ZÓBEL
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Si a manos del rey Midas todo se transformaba en oro, cabe decir que todo queda convertido en adorno a manos del pintor Zóbel. Sabido es que los dioses otorgaron a aquél el deslumbrante privilegio de ver áureamente transustanciado cuanto accediese a su sentido. Y comoquiera que en gracia tal se incluyeran también los alimentos, vino a acontecer que el legendario monarca de Frigia concluyó sus días por vía de muy singular paradoja: rebosante de riquezas y fulgores, a la par que acabado por el hambre. No diré que nuestro pintor haya de verse abocado a óbito tan lujoso y abstinente, aunque me sienta tentado a sugerir que, de tanto adornar el marco de su propio acontecer vital y social, pueda el contenido quedar privado de sustancia, que en el decir popular y en la expresión de alguno de nuestros clásicos (Rivadeneyra entre ellos) es voz sinónima de alimento.Las pinturas de Zóbel delatan un bien hacer, cifra e indicio de un bien estar (de un bienestar). Todo reposa en su justa medida, todo está donde debe estar, de acuerdo con el paradigma del buen tono. Liberadas, por no decir totalmente exentas, de materialidad, las pinturas de Zóbel nacen, vibran por un instante y se esfuman como adorno de su propio adorno. Si los griegos entendieron el mundo como adorno absoluto (cosmos) y de él, o de su circunstancia, dedujeron el arte del adornar (la cosmética), dijérase que Zóbel se ha propuesto reducir a estricta sinonimia el alcance de ambas voces, obedientes a una misma raíz etimológica: la identificación definitiva de lo cósmico con lo cosmético, y viceversa. El quehacer y el comportarse de Zóbel parecen acatar, puesta al día, la vieja norma pitagórica: el principio material (aquello de que las cosas están hechas) cede toda su sustancia al principio formal (aquello que confiere a las cosas singular disposición). EL PAIS - 16/11/1978 |