Convenía una ráfaga, libérrima y liberadora, como la que ha dejado correr Bonifacio por las amplias salas de Castelló, 7. Ráfaga, ola y vaivén que explicita el concepto bergsoniano de duración y, a tenor de su propio orden, convierte en desorden absoluto el mundo de las apariencias cotidianas, desencajadas de su ley y no acomodadas a otra de rango superior, más universal y mucho más indescifrable.
Una especie de Puzzle, en cuyo orden general no encajan las piezas por ser distintas a la duración total en que se funda aquél, y la efímera temporalidad (y la lógica) a que éstas se aclimatan y obedecen. Ni encajan ni jamás llegarán a encajar. El marco, ámbito o entorno, define una medida temporal completamente distinta de la de las apariencias (personas, animales y cosas) en él dispuestas y enmarcadas.
Una ola implacable que va y viene (que dura), de acuerdo con su ley soberana, y unos grotescos personajillos, homúnculos o proyectos de homúnculos, eminentemente desorientados, despistados, atónitos, que en su alocada pretensión de adecuar a sus actos el todopoderoso caudal ambiente y circundante (como un viento general a la redonda), se desmoronan (juguetes del viento son), se aniquilan y anonadan.
Entre la duración y la evanescencia, hay algo aquí igual siempre a sí mismo y siempre cambiante: un cúmulo de sistemáticas repeticiones, sobre el telón de fondo de una infinita diferencia: la escena diaria (la empresa diaria, la estancia diaria, la peripecia diaria, la perspectiva diaria...) se hace esencialmente distinta, por verse representada en el marco de lo esencialmente diferente.
Saltan las formas, se destruyen las apariencias (como hojas del universo), cruza, como un relámpago, el rastro de una mirada, de un gesto pretencioso y congelado en su propio y ridículo instante; el sujeto que iba a dar una orden se queda a media sílaba, y a media mano del limbo se entontece el insensato tripulante del cometa..., en tanto va y viene el viento, accesible, en exclusiva, al pajarerío.
El pajarerío, sí, y corneta y el personajillo mandón y el alucinado tripulante... y el lucero del alba. Para dar cumplida noticia del espectáculo total, montado por Bonifacio, habría que hablar del lucero de alba y del raro pájaro del atardecer y del espantapájaros y de los pertinaces realquilados en buhardilla mitad añil, mitad ropa, y de aquellas «mujeres que vieron la nube en lo más azul del lavadero».
Habría que traer a cuento el mascarón-tarambana y el papel-monigote que dio en revolotear, un miércoles por la tarde (la tarde de un miércoles raramente enrarecido), y surcó paralelos y meridianos, solsticios y equinoccios..., y el pájaro, otra vez, que midió pulcramente su peligrosa pirueta en la mismísima palma del vacío, y la extrañeza creciente del clima y el franco desacuerdo entre lo de arriba y lo de abajo.
Tales y otras mil son las piezas del puzzle. Pruebe usted a casarlas, si quiere obtener un mapa o itinerario de alguna congruencia. Inútil. No concuerdan lo de arriba y lo de abajo. La ley del entorno no se aviene a las reglas del juego que para sí quisieran sus eventuales moradores: discurren en temporalidades distintas, tan distintas como el vaivén de la duración general y la arbitraria precisión del minutero.
Pese a ciertas concomitancias caligráficas con el rasgo de los prosélitos del Zen (como cierto es su parentesco con el gesto del neo-expresionismo yanqui, con los esperpentos del COBRA, con las aventuras de los Fahlström, Bertholo, Perilli... y demás secuaces de la nueva figuración narrativa), las estampas y semblanzas de nuestro hombre entrañan la antítesis de lo oriental y de sus modernas emulaciones.
«Lo que está arriba ha de ser como lo que está abajo, para que se produzca el milagro de la cosa una», advierte la Tabula Smaradigna. Refractario al consejo de Hermes, parece nuestro hombre seguirla senda antagónica: separar sistemáticamente lo circundante y lo circundado, acentuar el vaivén o vendaval de la duración, y dejar que en ella se desmembren (juguetes del viento son) presencias y apariencias.
Bonifacio carga todo el énfasis en la diferencia del entorno (ola o ráfaga que va y viene desde sí misma en perpetua e indecible duración), disociando, a merced suya, la efímera presencia de personajes y personajillos, como briznas o exhalaciones o evanescencias de su mismo acontecer repetitivo. Es el telón de fondo el que se agita y provoca la danza y dispersión (como hojas del universo), de todo el vecindario.
El cambio radical de la pintura de Bonifacio viene a centrarse precisamente en eso: en ceder toda la violencia del pincel (del chorretón) con que antes solía trazar el zig-zag de sus guiñolescos personajes (y personajillos), a la movilidad del entorno, de la atmósfera circunstante de suerte que sea ésta, la que mueva y conmueva el mundo de las presencias, de las apariencias y de los sucesos diarios.
Son ahora los fondos ambientales los que, a tenor de una ley que les es propia y soberana, rigen el concierto policromo y fulgurante (añil, rosa, negro, anaranjado, ocre, azul, siena, verdeamarillento...) de sus propios aires y de su propia e incesante circunvalación; los que marcan el ritmo o presagian el vértigo de los desquiciados moradores de abajo, convertidos en briza o ala de pájaro volandero.
«Así el espíritu —sentencia el Eclesiastés— avanza en círculos, y sobre sus propios círculos regresa». Así también el viento general de estas últimas creaciones de Bonifacio nace de sí mismo y hacia sí mismo retorna, recorre su propio recorrido, siempre igual y siempre cambiante, y dispersa, a diestra y siniestra, presencias y apariencias en el g Dod contumaz de una desenfrenada e impalpable fuerza centrífuga.
Algo muy análogo a lo que ocurría en la célebre acuarela (o en las célebres acuarelas) que Kandinsky realizó en 1910, antes, mucho antes, de su dedicación constructivista y de su magisterio en el Bauhaus: aquellas radiantes acuarelas, cuya animación y conmoción quedaban confiadas a la atmósfera, al telón de fondo, agitando y diseminando, a la redonda, los residuos de un acontecer en perpetua polvareda.
Mucho más que con el furor del neo-expresionismo-yanqui o del grafismo a la COBRA o del retablo o cartelón de la nueva figuración narrativa, concuerdan las actuales pinturas de Bonifacio con las primeras acuarelas abstractas de Kandinsky. En unas y otras se hace obvio el contraste entre escenario y escena, entre el desmenbrado mundo de la repetición y el inmutable y durativo universo de la diferencia
Bienvenida, en todo caso la ráfaga que ha dejado correr Bonifacio por las amplias salas de Castelló, 7, que, por libre y libertaria, admite el revoloteo del raro pájaro del atardecer, al lado de la nube que se reflejo en lo más azul del lavadero, y el mascarón y el espantapájaros y el cometa y su tripulante… sin olvidar a los pertinaces realquilados de la buhardilla, mitad rosa y divinamente pintada.
EL PAIS - 09/01/1977
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