Ante la desdeñosa e injusta actitud que hacia la figura de Joaquín Torres García han mostrado no pocos comentaristas del arte de nuestro tiempo, Jean Cassou se plantea y nos formula este escueto y lastimero interrogante: «¿Por qué no suele citársele más a menudo entre los creadores, precursores y apóstoles del arte abstracto?» Quiere el escritor francés achacar semejante olvido a poco convincentes razones domésticas: la timidez, el retraimiento, la vida cuasisecreta que en días de tumulto practicara en París nuestro hombre, «hombre de fe, poseído de su doctrina, una doctrina primaria, sin duda, aunque así sea toda doctrina que se esfuerza en asumir las cosas desde el principio, y así estemos siempre tentados a calificar lo que es verdaderamente primitivo».¿Torres García? Aparte de que alguien pueda o no confundirlo con quien divulgó por estas latitudes la saludable fórmula del bicarbonato, no serán muchos, entre los no expertos, los que le concedan análoga notoriedad a la de un Picasso o un Matisse u otro cualquiera de los grandes, e incluso de los medianos, de tener en cuenta que tampoco los entendidos han tenido a bien situarlo en el lugar que mejor había de cuadrarle. Ni ingenuidad, a juicio mío, ni timidez, desconexión social, retraimiento u otras domésticas razones valen para dar con el porqué de su olvido o sistemática remisión a la letra chica. Ha de buscarse, creo, la causa de lo uno y lo otro en la propia singularidad del personaje, en ese andar a su aire que en tantos aprietos suele poner a los impenitentes amigos de las clasificaciones, de las nomenclaturas de los ismos.
Joaquín Torres García fue un auténtico francotirador, sin que le sustraiga un solo átomo de advocación tan legítima el hecho de que en vida acertara a congregar en las páginas de Cercle et Carré (publicación vanguardista por él fundada a principios de los años treinta) a muchos de los que luego cobrarían mayor fama. Artista, por ventura de muy difícil clasificación, Joaquín Torres García, a veces nos regala un repertorio en miniatura, una especie de mosaico (algo tienen de mosaico sus propias pinturas, intrínsecamente consideradas) de no pocas y muy fértiles vanguardias europeas, otras muchas nos deleita con el gesto desenfadado de quien anda por libre, y siempre, siempre, concluye por proponer a nuestra mirada el risueño contrapunto de un cubismo primario, eminentemente heterodoxo y un constructivismo sui generis, poco afín a cualquier idea o sola mención de ortodoxia.
La espléndida exposición (si restringida, certeramente seleccionada) que por estos días nos es dado admirar en Madrid es ejemplo cabal tanto de su personalidad inconfundible como de ese sabio y tan suyo colegir y ordenar, de espaldas a la más remota adscripción a dogma alguno, lo que cubistas y constructivistas dejaron impreso, antes y después, en el originario panorama de la estética de nuestro tiempo. Sin acabar nunca de desprenderse del reclamo de la naturaleza, aunque tenazmente empeñado en reducirla a su esquema más elemental, Joaquín Torres García sabe simultáneamente mojar sus pinceles en las tierras cubistas y en el arco iris general del constructivismo. Todo un maravilloso juego que exige del visitante esmerada atención si quiere descubrir a merced de qué enigmática ley el rojo, el azul y el amarillo pasan a convertirse en siena, gris y ocre y viceversa. Fascinante ejercicio en cuya sola propuesta el contemplador goza y aprende.
EL PAIS - 01/11/1978
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