La pérdida de la identidad
Visto desde hoy (y valga el pretexto ,la seudo-mini-ex posición recientemente inaugurada en Madrid), Salvador Dalí se nos ofrece como un caso arquetípico, como cabal ejemplo de pérdida de la propia identidad. La biografía ha excedido a la obra, o se ha limitado el protagonista (el protagonista Dalí) a repetirse a sí mismo, sin el respaldo de una creación que en otro tiempo daba coherencia a su gesto, y ahora, sin ella, ha parado en eso: en simple gesto, en mera pantomima. Me valgo del término pantomima con toda intención, y a favor de su más genuina acepción etimológica: todo-gesto, gesto sin sonido, pura y absoluta mímica. Tiempo ha que Dalí perdió su identidad y tal vez su voz. Siempre tuvo Dalí algo de ventrílocuo (¡ven-TRI-locuo!), siempre le fue propia la entonación de quien extrae las palabras como del fondo de un pozo y modula la expresión desde el diafragma (¡e-e-el-DIA-Frag-ma!), para que, a su son, dancen las marionetas.
El ventrílocuo se ha quedado sin voz, y los muñecos, obedientes a unos hilos destemplados, se mueven (si se mueven) sin afición, sin garbo, sin su antigua Insolvencia. El pregonero de otrora, el locuaz titiritero (¡el-Di-Vino-DA-Lí!) ha dejado huérfanas a sus variopintas criaturas, para ofrecer a los Ojos del respetable público (siempre tuvo Dalí un público respetable) un retablo de las maravillas en que éstas, aun disfrazadas de joyas, brillan por su absoluta ausencia.
Y no es que sea propia y exclusiva de este alegre genio del Al m -pu rdán (como él mismo, condescendiente o justo, se autobautizó ante la genialidad universalidad demoníaca de Picasso) la ya aludida pérdida de identidad. Piénsese en Miró-, piénsese, incluso, en el mismísimo Picasso de las tres últimas décadas. ¿No excede la pura biografía de aquél a la anodina reiteración de su obra actual? ¿No fueron los últimos años del otro un ejemplo contumaz del protagonismo sobre, o al margen de la empresa creadora?
No, no le viene de ahí a Dalí la mala fama. Otros muchos han sido quienes se empeñaron y empeñan en prolongar su biografía artística con, el favor de sus incondicionales al amparo de una obra mortecina y para mengua o demérito de su propia identidad. Los pecados que se carguen a la cuenta de Dalí obedecerán todos ellos, de acuerdo con una impenitente y peregrina concepción maniquea de la historia local, a un solo título o mandamiento: su adhesión al franquismo.
Dividida la historia en buenos y malos, hecha la selección en atención primordial o única al factor ideológico e invertidas, paradójicamente, las manos del Juicio Fínal, los buenos vendrán a la izquierda, en calor de multitud, y los malos irán con desdén a dar a la derecha. Convicto, pues, y confeso de probado franquismo e Inapelablemente condenado a la derecha, Dalí merecerá, a contar de tal día y tal hora, la pena de daño de una sistemática reducción al olvido.
¿Y por qué no interpretar el franquismo daliniano como pirueta daliniana o como su última andanza surrealista? Jamás le faltaron a Dalí perspicacia y Fino olfato. Alentador de nuestro naciente surrealismo del veintisiete, incorporado, en el veintiocho, a las huestes de Bretón, realizador, al siguiente año y en compañía de Buñuel, de un filme capital (El perro andaluz) en la aventura suprarreal, divulgador, de palabra y obra, del nuevo credo, Dalí tiene un puesto y un nombre en la historia del surrealismo.
En posesión, según dije, de un olfato finísimo, Salvador Dalí dio con el tiempo y acertó con el lugar en que la vanguardia surrealista había de nacer, afianzarse y, también, morir. Tras su primera exposición en París (1929) y sus primeros escritos (La mujer invisible y, El amor y, la memoria), dados a la luz en 1930 y 31, realiza, hasta el 37, sus obras más insignes; viaja luego a Italia en busca de lo clásico y, apenas iniciada la segunda guerra mundial, se traslada a Nueva York.
Salvador Dalí se ha percatado no ya de que el surrealismo pictórico ha muerto, sino de que la vanguardia europea va a entrar en vías académicas (incluida su propia experiencia italiana) para ceder, sin remedio, ímpetus y afanes a otras gentes y otras generaciones aclimatad-as al delirante espectáculo neoyorquino. Ha acertado, otra vez, en el tiempo y, en el lugar, aunque esta vez (y, con ella, ya todas) vaya a equivocarse de lleno en la elección de la corriente a la moda.
Tan consciente es Dalí de que el arte va a ajustarse en USA a los grandes canales de la publicidad made in USA, que, apenas llegado a Nueva York se entregará, sin escrúpulo, al engranaje publicitario (y rentas consiguientes), hasta convertirse en hombre-escaparate. Se ha anticipado (¡por listo!) en diez años. Su fino sentido de la previsión (y su avidez crematística, que el propio Dali ha reconocido mil veces, sin necesidad de que Bretón la denunciara) le ha dado una mala partida.
A la espera del milagro
Porque ocurre que las más granadas consecuencias del surrealismo (el automatismo, a la cabeza) las vinieran deduciendo los jóvenes neoexpresionistas yanquis, a lo largo de los años cincuenta, esos mismos años en que el alegre genio del Ampurdán está ávidamente entregado a la publicidad. Y ocurre también que el reflejo de la publicidad dará sus mejores frutos, a través del pop, en la década siguiente, justo (,ya es mala suerte') cuando nuestro hombre inicia su retorno a Itaca (perdón, a Cadaqués).
Doblemente frustrado su sentido de la anticipación, no volverá Dalí a coger onda; se convertirá en genio local, en rara avis doméstica, en pertinaz ventrílocuo (¡ven-TRI-LO-cuo!), y, perdida poco a poco su voz, terminará por ser el patrono (con dinero fundamentalmente ajeno y beneficio sustancialmente propio) del museo de Figueras que, a la espera del milagro, ha de verse rodeado de tiendas y tenderetes (cual si de Lourdes se tratase) plagadas de exvotos y souvenirs-Dalí.
Y es en este punto en el que el maniqueísmo dicta sentencia: ¿Malo? Pues, la la derecha!, a pagar ¡ti aeternum la pena de daño de una sistemática reducción al olvido. Su personal historia será borrada cuando se trace la historia general de lo que entre lirte y sociedad ha mediado en estos últimos cuarenta años. Franquista convicto y confeso, no merecerá siquiera una crítica negativa: olvide, eterno olvido, sin que la perdida identidad de otros muchos (aunque buenos) le valga de atenuante.
¡Ah! Y la exposición, la seudo-mini-exposición, el tim de la estampita. Titulada Oleos, joyas, dibujos y grabados de Dalí, la presunta muestra exhibe tres único óleos (de época remota e ignorado origen), un solo dibujo, un montón de superconocidos grabados..., y ¡ninguna joya!. Acompañados de una oferta de artesanos franceses del esmalte y mezclados con otra de artistas de la cuadra, los títeres dalinianos se ven desasistidos de su ventrílocuo... y del más elemental sentido común. El público, sin embargo, acude masivamente. No es el habitual del mundillo de las exposiciones: es el respetable público de Dalí. Grandes, medianos y más chicos contemplan, silenciosos y reverentes, las estampas dalinianas, rinden homenaje al mito (más televisual que cultural) y, entre grabado y grabado (incluida la indescifrable oratoria de su hacedor), se nos hace patente su pérdida de identidad y nos asalta la duda de si no constituyó su peculiar interpretación del franquísmo su última pirueta
EL PAIS - 22/01/1977
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