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LAS MULTITUDES DE ANTONIO SAURA

ANTONIO Saura ha presentado en París, el pasado mes de septiembre, lo último y no poco significativo de su creación. El hecho de que esta exposición suponga, tras cinco años de tenaz y casi exclusiva dedicación al dibujo y al grabado, un retorno parcial (técnicas mixtas sobre papel y en grandes formatos) al arte de la pintura; el hecho también de que dicha muestra se centre en uno de sus temas predilectos (los cuadros de multitudes) y la circunstancia, por último, de haber tenido yo la ocasión de contemplar buena parte de estas pinturas, antes de su envío a la capital francesa, me invitan a sugerir unas cuantas reflexiones en torno a dicho tema y, a través de él, al significado global de su quehacer, sin orillar otras consideraciones aún más genéricas.

EXPRESIONISMOS E INFORMALISMOS

Estas obras de Saura me inducen, de entrada, a replantear el tema de los expresionismos y los informalismos, dando mayor relieve a la efusión histórica de aquellos que a la discutible mención de éstos. La infortunada definición de Michel Tapié («arte informal») cobra aún menor consistencia ante la labor de Saura y a la luz de un riguroso entendimiento de la forma (como el que pudieran proporcionarnos los postulados de la Gestalttheorie o algunas de las corrientes estructuralistas). Incluir la pintura de Saura en la nómina escueta de los informalistas equivale a despojarla de la sustancia de su génesis, negar a su proceso el carácter de composición no aditiva de las partes que urdieron su totalidad, y excluir del resultado la pregnancia de la forma mejor.

La pintura de Saura, muy lejos de aislar sus elementos constituyentes, se esfuerza en integrar y enriquecer complejos o conjuntos, al tiempo que destaca al máximo el carácter unitario e indiviso de los mismos. Las formas y figuras de Saura, aun compuestas de elementos diversos (líneas, gestos, manchas, chorreados...) poseen, sin embargo, una complexión total que en el campo de la visión se impone con caracteres propios. Esta complexión es verificable con sólo cotejar que las propiedades de la forma (de la totalidad) exceden la suma de las propiedades de los elementos que la constituyen. Cada una de las obras de Saura se consolida en forma, en totalidad, cuya entidad no se desprende de la de sus elementos como tales, sino de la naturaleza del conjunto.

No obedece, en última instancia, la forma a un complejo aditivo de elementos, siendo éste, precisamente, el carácter distintivo, a tenor de lo dicho por la Gestalttheorie, con respecto a otros conjuntos. Un litro de agua, valga de ejemplo, puede dividirse sin que se alteren las propiedades primitivas, no así una melodía o un proceso pictórico. De acuerdo con esto mismo, las estructuras matemáticas no admiten su inclusión en los límites de esta concepción de la forma (de la Gestalt) por tratarse de conjuntos esencialmente aditivos. No en vano Vertheimer, fundador de la Gestalttheorie, ha escrito literalmente: «Las formas son totalidades cuya conducta no se determina por la de sus elementos, sino por la naturaleza del total, entendido como total».

Son traídas a cuento muchas de estas razones sólo por cuestionar el habitual y erróneo entendimiento de la Gestalt en el marco exclusivo de la geometría y la matemática, cuando su entidad más propia se da, precisamente, al margen de una y otra («las estructuras matemáticas -acabo de apuntar- no admiten su inclusión en los límites de esta

acepción de la forma»). Piet Mondrian, aun sabiendo el rigor cartesiano de sus procedimientos y reconocida la pauta ortogonal de sus creaciones, dista mucho de ser un matemático o un geómetra; ha sido, más bien, la exacerbación de sus soberbias construcciones (a manos, sobre todo, de los cinéticos) la que ha pretendido en vano convertirlas en juegos de geometría o en ingenioso entretén del arte combinatorio.

Obras, por el contrario, divulgadas con etiqueta de informalismo, se hallan harto más próximas -las de Saura entre ellas- al postulado de la Gestalt y a la ley de un conjunto indiviso o a la trama global de un acontecimiento. Fácil es advertir en la obra de Saura rasgos, gestos, manchas..., de clara apariencia informal, y emparentar erróneamente su frenesí con el de otras expresiones de acusado carácter subjetivista, cual las de la action-painting y escuelas afines. ¿Cómo se comportan, sin embargo, en el contexto de cada una de sus creaciones? Lejos de imprimir la huella de una subjetividad desenfrenada, tales rasgos, gestos, manchas y chorreados proclaman a gritos su pertenencia a una totalidad y en ella expresan la objetividad de un acontecimiento.

También con toda intención aduzco esta otra serie de reflexiones o con el ánimo de segregar tajantemente el quehacer de nuestro hombre del proceder repentizado de otras corrientes (action-painting, gestualismo, tachismo...), de aparente afinidad e intrínseco antagonismo, a las que cuadrará mejor el título de informalistas (de ser ello viable y de no terminar semejante proceso psicográfico, ferozmente subjetivista, por adquirir en el campo visual, y pese a los pesares de sus artífices, una forma objetiva de percepción). Tales corrientes serían (de poder serlo) las verdaderamente informales, mereciendo cifrarse su dogma fundamental en el conocido y pueril aforismo de Mathieu: «la lentitud del gesto atenta contra la pureza y genuinidad de la obra».

Las otras, a las que luego llamaremos expresionistas, tienden, por el contrario, a congregar totalidades, formas en sentido estricto, y englobar en ellas la objetividad de un acontecimiento que en el caso de Saura tiene, por más señas, un sedimento histórico y una holgada duración en su proceso manifestativo, un tiempo largo, en que la totalidad del acontecer se decanta y enriquece a través de sus propias e internas transformaciones.. Diría yo que en las obras de Saura la forma adquiere, merced a dichas transformaciones, un carácter genético (ausente, según Piaget, en la Gestalt) que redunda en positiva participación del lado del contemplador.

Vale la pena afrontar y deshacer la confusión entre estas corrientes subjetivistas y aquellas otras en que el arte de Saura había de hallar mejor acomodo, emparentadas, merced a una visión harto superficial, por el solo hecho de que en unas y otras aparezcan gestos fugaces, manchas, violentos chorreados... Las primeras, llamémoslas informales (tachismo, gestualismo, action-painting...) cifran en la celeridad de la ejecución (vano correlato de la genuinidad del gesto) la transcripción milagrosa del yo personal e intransferible («mancha cromática = mancha psíquica», tal sería su taumatúrgica ecuación), pretensión no menos cándida que la de descubrir lo insondable de la personalidad en la impresión, sin más, de la huella dactilar o en el trazo de la firma.



CELERIDAD Y «TIEMPO LARGO»

A la sola celeridad del procedimiento, de que tanto alardean los informalistas de oficio, Antonio Saura opone, según se dijo, una duración, un tiempo largo, en que las internas transformaciones de la obra revelan a los ojos del contemplador (tal como se dieron en los del hacedor) la génesis de un acontecimiento, mejor que la representación de un objeto. Frente a la obsesión subjetivista de aquéllos, Saura atiende a la plasmación de contenidos objetivos. Lejos, en fin, de entregarse a la alegre repentización de manchas y gestos inconexos, nuestro hombre pugna por dotarlos de continuidad orgánica cuyo carácter genético convierte las apariencias informales en formas globales y enriquecidas, en totalidades, en auténticas estructuras, digamos, biológicas.

«La idea que preside mis cuadros de multitudes -reza un texto del propio Saura, que bien pudiera ahora venir en apoyo de alguna o algunas de mis afirmaciones-, realizados en grandes formatos, plantea problemas muy diferentes. Se trata aquí de unificar múltiples aproximaciones de rostros sin cuerpo en una superficie, de coordinar dinámicamente conjuntos de antiformas en asociaciones orgánicas como si obedecieran, al igual que en ciertos fenómenos biológicos, a necesidades de unión y repulsión capaces de generar una sensación de continuidad. Trataba de estructurar una masa expansiva, prolongable hasta el infinito, compuesta de forma movible y cambiante, nunca terminada, en la que los fondos de las telas hicieran las veces de grandes aperturas y ensanches.»

Con sólo buscar el parentesco legítimo entre apariencias informales, en el sentido que yo infundía a la expresión, y antiformas, en la acepción análoga de que Saura se vale, reducir a su natural sinonimia la continuidad orgánica que yo cité, y las asociaciones orgánicas de que él nos habla, conciliar mi alusión a las transformaciones internas y la suya a una masa expansiva y compuesta de forma movible y cambiante, y subrayar, por último, voces como coordinar, unificar, estructurar..., nuestros planteamientos habían de parecer no poco coincidentes. Bastaría reincidir, otra vez, en su probada atención a la objetividad de un acontecimiento, para que del informalismo que otros le achacan, pasase Saura a ser ejemplo, buen ejemplo, de expresionistas.

Saura es, ante todo, un expresionista, en una muy peculiar acepción del término o del contenido en que suele cifrarse el desarrollo de dicha corriente. Tampoco ahora le cumple el subjetivismo desatado, tan afín a todos los expresionistas de escuela, para quienes el pincel es la prolongación de la mano o la extraversión desbocada del latido personal y, al propio tiempo, el vehículo de una conciencia. Saura participa del fenómeno expresionista en una versión esencialmente antitética: aquella que centra el designio concurrente de la expresión en la libertad de los materiales y, ahincándose en la primacía absoluta del proceso temporal, trueca, desde la intención hasta el resultado, la representación de un objeto por la urdimbre de un acontecimiento.

Desde esta angulación y por encima de otros precedentes, la pintura de Saura merece verse vinculada a las innovaciones de Jackson Pollock, especialmente a sus últimas experiencias, en las que los postulados de la actionpainting daban paso a una más abierta y profunda concepción estética. Tanto desde la elección de los materiales (pinturas industriales, impastos de arena, polvo de vidrio...) como del utensilio (palos, espátulas, cuchillas...) y también del procedimiento (basado fundamentalmente en el dripping o chorreado) lo que Pollock y sus huestes predicaban y se exigían era una presencia más activa y menos despótica en el acaecer íntegro de la obra (más un estar en el cuadro que regirlo. antes regular un acontecimiento que manipular un objeto).

No se trata, como alguien ha señalado erróneamente, de la llana admisión del azar; hay, ante todo, un propósito de liberación en cuanto a los materiales y a la génesis misma de la obra (a merced, en la pintura tradicional, del toque del pincel, prolongación de la mano y vehículo de una conciencia o de un acto preconcebido de parte del artífice) para que aquéllos se revelen a través de sus propios impulsos y se nos muestre ésta en su verdadera entidad. ¿Puede hablarse de expresionismo, llevada a este punto la cuestión? Aparte de que los maestros de la generación heroica hicieran suyo tal nombre, es de advertir que si el artista, en esta situación, no interviene en el control de cada detalle, sí participa, aunque de modo distinto y acaso más hondo.

El artista comienza por rehuir aquella modalidad operativa que pudiéramos llamar manipulación (trueque, a la postre, de la realidad por las categorías subjetivas) para aceptar una participación integral en el cuerpo y desarrollo de lo creado. Nos hallamos, pues, ante un expresionismo de otro signo, cuyas miras apuntan a la liberación de la génesis y de los materiales, proporcionando una vida más suya a los elementos de que se vale el artista (y a las internas transformaciones de la obra) y una más esmerada atención al suceso que, paso a paso, se va revelando ante sus ojos. «El lienzo -escribe Geldzahler- se convirtió más en una arena en que actuar que en un espacio en el cual reproducir, diseñar, analizar o manifestar un objeto real o imaginario.»

El pincel era, en la pintura tradicional, el vehículo de una conciencia y la obra de arte el objeto de una manipulación desde la conciencia. Los primeros en reaccionar contra ello fueron los surrealistas en general y particularmente Ernst y Masson, a través de sus procesos de automatismo (Dorfles atribuye, incluso, a Max Ernst, en uno de sus viajes a Norteamérica, la invención del dripping). Más adelante, los surrealistas europeos, abrumados por un exceso de teoría y por el peso, también, de la tradición, distarían mucho dé poner en contacto la ejecución artística y los niveles no conscientes y acabaron por traducir un presunto confín onírico en formas académicas, alteradas únicamente en ciertas desituaciones espaciales e intencionados anacronismos.

Nunca ocultó Pollock su adhesión a las tentativas del surrealismo. Romper con la esclavitud de la conciencia era para él liberar las ligaduras corporales y hacer que esta liberación tuviera su correspondencia en el lienzo. Digo correspondencia y no copia por dar a entender que la compleja organización de esta clase de obras -las de Saura entre ellas- no obedece al rapto inconsciente ni reproduce todas sus características. Se dará únicamente una selección de correspondencia o se producirá el ajuste entre ciertas apariencias informales y ciertos contenidos pictóricos que, lejos de responder ciegamente a un proyecto finalista, revisten sólo la forma de un control selectivo, nada atentatorio ni contra la libertad de los materiales ni del proceso.

Saura irrumpe en el campo de la manifestación a través, justamente, del surrealismo y de él irá a dar, por natural consecuencia o exigencia, a la efusión expresionista o a aquella especie que aquí se comenta y tan bien le cuadra. Y ocurre que su incipiente experiencia surrealista (ajena al academicismo en que incurrieron muchos de los maestros más citados) se ve específicamente ligada a la de André Masson y Max Ernst, de ascendencia filosófica y poética, respectivamente, e imbuidas ambas por una honda razón vital y un propósito liberador. Saura nada tuvo que ver con los otros surrealistas europeos, digamos, de escuela como tampoco guarda una relación cierta con los expresionistas europeos y mucho menos con aquéllos a los que Tapié llamó informalistas.

A diferencia de ellos, Saura no pretende dar rienda suelta a cierta gestualidad inconsciente que había de llevarlo sin remedio al expresionismo tradicional y a su pretenciosa proyección subjetivista, es decir, a la que siguieron en Europa los herederos de la action-painting (tachistas, gestualistas y defensores de la mancha psicográfica). Su problema (como el de Pollock) es más complejo, al afrontar, antes que la proyección de la personalidad, la ocupación orgánica de un espacio que se traduce en duración o en la trama gradual de un acontecimiento, cuya génesis, ni a merced de despótica manipulación desde la conciencia ni de un cándido gestualismo inconsciente, prospera a favor de sus propias e internas transformaciones, selectivamente controladas.

La pintura de Saura nos sitúa ante un quehacer expresionista extremadamente sutil, que desmiente la asociación convencional entre expresionismo y proyección subjetivista. Porque aquí la proyección del artista queda limitada por la organización autónoma de los materiales y por la pregnancia de la forma mejor que de su íntima estructura se desprende. En la misma medida en que la génesis de la obra no depende de una representación directriz (o en que el trabajo directo es para Saura una necesidad objetivada), en igual medida su hacerse y manifestarse recaen sobre un proceso integral en que gesto e imagen, materia y forma no son susceptibles de separación, habiendo llegado, por el contrario, a una feliz coincidencia en el espacio y en el tiempo.

INTERRELACION ESPACIO-TEMPORAL

Es, precisamente, de esta interrelación espacio-tiempo (decisiva en toda interpretación estética que se precie de algún rigor) de donde se nos sugieren ciertas críticas o ciertas salvedades en torno a la noción convencional y mucho más a la tradicional clasificación de las llamadas artes plásticas. Si la obra pictórica, en nuestro caso, antes que ser o representar un objeto, parece encarnar o traducir la génesis de un acontecimiento, ¿reclamará su delimitación exclusiva o su específica demarcación en atención tan sólo al espacio y querrá verse estrictamente delimitada, como de hecho ocurre, en el concierto de las artes espaciales? ¿Residirá acaso la raíz del problema en una traslación de la cualidad a la cantidad con inicuo favor para ésta?

La respuesta de Bergson sería rotundamente afirmativa, fundada en la tendencia natural a convertir en cantidad lo puramente cualitativo o a fijar en el espacio lo que parece más propio del tiempo (entre otros, el suceso mismo de la vida que es esencial duración). El arte contemporáneo, nada ajeno al pensamiento de Bergson, ha venido inclinando la balanza del lado de dicha duración. Si el cubismo fijó un cierto equilibrio, al disociar en el tiempo y recomponer en el espacio el mundo de las apariencias, las corrientes expresionistas, dadas a la urdimbre integral de un acontecimiento, se volcaron a favor de la temporalidad que otras tendencias posteriores (Estética del desperdicio, Arte de lo efímero...) han convertido en primacía absoluta.

Estas últimas corrientes cuestionaron frontalmente la inclusión de la pintura entre las artes espaciales. Harold Rosemberg, concretamente, opone a Gilson, acérrimo defensor de la naturaleza espacial de las artes plásticas, una observación incuestionable: que el evidente carácter espacial de éstas de poco nos sirve a la hora de distinguirlas de otros objetos. Y siendo ello así, ¿en qué medida nos es lícito afirmar que el espacio entraña la dimensión más cualificada en que ha de situarse la obra pictórica? La espacialidad, aun siendo un dato obvio e irrecusable de esta clase de obras, sólo vale de hecho para iluminarnos en lo que ellas tienen de objetos, en tanto que la dimensión temporal tal vez pudiera acercarnos a su virtualidad específica.

Atribuyo con redoblada insistencia el cariz de acontecimiento a la obra de Saura tanto por ceñirla a la peculiar acepción de expresionismo que aquí se comenta (y que tan connatural parece con el sentido de sus creaciones) como por afrontar una cuestión más general en la recta clasificación de las llamadas artes espaciales. El espacio, en última instancia, delimita la obra de arte sólo como cosa entre las cosas, en tanto que en su dimensión temporal quizá nos venga dada su cualidad más propia. La obra de arte -he escrito recientemente- no es el objeto que está ahí, sino el acontecimiento que se teje entre la particular energía que ese objeto posee y las reacciones que desata en el contemplador (correlato de las que su génesis desató en el hacedor).

Los cuadros de Saura son acontecimientos tanto por la naturaleza de su contenido como por la condición de su génesis y la equivalencia de su tránsito a los ojos de quien a ellos se asoma. Sin la tensión, pues, de aquel acontecer durativo que se teje entre la energía de la obra y las reacciones que ella desata, la creación artística se vería exenta de toda eventualidad. El problema, así las cosas, se extiende a la obra de arte en general (que en la consideración tradicional se vio elevada al rango de objeto sagrado, en posesión -diría Walter Benjamín- de un efluvio, de un aura supuestamente inmarchitable), aunque sea justo resaltar que fueron las corrientes expresionistas aquí comentadas las que lo han planteado empíricamente y en todo su alcance.

Y vayamos a los significados. ¿Qué representa aquella complexión total de las obras de Saura, plenamente verificable o con sólo cotejar que las propiedades de la forma excedían la suma de sus elementos constituyentes? Si las líneas iniciales de este ensayo atendieron primordialmente al aspecto formal de la cuestión, quisieran estas últimas aludir directamente a la naturaleza específica de sus posibles significados. ¿Qué pretenden revelarnos estos cuadros de multitudes en su clara composición no aditiva, en su acusado carácter de totalidad, en la pregnancia de la forma mejor que de ellos se desprende, en su constitución orgánica, en su entidad genética, casi biológica, alentada por una amalgama creciente e indivisa, por una compacta continuidad?

Una compacta continuidad, tal es el término clave a la hora de adentrarnos en el significado de estos cuadros de multitudes. Las formas parciales no aparecen en ellos claramente individualizadas; se nos ofrecen, por el contrario, como fundidas en el tejido del total. Resulta mínimo el indicio de individuación y raras las interrupciones o intermitencias; es decir, no existen individualidades propiamente dichas. Dijérase que todo el acontecer se ve inexorablemente gobernado por un feroz instinto hacia lo pleno, hacia lo continuo, cuya necesidad se expresa en aglomeración, en hacinamiento, y aboca a una cierta transgresión en las fronteras de lo individual, a una disolución y mengua de aquella discontinuidad que, como tal, supone el individuo.

«Se trata de unificar -vuelve a mi memoria la voz de Saura- múltiples aproximaciones de rostros sin cuerpo..:, de coordinar dinámicamente conjuntos de antiformas en asociaciones orgánicas..., de generar una sensación de continuidad.» Lo individual parece de esta suerte quedar reducido a lo fugaz de un rostro inconcluso, de una mirada distorsionada, convertida en antiforma, cuyo cuerpo se debe, por otro lado, a la aglomeración del conjunto, a la efusión de una génesis colectiva. En la súbita expresión de estos rostros, en trance de disolución, brilla, como un relámpago, el pulso de una conciencia cuyo ser genuino se siente implacablemente reclamado, sin intermitencias, por el auge, por la sola exigencia, por la materia misma de la colectividad.

¿Es acaso posible una continuidad, una totalidad que, sin dejar de serlo, admita de algún modo la individualidad? Probaré a resumir en la solución de esta pregunta el significado más patente, a juicio mío, y más certero de las multitudes de Saura. Aquel carácter unitario, compacto, indiviso, que desde una angulación puramente formal asigné antes a la complexión de estas multitudes de Saura, quiere ahora revertir hacia la posible significación de su contenido. Y ocurre que la única forma, tal vez, de salvar la continuidad, sin detrimento grave de la individualidad, es la que Saura nos ofrece: crear aglomeraciones, comunidades, entre cuyos miembros no medie otra relación que la conciencia de un sentido colectivo y la pertenencia a un designio común.

BELLAS ARTES - 01/12/1974

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