Con pompa y reconocimiento ofilcial vuelve a París quien de Paris saliera por pies, incomprendido o tildado de deserción e ignominia Vivo y por pies, huyó de Francia Marcel Duchamp, anticipándose, profeta y desertor, al estallido de una guerra en la que nada le iba. En 1913 se traslada a Nueva York, y pasea su impenitente ocio festivo por sus grandes avenidas, hasta dejar en ellas el germen del arte nuevo y convertir en acto creativo, según confesión propia, el acto de supropio respirar.
* Un dadaísta en Nueva York
Tras su muerte, y unos cuantos años más de irritante olvido, su obra es buscada y requerida aqui y allá (más esto que lo otro, y rara vez en Francia), cuidadosamente ordenada y bien dispuesta, Para con ella inaugurar solemnemente el flamante Centro Georges Pompidou. Y de esta suerte, Marcel Dachamp, el desertor, el apátrida, el esencialrnente desarraigado, retorna ahora, varón ilustre y en olor de multitud, a su tierra de origen en la quejamás fue comprendido,
La exigua atención de Francia
Cuécense habas en todas las partes y de todas las partes emigran talentos y vuelan obras magistrales: ¡nada menos, por lo que a Francia concierne, que las de Cézanne, Matisse y Duchamp! En verdad que estos tres nombres darían pie y argumento a todo un, comentario acerca de la exigua atención que Francia se dignó prestar a sus tres artistas más universales, ejemplarmente contrastada por la clarividente oportunidad con que la obra del uno y, obra y vida de los otros dos, eran avizoradas al otro lado del océano.
Si el pueblo francés ha velado tradicional y acérrimamente por la grandeza de sus.glorias nacionales, no ha mostrado análogo fervor en la estimación de sus modernos artistas. Personajes como Cézanne, Matisse y Duchamp aparecen rara vez en el universo estético, encarnando el uno la voz precursora del orden contemporáneo, cifrándose en el otro la definición más exacta y el ejemplo cabal de la nueva pintura y correspondiendo al último la más clarividente! visión del espíritu de nuestro tiempo.
Harto sintomático resulta hoy comprobar que el sagaz mister Barnes hiciera suyo (tal como obra en la fundación de su nombre, en Merion, a dos pasos de Filadelfia) el legado de Cézanne, poco después de su muerte, acaecida ante la indiferencia de sus compatriotas, como luego haría suya la obra, la amistad y la convivencia misma de un Matisse desdeñado en su patria. Vida y obra de Duchamp resultan, en fin, absolutamente inseparabIes de la ciudad de Nueva York.
¿Más síntomas? El mero cerciorarse de que hasta 1970 no se dignara el país vecino celebrar una exposición biográfico-antológica de Henri Matisse, cumpliendo a Paul Cézanne tres años más de espera para merecer tal honor, y teniendo que aguardar otros siete nuestro Marcel Duchamp, el espíritu más iluminado, repito, y equilibrado y sereno (aún bajo capa de alegre desenfado, insolencia templada y afable ironía) en la comprensión del espíritu de nuestro tiempo.
Al margén de Europa
Y no es que quiera yo referir exclusivamente a Francia tanta incomprensión y desdenes tales. El hecho afecta, salvo contadísima excepción, a toda Europa, que, tras convertir en academia la vanguardia cubista y derivados, dejó escapar a USA a obra de Cézanne, regaló al provecho de los yanquis todo el partido que podía sacarse de la creación matissiana, y no le queda hoy otro remedio que reconocer, pese a un cierto empeño en referir a Zurich el nacimiento de Dadá, que fue Duchamp quien se lo sacó de la manga en Nueva York.
¿Resulta acaso difícil fijar diferencias notorias entre el dadaismo de acá y allá de los mares, y asignar al de Norteamérica justa primacía? Y es lo de menos el que Duchamp lo divulgara en 1913, apenas llegado a NuevaYork y con tres años de antelación a su presunta fundación oficial en Suiza. Lo decisivo se colige de advertir que en tanto los dadaístas de acá eran artistas, con obras, actitudes y rencillas de artistas..., los de allá habían renunciado al arte, para darse a la mirada de las cosas y a la predicación de la vida.
Se ha dicho, y no sin razón, que el dadaísmo de claro origen vitalista, chocó en Europa con el racionalismo burgués, y se ha omitido en ello que el verdadero enfrentamiento se produjo con otros artistas de vanguardia. Ocurría que la vanguardia consagrada, propicia, en pincipio, al aplauso de la vanguardia nueva, terminó por volverle la espalda, celosos sus prohombres (Picasso a la cabeza) del prestigio (¿académico?) de sus obras, frente a las propuestas innovadoras y antiacadémicas de los recién llegados.
Un dadaísta en Nueva York
Anécdotas y recuerdo
No de otra suerte se explican sucesos como el ocurrido en París, el año 1918, apenas asentadas en la Meca de la vanguardia las huestes de Dadá. El hecho de que Tzara presentara como obra suya la simple lectura de un discurso pronunciado por Leon Daudet en la Cámara de Diputados, sembró discordia y culminó en insultos. «El auditorio cuenta Dawn Ades- que incluía personajes como Juan Gris, que habían ido a alentar a la nueva generación, reaccionó vio lentamente. Un editor vanguardista empezó a gritar: ¡Vuelve a Zurich!, ¡A la hoguera!
Recordando o resumiendo los lejanos tiempos de la vanguardia europea (la de los artistas de uno y otro signo), comentaba el propio Duchamp, poco antes de su muerte, a Pierre Cabanne: «No había ningún substratum teórico. ¿Comprende lo que le quiero decir? Era un poco, la vida bohemia de Montmartre; se vivía, se pintaba, se era pintor; todo eso, en el fondo, no quiere decir nada. Y también existe actualmente, es lógico. Se pinta porque se quiere ser libre. No se desea ir a la oficina cada mañana. »
No fue Duchamp a Nueva York a descubrir artistas (bien sabía él que no los había), ni a celebrar ter tulias a lo Montmartre. Partió, con el buen ánimo del paseante y tam bién con la mosca en la oreja del desertor (¿suyo, el primer caso de objeción de conciencia?), a recorrer el espectáculo de Manhattan..., y allí se le hizo evidente que la ciudad de Nueva York era un puro suceso dadaísta, cuna y estímulo en el auge de una nueva y más genuina vanguardia.
La enseñanza de Duchamp
Se fue a pasear..., y, paseando, se topó un día con un fotógrafo llamado Man Ray (fiel desde entonces a la captación del suceso diario) y, otro día, descubrió a un boxea dor sonado, de nombre Cravan (consecuente, hasta última en aquéllo de navegar arriesgadamente por la vida) y terminó, junto a Picabia (el copiloto, como se complacía en nombrarlo), por convertir en práctica cotidiana, al margen de la obra de arte, el sueño o deseo de ir a la vida sin mediacio nes.
Tal y no otra fue la lúcida enseñanza de Duchamp. Lo que en ella se predica es una actitud vital frente a todo conceptualismo, frente a toda dogmática dictada por la novedad instituida o suplida por la vacuidad de ciertas creaciones vanguardistas que pretenden cimentar su validez en el mero hecho de ser vanguardistas. Si a eso lo llaman dadaismo, Duchamp no tiene la culpa, ni tampoco de que nuevos improvisadores y sedicentes artistas se empeñen en convertir en aburrida práctica académica lo que el concibió y realizó como perpetuo suceso en la vida.
La actitud de Duchamp resume, más que una particular manifestación estética, una forma del vivir o, si se quiere, la total identificación del arte y la vida: «El intento más exasperado -diré con Mario de Micheli- de soldar aquella ruptura entre vida y arte que Van Gogh y Rimbaud ya habían anunciado dramáticamente..» Hoy vuelve triunfante a París quien de París salió, prófugo, para conmover desde Nueva York los cimientos del arte. «¿Era usted el hombre predestinado a Norteamérica?», pregunta Cabanne. Y Duchamp responde con llaneza: « Sí, por así decirlo.»
EL PAIS - 20/02/1977
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