«Una maravilla -declara el pintor, en reciente conversación mantenida con Adolfo Castaño-. Fíjate, sustituir el óleo y la madera por la palabra, una cosa tan limpia, tan fresca, tan rica, tan distinta. Es como lavarte después de tantos años chorreando aceite. Lo de la limpieza lo digo (...) por la sensación de frescura, de empezar casi desde cero técnicamente, sin resabios; torpe o ingenuamente, pero diciendo lo que sientes, sin más historias.»El pintor se ha dejado de historias, de resabios, de técnicas preconcebidas..., ha renunciado a lo conocido y se ha adentrado en lo por conocer, ha permanecido ajeno a su oficio, a lo largo de largos meses, y lo ha trocado por el de poeta. El pintor ha dejado de pintar y se ha puesto a escribir torpe e ingenuamente. Con torpeza, es decir, con conciencia clara de la dificultad del problema que afronta, y con ingenuidad, esto es, con entera libertad en su más estricta acepción etimológica.
El pintor, Lucio Muñoz, se ha recluido en su propia soledad, ha emprendido, según él mismo confiesa, unos ejercicios espirituales cuya concentrada composición de lugar le ha inducido a acotar el lugar de su experiencia con otras indicaciones expresivas (más limpias, frescas, ricas y distintas), concebidas y dadas a la luz en forma de poemas; unos poemas que traducen en palabras las mismas imágenes, las mismas personalísimas imágenes, que antes confiara su hacedor a la expresión pictórica. Y tras este largo paréntesis, o desde esta nueva perspectiva, el pintor ha vuelto a pintar.
¿Cómo se manifiestan sus pinturas, luego de la conciencia de ese punto cero que el propio Lucio Muñoz se ha impuesto a modo de pausa y pauta de meditación? Fieles a sí mismas, por lo que a su corporeidad atañe, pero mil veces más remansadas, aligeradas, serenas, limpias, frescas, claras y distintas que las que las precedieron, aun nacidas de su ingenio y de su mano. Entre fósiles y embrionarios, como recién descolgados de lo desconocido y a punto de cobrar una entidad definitiva, los objetos de Lucio Muñoz siempre se han aclimatado a una suerte de luz crepuscular, de habitable penumbra, que los hace a un tiempo familiares y enigmáticos a los ojos del contemplador.
Y ha sido, justamente, esa luz de media noche (luz en perpetua duermevela) la que se ha tamizado hasta hacerse tan omnipresente como imperceptible, hasta bañar sin sobresaltos el tramado y entramado de sus leños de siempre, convertidos ahora en puras y solitarias presencias que flotan y subsisten en su intrínseco crecimiento, en su propia y ascendente verosimilitud. Un conocimiento aquilatado de las leyes del claroscuro y toda una estratégica y silenciosa aproximación a la realidad logran, material y conceptualmente, presentárnosla con su faz familiar y su enigmático reverso.
Los fantasmas de antaño se han habituado de tal modo al reino de la luz crepuscular, que ahora moran entre las cosas de la costumbre y con ellas comparten sus extraños atributos en la región de una serenísima penumbra sin estridencias, sin sustos, sin trepidaciones ni sorpresas. Los fantasmas de antaño (cuya propia entidad innombrable llevó a que el pintor los bautizara con advocaciones tan indescifrables como Pecum, Rinopecum, Silius, Metis, Pertoc, Zaquizamis...) se familiarizan ahora insensiblemente con la mirada de quien a ellos se asoma, siempre que dicha mirada comparta la estratégica penumbra en que las cosas se dejan ver.
Tras un prolongado paréntesis de meditación, en que trocó el pincol por la lira, Lucio Muñoz ha retomado a la habitación de los fantasmas, ha vuelto a conversar con Pecum, con Rinopecum, con Mistia, con Krampertisco..., en un clima de definitiva familiaridad y bajo una luz de duermevela que convierte los sueños, los mitos y los enigmas en trasunto de la realidad misma.
EL PAIS - 15/12/1977
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