La Feria Internacional de Arte Contemporáneo (ARCO) cerró sus puertas, hace menos de una semana, en el mismo olor de multitud con que aún no hace dos, las abriera. Ir a ARCO entraña ya todo un signo de liturgia popular: tomar el Metro en la plaza de España, salir a la luz en la estación del Lago, subir la costanilla que conduce al Palacio de Cristal, en la madrileña Casa de Campo, y parar en la tramoya que divide y subdivide el espacio festivo y ferial. Feria y fiesta comulgan, cual manda el rito, en el tornasol de su propio tinglado; que en tanto unos mercan, miran y admiran los otros. En verdad que el recinto ferial adquiere aires de ciudad engalanada con motivo de fiesta mayor. Calles y avenidas de dentro, con los policromos tenderetes a diestra y siniestra, se despliegan y definen en perpetuo derroche conmemorativo de la propia conmemoración; que todo es allí continuidad y colgadura. A vista de pájaro, la planta escalonada del Palacio de Cristal vendría a ser algo así como el trasunto de Manhattan en pleno alarde luminotécnico; una suerte de Manhattan en miniatura; una versión de la macrópolis ortogonal convertida, escaparate por escaparate, en calidoscopio de si misma.
¿Un calidoscopio? Concluida la feria, cada quien habla de ella como en ella le fue, cumpliendo a la crítica en funciones detallar el balance atañente a puros valores creativos. Para mi, llegado a este punto, lo mejor de ARCO-86 ha sido, en efecto, un calidoscopio: el bien montado por María Jesús Muñoz (recién salida de la Escuela Superior de Madrid con la matricula de honor bajo el brazo) en el pabellón que al Colegio de Arquitectos de la capital de España se le adjudicó, sin ánimo de lucro, en la feria, y ha terminado por recabar la curiosidad (la atención y la lección) de grandes y chicos.
Cuando la enseñanza se convierte en juego, doble resulta el provecho didáctico. Y juego, juego del bien mirar, es el que María Jesús Muñoz ha ofrecido al común merced a un ejercicio que en principio se diría minoritario. Partiendo de aquel enigmático poliedro que Durero dejó a la consideración de todos, y nadie (Panofsky incluido) ha logrado descifrar en todos sus alcances, nuestra joven maestra dio en ordenar el espacio con paredes especulares que lo reflejan y multiplican en el ritmo de los colores primarios (rojo, azul y amarillo) y los tonos (blanco, negro y gris) de adecuado contraste.
Y de aquí se va al calidoscopio (al etimológico «mirador de la belleza») en el que los cristales de antaño dan paso a un juego de pantallas televisuales. Vuelve a reflejarse en él el espacio a la redonda, cediendo la «rutina del video» al asombro del mirar. ¡Si lo hubiera visto Durero! De él ha recibido María Jesús Muñoz la lección. De él y de Juan Daniel Fullaondo, arquitecto, profesor, creador y humanista, que si a diario explica a sus afortunados alumnos (¡ahí queda el ejemplo!) el norte de la conducta espacial, ha extendido ahora la invitación al paseante, con lo mejor, sin duda, de la feria.
DIARIO 16 - 21/04/1986
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