de Le Corbusier (Galería Inguanzo) valga subrayar una vez más la clara experiencia plástica- en que se fundamentó su ejemplar arquitectura, y baste decir de la presencia inmóvil de Vito Bucciarelli (Galería Vandrés) que ha constituido el único ejemplo de arte-suceso en la temporada madrileña.
No, desde luego que no es para echar las campanas al vuelo la precaria constancia de los maestros reconocidos, o internacionalmente divulgados, en el escaparate de las exposiciones madrileñas, aun advirtiendo, por lo que hace a las gaIerías comerciales, que el censo ha sido superior al de temporadas anteriores. En las salas oficiales, por el contrario, se ha batido el récord de la incomparencencia, triste colofón de una política cuajada de desaciertos y contradicciones o trasunto fidedigno de la total inexistencia de maestros extranjeros en las salas del Museo de Arte Contemporáneo.
EL PAIS - 15/08/1976
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