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La propuesta de Vostell y la respuesta colectiva

«Si Vostell se ha esmerado en montar aquí (en Madrid) la fiesta mayor (y no fueron chicas las organizadas en Berlín, París, Kassel, Dortmund, Hannover...) es con la sola voluntad de que en ella intervenga usted, de quien él se juzga convecino. Arte es, el suyo, de acción y participación. El artista le propone el aspecto negativo (la pars destruens) de la vida, para que usted colija y corrobore la faz positiva (la pars construens) del acontecer en general.»Tal escribía yo, el pasado jueves, a propósito de la exposición (Obra y ambiente) de Wolf Vostell, desplegada en los adentros y en las afueras del museo de Arte Contemporáneo. Algo así como una indiscriminada invitación a una participación masiva. Y la participación se produjo (¡ya lo creo que se produjo!) sin necesidad, o muy al margen, de mi solicitud, y en el sentido opuesto, tal vez, a que ésta presumía avenirse. Inopinadamente intercambiados los papeles, resultó que obras y ambientes del animoso artista germano terminaron por asumir, fuera de programa, la pars construens del espectáculo, quedando la pars destruens a entera merced del respetable (?).

Del delicado o pusilánime suele decirse figuradamente que es incapaz de romper un plato, sin que quepa opinar otro tanto (cosa es bien sabida) cuando de multitudes se trata, creciente o menguante y siempre imprevisible su capacidad de reacción, el variopinto grado de propensión a la respuesta. En el caso que me ocupa ese alguien, multiplicado por él y por otros y otros semejantes a él, vino a dejar un tanto en entredicho la metáfora del plato y el humano respeto a su integridad. Volaron (¡y de qué manera!) los platos; volaron, planearon, ondearon, giraron, silbaron... y concluyeron por caer con estrépito, reduciendo a añicos (y hechos añicos ellos mismos) la prestancia y el lustre de un lujoso automóvil sobre ellos sustentado.

La cosa, remitiendo su espectacular catástrofe a la veracidad de los orígenes, aconteció de esta impensada suerte. Entre otras muchas obras, presencias, ambientes, acciones, indicaciones y provocaciones..., Wolf Vostell proponía a común contemplación y reflexión, en los bajos del museo, un flamante automóvil rodeado de platos que otorgaban frágil sustento a sus poderosas ruedas y se esparcían generosamente a la redonda. El producto de consumo por antonomasia (el automóvil) se veía así servido en multiplicada bandeja, como plato del día, de los días. Tal era el aspecto intencionadamente negativo de la propuesta, y de ella debía el visitante desprender una consideración positiva, crítica, acerca del consumismo invasor.

Y la respuesta se produjo de forma tan literal como antagónica a lo programado por Vostell. Intuitivamente invertidos los términos del problema, la concurrencia la emprendió, unánime y frenética, contra el signo del consumo. Tomando de aquí y de allá platos y más platos, comenzó a lanzarlos, volanderos y estridentes, contra el arrogante automóvil, hasta pulverizar la pulcra redondez de aquéllos y la faz cristalina de éste, (parabrisas, ventanas, faros y retro...), ¿Un acto de vandalismo, gamberrismo o barbarie? De ningún modo, y por más que así hayan querido interpretar el suceso algunos sectores de la información. La verdad es que Vostell había dejado impresa en su montaje una clara señal de provocación, a la espera de una respuesta colectiva. Y si ésta no fue la esperada, tal vez fuera más consecuente y cabal que la esperada. El tinglado, en última instancia, funcionó, y la obra dejó incuestionable constancia de su vis comunicativa, sin que su promotor pueda sentirse realmente defraudado. Buena prueba de ello es que ha ordenado se mantengan las cosas a la vista del público tal cual quedaron tras la catástrofe.

EL PAIS - 30/11/1978

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