“Estofa” es voz que llega al oído con acento poco menos que insultante cuando, desde su noble raíz latina («stuppa») hasta su significado más propio («tejido»), nada hay en ella alusivo a la ofensa, molestia o simple malsonancia. No otra cosa es «estofa», en sentido estricto, que “tela de labores, por lo común de seda”, equivaliendo, con alcance figurado, a «calidad» o «clase». ¿Es realmente lo mismo «estofa» que «clase» o “calidad”? Si, con un solo reparo: estos dos sustantivos se pueden adjetivar por lo alto y por lo bajo (“clase baja" o “alta calidad”, y viceversa), en tanto parece a aquél faltarle vuelo y sobrarle suelo. Siendo correctas ambas expresiones, y sin que se sepa por qué, “baja estofa” suena y “alta estofa” disuena.
Y lo mismo acontece con otros tantos vocablos rigurosamente sinónimos, como jaez, laya, calaña, pelaje, ralea... Por extraño que a alguien se le antoje, y por mal que caiga en la oreja de la costumbre, alcurnia y pelaje son una misma cosa, sin que tampoco difieran lo más mínimo laya y categoría, calaña y linaje, jaez e índole, ralea y condición. ¿Es fácil, por otro lado, imaginar que «laya» nos venga de la expresión latina “ad legen” (lo conforme a la ley) o que «ralea» adquiera el matiz selectivo que cumple a lo “ralo”; esto es, a lo extraordinario o poco común? ¿Quien diría, en fin, que «calaña», aparte de nacer del correlativo latino «qualis» para expresar cualidad y calidad, significa tanto como muestra, modelo, forma y patrón?
La prueba del adjetivo resulta, al respecto, harto ilustrativa. Decídase usted, lector amigo, a hacerla y vendrá a concluir cómo el oído se resiste a dar por válidas estas y otras análogas expresiones: «alta estofa», «aristocrática calaña», «excelso pelaje», «nobilísima laya», “sacrosanto jaez”. Nada, por el contrario, parece más razonable y consecuente que adjetivar de forma peyorativa y degradante cualquiera de estos sustantives, que, lejos de implicar, por sí mismos, mengua, lacra o defecto, guardan relación de sinonimia, como ya quedó dicho, con otros y olios vocablos dignificados y distinguidos por el uso. He aquí el resultado: “deleznable jaez”, «.turbio pelaje», «laya inmunda», “ralea indecorosa”, “soez calaña”..., «baja estofa».
¿Baja estofa? De esta suerte acaba Fraga Iribarne de calificar (o descalificar) a aquellos políticos de su grupo directa o indirectamente causantes de su irrevocable y sonada dimisión. Ningún pelo ha tenido don Manuel en la lengua a la hora de apostrofar, sin citar nombres, a los segadores de hierba bajo sus pies y en su propio feudo. «El problema está en casa —declaró, días atrás, en La Coruña, poniendo una guinda amarga en la tarta que le ofrecían los aliancistas gallegos— y se debe a la existencia de políticos de baja estofa.» Incurra o no en pleonasmo, hace bien Fraga en tildar de “bajan” la “estofa” de semejantes correligionarios, a fin de que no se disfracen de seda, como la mona del cuento, sin dejar por ello de ser lo que son.
Tampoco yerra, me creo, al omitir los nombres de los apostrofados. “El que tenga duda, que pregunte”, viene con ello Fraga a sugerir a cualquiera de los de tal estofa, laya, calaña, jaez, ralea y pelaje... con calificativo encomiástico o degradante. Cada quien puede elegir el matiz que más le convenga en la suma y sucesión de tales sustantivos y en su referencia, especialmente, a lo augusto o a lo abyecto, a lo excelso o a lo deleznable, a lo noble o a lo ruin. Trátase de un simple juego gramatical: el bonito juego de la eufonía y la disonancia por obra y gracia de un alternativo cambio adjetival. Y el que tenga duda o sospecha, que pregunte: «¿Soy yo, don Manuel?» Igual, exactamente igual que Judas lo hizo en la última cena.
DIARIO 16 - 19/01/1987
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