La experiencia de Goenaga
Cuatro años hace que no veía un solo cuadro de Goenaga, y puedo asegurar que, sin previo aviso, me hubiera resultado difícil asignarle la paternidad de los que acabo de ver. ¿Es posible que un artista experimente, en tan breve tiempo, cambios tan ostensibles? La exposición misma que ahora cuelga en Madrid ahorra palabras. Consta de obras fechadas, sin solución de continuidad, en los años 1974, 75 y 76, significando cada uno de ellos otras tantas épocas perfectamente definibles.
Alguien, a la vista de sus pinturas más recientes, ha hablado de inmadurez. Sea inmaduro Goenaga si damos por ello investido de un alto grado de perfección, es decir, de conclusión, de acabamiento... o de repliegue en lo conocido o reconocible, recordado o recordable.
Dijérase que Goenaga se nutre única y exclusivamente de su propia experiencia, mostrando en ello su facultad conocedora y creadora. ¿Qué es experiencia sino tajante renuncia a lo sabido y dominado, y audaz acercamiento a lo que se ignora y se desea conocer y probar? 1974, la «edad de los hielos»: los vientres de la tierra, a punto de abrirse para revelarnos una señal. 1975, la «edad de las hierbas»: la floración telúrica, siempre igual a si mí siempre cambiante. 1976, la «edad de las raíces»: el enigma de abajo, cotidiano e indescifrable.
Hago mía la particular nomenclatura de Goenaga, para significar, sin ambages, cómo toda su pintura está guiada por el amor a la tierra, por el reclamo -dicho con palabras del de Asís- de nuestra madre la hermana tierra. Pintura terráquea, llena de inminencias y lejanías, luz y tinieblas, deslumbrante de color y, plena de inminencias y lejanías, luz y tiniebla, deslumbrante de color y plena de oscuridades. Pintura que, en su identidad, señala (como el día y la noche) el curso de su propia diferencia, a expensas tan sólo de la experiencia de su hacedor.
EL PAIS - 21/10/1976
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