« Un taxista, al pasar ante el Centro Pompidou, exclamó: Parece una refinería de petróleo. Con esta anécdota, cogida al vuelo, quiere Aline Moshy transmitir a los lectores de Iberia Dayli, Sun ( 16-9-76) la opinión que merecen a ciertos sectores populares las trazas del complejo cultural más ambicioso del mundo y del Museo de Arte Moderno a él anejo, próximo, a inaugurarse y juzgado por algún crítico, de la retrogresión como una feria de material de fontanería. Situado en uno de los más viejos y típicos barrios de París (entre Les Halles, ya demolidos, y, la plaza de la Bastilla), este edificio de la discordia se conforma como una gran caja de cristal sostenida por rutilantes tubos de acero, al amparo de unos audaces tejidos, oblicuos con el complemento de balcones de hierro y el suplemento de una zigzagueante escalera exterior, entonada en rojo escarlata.
¿Acoge el proyecto, elegido de entre una treintena previamente seleccionada, la pretendida integración de labores investigadoras y demandas populares? La respuesta se hace resueltamente afirmativa, si se tiene sobre todo en cuenta que el grupo de ecólogos colaboradores han acertado a salvar los edificios circundantes, de los siglos XVIII y XIX. logrando además que el alzado del, nuevo (limitado a seis plantas) no desvirtúe para nada la Fisonomía de París, ni altere su horizonte.
Quien quiera adquirir una información exhaustiva en torno al Beaubourg (denominación que de u n tiempo a esta tarte a suplantado a la primitiva de Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou) remítase a la revista parisiense Art Press (n.º 19,julio-agosto,1976), en cuyas páginas se analizan críticamente diversos aspectos del edificio y su función (el objeto, la imagen, la tecnología, documentación, ...),y Catherine Millet transcribe una conversación harto aclaratoria en lo tocante al museo. A éste es al que quiere atender mi comentario, o a la intolerable actitud que, de cara a su inauguración, se obstinan en mantener algunos de los herederos de los famosos. Las familias, concretamente, de Braque, Rouault y Laurens, que habían prometido una cuantiosa donación, parecen ahora condicionarla. ¿A qué razones? No les complace el nuevo edificio y les espanta (¿quiénes son ellos?) ver confundidas las creaciones de sus ilustres parientes con las de desaprensivos innovadores, dados al empleo de materiales innobles, productos escandalosos y procesos nada académicos.
Y es lo curioso del caso que este tan contumaz puritanismo ha terminado por deparar, al margen de sus propósitos, la más razonable de las soluciones: la escisión del arte contemporáneo en dos mitades y al cobijo de dos dependencias diferentes. Las obras correspondientes a la primera mitad de lo que va de siglo quedarán confiadas, salvo contada y significativa excepción, a un museo específico a inaugurar el próximo año, yendo a parar las de la otra mitad a las salas del Beaubourg o, según se quiera, Centro Nacíonal de Arte y Cultura Georges Pompidou.
Dos direcciones fundamentales tratarán de conciliarse en la nueva orientación museística: someter toda actividad selectiva y expositiva a criterios de independencia absoluta y estricta actualidad. «Se acabaron los tiempos -ha escrito Viatte, uno de los responsables máximos del nuevo museo- en que un conservador de antigüedades egipcias tenía que ser juez de las pinturas de Mondrian. Ahora tendremos verdadera autonomía y contaremos con nuestros propios presupuestos».
Refinería de petróleo, en el alegre entender del transeúnte, feria de material de fontanería, a juicio de los retrógrados, o arquítectura agresiva, en la acertada opinión de Viatte, no sumisa al consabido compromiso entre lo tradicional y lo moderno, el nuevo museo se propone congregar, atinadamente, las renovadas corrientes americanas y europeas destinando la exposición inaugural a quien mejor cuadra el papel de genuino vehículo entre unas y otras: el gran Marcel Duchamp.
EL PAIS - 26/09/1976
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