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JUAN ROMERO

No es difícil descubrir en la pintura de Juan Romero el influjo, más o menos literal, del arte del arabesco, la remembranza actualizada de aquel deleitable Juego consistente en enhebrar el rasgo de principio a fin, de cabo a rabo, sin solución alguna de continuidad y con plena ocupación del espacio. Fueron nuestros hermanos mayores, los árabes (de ahí el nombre), quienes, aparte de convertirlo en inimitable expresión litúrgico-suntuaria, lo legaron, en ciertas zonas del sur, como ejemplar ejercicio lúdico, al alcance de los ocios y las mañas infantiles. Y no han sido pocos los pintores andaluces, Picasso a la cabeza, que en su práctica diaria probaron sus primeros escarceos artísticos y llegaron a deducir últimas y muy provechosas consecuencias.

Cuentan los biógrafos de Picasso cómo de muy niño, y acompañado de otros muchos niños malagueños, practicó el juego del arabesco en la arena de la plaza de la Merced, desprendiendo de él una lección que había de serle definitiva: la posibilidad de condensar en el tránsito ininterrumpido de una línea la definición de sí misma, del espacio que abarca y del argumento que descubre en su propia metamorfosis. Consistía el juego en elegir un punto al azar sobre la arena y, a partir de él, ir trazando un recorrido, sin alzar el dedo, hasta retornar al origen. El niño que en tales condiciones lograra describir el itinerario más largo y complejo era proclamado vencedor. Huelga decir que Picasso se hizo invencible en estas lides infantiles, que luego había de convertir en proceso fundamental de todo su quehacer innovador. Ignoro si Juan Romero, contumaz andaluz, ejercitó o no su infancia en el juego del arabesco, pero sí puedo afirmar que en todas sus pinturas prevalecen dos notas harto características de su práctica específica: la plena ocupación del espacio y la proposición de una historia en perpetua metamorfosis. Para Romero, el lienzo es una totalidad conformadora de sí misma, sin que ninguno de sus instantes merezca desdenes. Todos los fragmentos del cuadro son abordados con la misma morosidad, consumándose su historia en su propio y sucesivo transformarse.

La idea de juego implica, en su más hondo alcance, la de riesgo, y tal vez sea en la omisión de este significado donde las actuales pinturas de Juan Romero dejen algo que desear, por haber infringido las reglas de la partida. Sus cuadros se ajustan ahora a una temática preconcebida (los Signos del zodíaco) que, como tal, limita o excluye el riesgo, al tiempo que condiciona a una finalidad la pluridimensión que en su azar, en su metamorfosis aleatoria, exige y comporta el genuino juego del arabesco. Y si no hay riesgo, no hay juego merecedor de tal nombre.

EL PAIS - 08/06/1978

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