Objeto de análisis y discusión, el programa de Szeemann y sus huestes pretendía, de una parte, abordar el problema de la realidad de la imagen y la virtualidad de los mundos paralelos, extendiendo la concepción del arte a todo lo concerniente al universo visual. Bajo el título Realidad de lo representado, abría, de otro lado, el amplio abanico de la captación en general, e incluía en su tercer enunciado (Identidad no identidad de la imagen y de la realidad representada) las nuevas experiencias y medios expresivos, con un apéndice destinado a los seguidores del arte conceptual. También en la presente edición se da una división trimembre, pero de condición eminente mente práctica, por no decir administrativa, equivalente, de hecho, a la distribución material de las obras en los tres edificios (el Museum Fridericianum, la Orangerie y la Neue Galerie) en que la muestra tiene lugar. No creo que guarden relación con estrictas cuestiones del pensamiento los tres puntos que definen la identidad de esta Documenta, según explícita afirmación de su director artístico, Manfred Schneckenburger: la inclusión de los medios audiovisuales, la exposición monográfica de dibujo y la instalación de esculturas en el exterior.
Si estos tres puntos son los que en verdad definen la identidad de la VI Documenta, no valía la pena haberla dado a la luz. Pocos son los satisfechos con un programa tan alicorto en enunciados como profuso en obras, y muchos, los disconformes con la mediocridad de los planteamientos, en el caso de que los haya. Al tiempo de redactar esta crónica, me llega la noticia de que un amplio grupo de artistas y teóricos del arte están preparando un catálogo de contestación al oficialmente editado (en tres gruesos volúmenes y a precio prohibitivo) por los responsables de la Documenta. Era algo de esperar, y algo es de aplaudir.
Dado que, en evitación de quebraderos de cabeza, los organizadores se han limitado a distribuir las obras seleccionadas en los tres apartados antes aludidos, me limitaré yo, por ahora, a explicar al lector amigo la forma de su distribución. En el Museum Fridericianum se exhibe pintura (con claro favor hacia las nuevas corrientes abstraccionistas), escultura (preferentemente minimal), creación de ambientes, arte corporal, propuestas ecológicas, reconstrucciones arqueológicas, fotografía, proyecciones cinematográficas, video... El único español que figura en esta sección es el catalán Muntadas. En el palacio de la Orangerie se cuelga la exposición monográfica de dibujo, una de las más completas, sin duda alguna, que jamás se haya llegado a congregar, y con tal variedad de estilos. Cerca de mil (¡1.000!) obras, pertenecientes a más de doscientos artistas constituyen esta soberbia recensión de los dibujantes más significados a lo largo de los últimos diez años. La representación española alcanza en este punto un puesto notable. Once son los artistas que nos honran en las amplias salas de la Orangerie, en cuya nómina los Picasso, Miró, Chillida, López García ... cuentan con la compañía de otros más jóvenes, como Quintero o Zush.
Sin salir de la Orangerie, y en su planta baja, aún le está reservada al visitante una nueva sorpresa: una colección de modelos dé automóviles que van siendo objeto de una insensible metamorfosis, desde lo estrictamente utilitario hasta lo puramente imaginativo, sin excluir lo macabro. Insensiblemente, digo, el automóvil convencional se va convirtiendo, modelo por modelo, en enigmático artefacto, a merced de lo imposible, de lo absurdo, para concluir adoptando la forma y la materialidad (¿símbolo de nuestro tiempo?) de una pila de disección de cadáveres, colocada sobre cuatro ruedas. No hay aquí representación española.
También pertenece al mundo de la metamorfosis la muestra que tiene lugar en la Neue Galerie, hasta el extremo de verse presidida por este título literal: la metamorfosis del libro. Objeto de ella es el libro interpretado, justamente, como objeto, no como máquina de leer, que diría Scarpit, sino como cosa que ver o trasto que manipular. El libro como objeto que se abre y se cierra (al margen de su lectura) de los modos o por los procedimientos más inverosímiles. Libros, diría, para extranjeros, en sentido absoluto, ante cuyas páginas no vale otro diccionario que el de la imaginación. Representa a España en este apartado el catalán Zuhs.
El resto acontece al aire libre. El resto, que es, a las claras, lo más y mejor de cuanto en esta VI Documenta ve la luz, tiene por escenario la naturaleza, de la que quiere ser contraste y parangón. Para celebrar una Documenta como la de Kassel se requiere una ciudad como Kassel, cuya área metropolitana tiene tantas zonas verdes, o más, que edificaciones. Jardines y parques sine fine, concebidos y trazados para pasear por una pradera perpetuamente verde, para tenderse en el césped, para erigir sobre él o dejar caer en él esculturas contundentes o atinadas orientaciones espaciales, en hierro, en madera, en hormigón.... en cuantas formas nos legaron los viejos oficios y las nuevas técnicas han venido a acrecentar.
Desde la plaza del Rey Federico (en la que, según quedó dicho en la crónica anterior, se asienta la acerada escultura de Richard Serra y esparce su estruendo el complejo artilugio de Walter De María) hasta la gran explanada de la Orangerie (verde y más verde hacia el horizonte), el incitante trayecto, de unos tres kilómetros en línea recta, se ve intermitente mente acompañado de escultura y propuestas espaciales de Kriwel, Brisley, Flavin, Anatol Rucker, Reinekling, Takarnatsu, Pacileo, Isenrath, Fleichsner, Reusch, Aycoock, Grosvenor Nierholf, Nonas, Morris, Singer, Normand... y, de un modo especial, por la pulcra construcción arquitectónica de Karavan y por la dramática destrucción provocada por Trakas en el cruce (¡en la cruz!) de dos puentes que abocan al abismo. Es muy de lamentar que a lo largo de este trayecto brille por su ausencia la representación española. Tal, el resumen (resumen de un resumen) de lo mucho que hay que admirar en esta VI Documenta de Kassel que, en cuanto que exposición internacional, resulta cuantitativamente incomparable y sobrada, no pocas veces, de calidad. La única y grave objeción radica en la mediocridad o nulidad de los planteamientos, en las escasas o apretadas ocasiones que se le dan al visitante de participar en las acciones periódicamente provocadas en algunas de las salas, y en las ridículas proporciones del aula de conferencias y coloquios, capaz apenas de albergar a cincuenta personas. Oye y ve quien llega primero, y el que se va a Sevilla pierde su silla.
No deja de ser contradictorio que una muestra de las características de la de Kassel, a la que han acudido más de seiscientos artistas y en la que se exhiben alrededor de 5.000 obras... se vea un tanto, o un mucho, en precario por lo que a programación teórica concierne y debe traducirse en una participación algo más concurrente que la prevista por los nuevos organizadores. Paradójico igualmente parece que la atinada gestión llevada a cabo, en 1972, por los Szeemann, Ammann, Brock... haya sido suplantada por la omnipotencia de las galerías internacionales. Quede para una ocasión próxima el juicio crítico de lo visto en Kassel, y la posibilidad, tal vez, de contar con ese oportuno catálogo que por su cuenta y riesgo está preparando la razonable contestación. Y vayamos con algunas de las otras preguntas antes formuladas. La moderna arquitectura y las formas renovadas del diseño se han desarrollado históricamente a tenor de unos cuantos principios generales; la racionalidad de las formas, tanto arquitectónicas como industriales, a manera de decisiones lógicas; la búsqueda, en tecnología, de unos procesos que posibiliten la fabricación en serie, y la concepción del edificio y del objeto de uso como explícitos condicionantes del desarrollo y mecanismos intercesores, al propio tiempo, en la educación democrática de la sociedad.
Diseño industrial y edificio arquitectónico se consideraron solidarios de un espacio integral, concebidos y consumados a la luz de un principio ético-didáctico que pretendía enseñar el buen uso de las nuevas propuestas espaciales, y en todas sus funciones. A tales razones respondían los nuevos códigos y los objetos mismos que de ellos nacieron y hoy puede usted contemplar: el racionalismo formal con que Le Corbusier o Mies construyen una butaca, el racionalismo metodológico del De Stijl o del Bauhaus (la silla de Reetveld o la de Breuer), el racionalismo empírico de Aalto (comprobable en las planchas curvadas de sus muebles), el orgánico de Wrigth, o constructivista de los rusos...
En torno a un tajante principio ético-racional deben integrarse ( a juicio de estos colosos de la arquitectura y del diseño, del urbanismo y del arte) las pequeñas y las grandes necesidades de la vida, y los medios y objetos de su exigencia. Todo, absolutamente todo (la ciudad, la casa, la mesa, la lámpara, el armario ... ), debe quedar gobernado por un solo método de proyecto, no siéndo de extrañar que algunos de los muebles de nuestro caso se vean diseñados como edificios (repare el contemplador, a título de ejemplo, en los de Rennie Mackintosh).
Al igual que la planificación urbana y el edificio arquitectónico, nació el diseño del mobiliario moderno con móviles y valores harto dispares de los que la ulterior comercialización vino a conferirles. Entrañaba, ante todo, una respuesta racional y moral, de cara al medio más obvio e inmediato de la convivencia. Frente a la violencia sufrida a lo largo de la primera guerra mundial, pretendieron estos genuinos paladines del movimiento moderno que la razón y la moral hicieran más habitables, mejor avenidos y ordenados los espacios del uso y el tránsito de cada día.
EL PAIS - 30/06/1977
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