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MANOLO HUGUÉ.EXPOSICIÓN ANTOLÓGICA

«A mí, que he tenido siempre a los griegos metidos en la cabeza, que he realizado y realizo mi obra pensando constantemente en ellos, me ha sucedido con frecuencia una cosa terrible, y es que la figura que me ha salido mientras soñaba en hacer una Venus, me ha resultado un monstruo, con las nalgas caídas, los brazos desencajados, los pies deformes. Y, ahora yo pregunto: si pensando en los griegos las cosas me salieron de la forma que te acabo de decir, ¿qué me hubiera resultado de no haber tenido en cuenta sus enseñanzas?»Cito literalmente este comentario de Hugué, tal como él lo expuso a Josep Plá y lo transcribe éste a su admirable Vida de Manolo, para colegir de su buen sentido unas cuantas pistas de aproximación al quehacer del singular escultor catalán, al menos estas tres: una visión conciliadora entre la antigüedad clásica y los afanes vanguardistas; un imperturbable sentido del humor, por mal que le fueran (y le fueron) los asuntos de la vida (alimento incluido), y una torpeza amigable como punto de partida y de cara a la verdadera creación.

El incesante cotejo empírico que Manolo Hugué acertó a establecer entre la escultura griega (y egipcia y mesopotámica... más la añeja enseñanza del románico y del gótico ... ) y el horizonte vanguardista (vivido por él como por pocos, al lado mismo de los Picasso, Matisse, Appollinaire, Reverdy ... ) le hará libre tanto de la academia como de la moda. Posiblemente sea Manolo quien mejor haya encarnado en su tiempo la liberación de todo academicismo, sin incurrir, de rechazo, en el reclamo pasajero de la novedad o aceptar la tentación de los ismos.

Se ha visto comúnmente minimizada la figura de Manolo Hugué, por la gracia o desgracia de un anecdotario chispeante, que si enaltece su perfil humano y hace del. todo atrayente el recuerdo de su peregrina semblanza, más de una vez concluye por omitir la excelencia de su acción creadora. ¿Quién, mejor que él, fue deliberadamente capaz, en plena fiebre cubista y rodeado de cubistas por todas las partes, de volver su mirada a las enseñanzas de antaño, para ofrecernos una creación vigorosa (síntesis, antes que eclecticismo) y ferozmente personal?

Nacido en Barcelona (29 de abril de 1872), integrante del grupo barcelonés Els Quatre Gats, se traslada a París, apenas amanecido el nuevo siglo, y allí vive, codo con codo, al lado de Picasso y sus huestes, el intenso período (1901-1910) que había de decidir sentido y alcance del arte de nuestra edad. Forzado ayuno y prolongada abstinencia no le impiden definir, en 1911, su particular canon escultórico. A contar de tal fecha, inicia la paciente síntesis entre lo antiguo y lo nuevo, dejándose sentir su influjo el alguno de los pioneros como Amadeo Modigliani.Vuelve a Cataluña en 1916, alternando su morada, hasta 1919, entre Barcelona y Arenys de Munt. Retorna a Francia, fija su residencia en Ceret, ilustra las poesía de Reverdy, escribe sus propios poemas, realiza el monumento-homenaje a Déodat de Séverac, incorpora el movimiento a sus esculturas..., hasta que una parálisis progresiva decide su retorno a España. Recuperado a medias, concibe esculturas de acusado ritmo helicoidal, ejecuta el soberbio relieve de La Bacante..., y fallece en Caldes de Montbui, en su propia casa (el Mas Manolo), el 17 de noviembre de 1945.

De su universalidad (si no fuera certificado suficiente la constancia de su buen hacer al lado de los genuinos protagonistas -Picasso a la cabeza- del arte de nuestro tiempo) nos da noticia fidedigna del amplio catálogo de sus exposiciones por todo el mundo. Cinco fueron las que vieron la luz en Nueva York y otras tantas en París, señalando, por duplicado y triplicado, los nombres de Berlín, Frankfurt, DüsseIdorf, Dortmund..., la franca acogida que le dispensó Alemania en reñida competencia con núcleos culturales y artísticos como Londres, Amberes, Zurich, Venecia, Praga...

¿Y España? Su amor a la Cataluña natal llevó a Manolo a compartir los fervores de fuera con los de dentro. Desde que en 1917 realizara su primera exposición monográfica en Barcelona, rara es la década en que su obra deja de comparecer en su ciudad y aledaños (Sabadell, Vilanova i la Geltrú, Caldes de Montbui ... ). No sucedió, por desgracia, otro tanto en Madrid. Hubimos de esperar cerca de treinta años para contemplar, en 1941, una pequeña antología de Hugué, a la que siguieron otras dos en 1968, viniendo a cerrar el ciclo la que ahora ocupa mi comentario.

De ella diré que es harto más holgada en cantidad y atinada en cualidad que las anteriores. Ni parece desdeñable la suma de las 95 obras que integran, ni deben rehuir el elogio tanto el montaje eminentemente didáctico (debido al escultor Juan Haro) como la aun más didáctica catalogación y cotejo comparativo (obra de Montserrat Blanch), de un buen puñado de obras de Manolo con otras y otras de la antigüedad y de la vanguardia. Un montaje destinado a la comprensión de las diversas técnicas, y un catálogo abierto de par en par a la confrontación histórica.

La estatuaria, egipcia (El escriba sentado, 2.500 a. C.) deja honda huella en la Madame Justafre de nuestro escultor, y la cabeza de Gudea (2.150 a. C.) encuentra un correlato ejemplar, en la de Totote (cariñoso diminutivo con que rebautizó Manolo a su esposa). No menos estrecha resulta la relación entre las antiguas deidades indúes y las nuevas humanidades mediterráneas de Hugué, entre sus lozanas campesinas y las figuras rituales de Knosos o Tanagra, rayando en devoción el tacto con que asimila e interpreta el concepto que Miguel Angel asignó a la escultura.

Y el derroche expresivo, barroco, de El Greco y la bien aprendida enseñanza de Rodin y la peculiar versión, o lección, que del cubismo, al modo de Laurens o Gargallo, sabe imprimir Manolo en la soberbia, enigmática, risueña y ya aludida Bacante. El carácter dinámico, en fin, de sus obras de los años veinte corre feliz pareja con el desenfreno futurista de Boccioni, haciéndose patente el influjo de algunas de sus figuras femeninas, de la década anterior, sobre las célebres cariátides de Modigliani y sobre tal cual desnudo, por ejemplo, de Roger de la Fresnaye.Si el quehacer de Picasso se asemeja a un repaso exhaustivo de la historia del arte, la obra de Manolo Hugué, globalmente contemplada, tiene no poco de síntesis concentrada, amorosa, en torno a la escultura de estos y aquellos tiempos. Y algo, también, de canto llano, limítrofe, por un lado, con el don de una torpeza conscientemente asumida (dada, especialmente la envergadura de la empresa que se echó a las espaldas), y trasunto, por otro, de un imperturbable sentido del humor, ese humor tan suyo que le lleva a convertir en divinidades municipales, a los dioses mismos de Grecia.

Porque es Grecia, en última instancia, la que roba afanes y desvelos de Manolo. Frente a la consabida consideración ajena del canon clásico, la escultura griega fue para él, cifra suprema de lo nunca sabido o de lo perpetuamente por saber, más acá o más allá, de todo propósito de vanguardia: «Los griegos hacen hombres y mujeres que yo no conozco, que no encontré en parte alguna.» Y fue esta tan rendida admiración por el arte (y la vida y licencia) de la Hélade, la que le indujo a afirmar sin eufemismos: «A los griegos yo se lo perdono todo, hasta la pederastia.»

EL PAIS - 01/05/1977

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