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JUAN DE LA SOTA

«Usted se encuentra muy retrasado respecto de su siglo -decía un filósofo a un artista- si cree que carece de interés saber el tiempo que hacía en Roma el día en que César fue asesinado.» Tomada de Charles Blanc, la cita precedente quiere poner de manifiesto cómo aquello que (con un matiz, incluso, de subordinación o indiferencia) llamamos las circunstancias tiene, de hecho, un valor más constante y sustantivo que el suceso humano (gesta, empresa, hazaña o infortunio) en ellas contenido. Las circunstancias son, a fin de cuentas, la expresión directa de la naturaleza y de la vida, en cuya diaria y enigmática duración se produce el efímero acontecer del hombre. Las obras de Juan de la Sota abren de par en par sus reducidas dimensiones a la efusión, unívoca y absoluta, de las circunstancias. Para nada cuenta en ellas el suceso del hombre, si no es en la forma pasiva de la contemplación. Se limita el artista a captar en la naturaleza a la redonda el acontecimiento circunstancial de la propia naturaleza. El pintor viene a darnos simple y puntual noticia de la rara densidad atmosférica de un jueves por la tarde, o a advertirnos sin más, cómo declina el sol, crece la hierba, se disuelve una nube, se filtra la lluvia, se agita la copa de un pino, amarillea el suelo, brotan las raíces, se parte en dos mitades el horizonte... y deja su indescifrable señal el lucero del alba.

Al borde mismo del género, los cuadros de Juan de la Sota no son paisajes. Deja el entorno su condición de tal para convertirse en acontecimiento sustantivo que el artista va definiendo mediante la corporeidad creciente, el grosor, de la técnica del pastel y del lápiz negro convenientemente atenuados, e incluso raspados, a tenor de las circunstancias. El mayor acierto de Juan de la Sota radica en su buen saber transmitido el cúmulo de tales circunstancias a través de una técnica tan elemental como morosamente tratada y exprimida. Y el mayor peligro puede venirle de que la parvedad o reducción de los formatos, al lado de la timidez con que emplea el color, lleguen a convertir sus cuadros en miniaturas o estampitas.

Jovencísimo artista (Madrid, 1957), hijo de uno de nuestros mejores arquitectos, Alejandro de la Sota, y sobrino de Jesús de la Sota, diseñador correctísimo y excelente pintor (sus soberbios amaneceres y atardeceres liminares no resultan difíciles de evocar en esta exposición), nuestro Juan de la Sota se ha propuesto continuar la tradición artística de la familia, de cara, en su caso, a la plenitud de la naturaleza omnipresente, y sabedor de que la circunstancia (el tiempo, por ejemplo, que hacía en Roma cuando asesinaron a César) comporta un enigma más universal y permanente que el efímero acontecer del hombre.

EL PAIS - 23/03/1978

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