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Mínimo y dulce Juan Gris

FRENTE al impulso dionisiaco de Picasso..., Juan Gris aporta una nobleza apolínea. Este texto fragmentario (que en sus puntos suspensivos, y junto a otras razones, destaca «la alta tensión del lirismo español») se debe a la pluma de Jean Leymarie, comisario general y conservador-jefe de los museos franceses, y ha sido tomado del Catálogo General de la Exposición Antológica de Juan Gris (fastuoso y sincero homenaje del país vecino al sencillo, callado, bonancible y gran artista español), organizada por la Asociación de Museos Nacionales de rancia, con el concurso, de los servicios técnicos del Louvre y al cuidado de otros comisarios de exposiciones y conservadores de museos, como Richet, Jgdrhi, Ádhémar..., y clausurada, tras cuatro holgados meses de exhibición a los ojos del público parisiense Y a la admiración universal, a principios de julio, en la «Orangerie des Tulleries».

No le sea abundosa al lector la suma de estos datos, cuando lo que aquí se quiere es justamente subrayar la esmerada atención de Francia (de sus organismos oficiales, sus representantes más genuinos y otros sectores simplemente afincados en el suceso de la cultura) a la obra ejemplar de un pintor español, frente a la indiferencia de su patria o de quienes en ella debieran más solícitamente velar por aquellos valores que con mejor derecho y mayor alcance la honran y dan nombre. Grata es en labios de otros la alabanza de lo nuestro, y triste nuestro propio desdén hacia lo más loable de nosotros. Si Francia no ha escatimado reconocimiento y elogio al arte de Juan Gris, no parece España haberse siquiera hecho eco del encomio exterior. Dijérase que cuanto aquélla fue agradecida y memoriosa, ha sido ésta olvidadiza y desatenta hacia la obra de uno de sus más singulares artistas.

Bien merece titulo Ce antológica esta exposición, dadas, por un lado, las ciento sesenta y cinco obras que la integran, más siete libros ilustrados por el artista, y habida cuenta, por otro, de que lo prematuro de su muerte y la paciencia y morosidad de su que-; hacer no le dieron ocasión para otras muchas más. A envidia más que a contento nos mueve en este caso el elogio ajeno, y nos induce a protesta o a lamentación el que este bien nutrido florilegio se haya congregado allende la frontera. Si «no hay nación que escape de algún original defecto», incurre la nuestra de lleno en él (y el pecado ahora no es de origen) por el solo olvido de uno de sus más claros varones; que no hay riesgo en afirmar que la obra de Juan Gris es, absoluta o al menos directamente desconocida en su patria, tanto como el José Victoriano González (1887-1927) que se oculta tras la humildad de su afable apodo.

Frente al impulso dionisiaco de Picasso, Juan Gris aporta una nobleza apolínea. Quisiéramos cifrar en la cita de Leymarie, llevado a un punto de mayor profundidad el apunte escueto de su oportuna sugerencia, la sustancia del comentario, tomando el concepto de lo dionisiaco y lo apolíneo en su más recta acepción, tal como ambas voces fueron emitidas por Nietzsche y tal cual en nuestros días han sido magistralmente explicadas por Deleuze. Diríamos a tenor de una y otra referencia, que lo dionisiaco y lo apolíneo, lejos de sustentar el consabido antagonismo entre lo informe y lo conformado, encarnan respectiva-. mente el proceso primario y el proceso secundario del acto creador. Lo dionisiaco es lo primario, lo básico y genuino (la unidad soterraña de la vida) en tanto que en lo apolíneo se nos da lo secundario o complementario o consecuente (el principio de individuación de la obra).

Del sagaz comentario de Deleuze se desprende el equivoco de la tradicional contradicción entre Dionysos y Apolo. En modo alguno aquél se enfrenta a éste. A lo que realmente se opone Dionysos es a las tres formas históricas de negación vital: la socrática aceptación de la muerte, la renuncia cristiana a la vida y el valor negativo del proceder dialéctico (el «sí» tajante de Nietzsche arremete sin miramientos contra el «no» socrático o cristiano o dialéctico). No. poco distan Dionysos y Apolo de asimilarse a los términos de una contradicción. «Dionysos -diremos con Deleuze- es como el fondo sobre el que Apolo borda la hermosa apariencia; pero bajo Apolo es Dionysos el que ruge». Sea, en fin, el propio Nietzsche quien reduzca a la verdad habituales y erróneas exégesis: «La tragedia es el coro dionisiaco que se distiende proyectando fuera de sí un mundo de imágenes apolíneas...»

Cierto que jamás y de una vez para todas podrá ser apresada y exprimida la raíz dionisíaca del vivir (como tampoco puede apresarse a perpetuidad la fuerza originaria del impulso vital), pero sí sucesivamente merodeada, asediada, localizada y descubierta a lo largo de una incesante aventura, de una arriesgada exploración apolínea, de espaldas a lo conocido y reconocido, creado y recreado. Lo contrario (el partir de formalizaciones ya sabidas y urdir la pulcritud de un concierto sucesivo a la luz de su visión anticipada) es suplantación aunque lo llamen formalismo. Lo que dicen formalismo es notoria subversión axiológica. Porque- el arte no descansa en una escueta razón de formas; es, muy al contrario, denodada indagación en torno a la raíz dionisíaca de la vida e instauración apolínea y vital de lo que antes no era, haciéndose veraz, sólo en este sentido, el concepto de creación.

Precisamente por no ser penetrable de una vez para todas el subsuelo dionisiaco de la vida, admite y reclama un retorno sucesivo y siempre nuevo a la fuente de su pregnancia. Cada formalización apolínea, aún afincada en lo hondo de lo dionisiaco o nacida de su incesante fluir, . es un nombre irrepetible, una señal alertadora sin posible reedición; porque la obra, apenas fue nombre y señal de lo desconocido, adquiere una forma singular y en sus límites pasa a ser objeto conocido, señalado y nombrado. Aquí reside toda su, capacidad indicativa y en ello alcanza su «perfección», es decir, su acabamiento. La obra de arte, en cuanto que -verazmente creadora, cumple todo su cometido en este genuino e irrepetible pero limitado indicar el dónde de su origen, en este apolíneo apuntar una y otra vez a la raíz dionisíaca de la vida que sobrepasa toda mención singular y excede todo límite.

La prevalencia en Picasso del impulso dionisiaco y la evidente nobleza apolínea del arte de Juan Gris no deben entenderse, tras lo dicho, como extremos de una contradicción. Dándose en ambos (por algo ambos son auténticos creadores) el proceso primario y el proceso' secundario de la creación, véase más descollante en Picasso el primero y más ajustado el otro a la tenacidad sin freno, a la santa paciencia de Juan Gris. ¿Quién negará en el quehacer del rebelde malagueño una suerte de indiferencia a la llana o tal vez de alegre incapacidad (no sabemos si intencionada o invencible) para consumar en toda su posibilidad perfectiva la mayor parte de sus obras? ¿Quién, por el contrarío, no sorprende en las ejemplares creaciones de Juan Gris el cúmulo de esas mismas posibilidades perfectivas llevadas siempre al grado último y más sutil de su propio concebirse, hacerse y acabarse?

El que en Picasso prepondere, más allá de cualquier otra virtud, el impulso dionisiaco no quiere, pues, decir que las creaciones dé Juan Gris dejen de conllevar, subyacente y aún más concentrado, el «rugido de Dionysos». Buena prueba de ello es que la exposición que comentamos (y el cómputo entero de su obra) entraña más que un catálogo de tendencias o corrientes estilísticas, un compendio ininterrumpido de experiencias personales. Y siendo la experiencia, ante todo, negación palmaria del dominio o audaz afrontar, cada amanecer, la incertidumbre y la expectativa de lo ignorado, sólo los que en ella ahínquen el norte de sus creaciones, podrán verlas estrictamente traducidas en novedad, en otredad, en peculiaridad, en nombre apolíneo y perpetuamente renovado de la inconmensurable exigencia dionisíaca.

Si hace un instante aludí a la «santa paciencia» de Juan Gris en lo obstinado de su ir y volver, por vía siempre de experiencia, del reclamo vital dé Dionysos a la presa de una imagen apolínea más y más aquilatada, ahora la ocurrencia me induce, reiterando el acento franciscano, a bautizar su ascético ejercicio como «hermana torpeza». Sí, hay torpeza y harto patente en el quehacer de Juan Gris, pero de signo también harto positivo, en la acepción relativa con que aquí se acoge su noción. Vale decir que tanto más torpe se hace el creador cuanto más difícil, complejo y profundo es el problema que se propone y más precisa y distinta y clara la solución que pretende y con la que a la postre viene a dar. Torpe y preciso Juan Gris, torpe, clarividente y profundo, paciente y moroso, tenazmente sumiso al dictado de su experiencia interior y a la humildad misma de su peregrina conducta.

No gana la humildad por oscura, ni tampoco pierde por concentrada y operante. Quiero decir que, no siendo este escrito un tratado de moral, viene sólo a enaltecer la obstinada y simplicísima actitud de aquellos artistas que empeñan todo su empleo en la atenta escucha de lo que Mondrian (otro de su estirpe) llamaba «la verdad interior» y ajustan su quehacer si reclamo de su íntima experiencia, de quienes persiguen sin desmayo (y en «soledad sonora») el vislumbre de la vida y aciertan a plasmarlo con acento más y más equilatado y esclarecido. Y en verdad que nuestro hombre encarna el paradigma de semejantes maestros. Fue su arte de lo más innovador, revolucionario y original de su tiempo, y corrió parejas su vida con la del más anónimo de los transeúntes, hasta el extremo de que en mi «Picasso» me atrevía, remedando el verso de Darío, a llamarlo «el mínimo y dulce Juan Gris».

CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO - 01/09/1974

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