Ya no es blasfemia negar que el arte proceda del arte o de su más genuina afluencia cultural, ni es desmán admitir que de nuevas y muy peculiares «academias» haya de venirnos su pueril remedo en miniatura. Quiero decir que si en tiempos no lejanos la Academia velaba por lo dicho (y lo daba lustre y esplendor cultural), nuevos sectores académico comerciales imponen ahora, cultura de lado, lo que ha de hacerse y entronizarse... en la mesa del despacho (entre la lámpara y el cenicero). «Academia y bolsa» sería el nombre más afín a la gestión de quienes hoy proporcionan al común los objetos (plateados, por ley general, y de acero inoxidable) del adorno doméstico. «Academia» en el sentido de que el grupo promotor dicta con exclusividad las normas a que han de atenerse la forma y el material (puede ser también dorado o plastificado) del llamado «múltiple»; y «bolsa» por cuanto que de dicho grupo dependen precios y beneficios que, bajo capa de liberalización y asequibilidad masiva, de tales objetos multiplicados se deducen.
¡Nunca mesas y mesillas se vieron tan comúnmente rebosadas de esferas y cubos, plateados, dorados o plastificados, montables y desmontables, en quietud o a merced del giro o guiño cinético! Dijérase que a la agobiante identidad que códigos y semáforos imponen al hombre de hoy, a la par que controlan, inexorables, su tránsito unidimensional por plazas y avenidas, ha venido a sumarse la identidad del entorno doméstico, por obra y gracia del «múltiple». El arte al alcance de todos, en virtud de su taumatúrgica virtud multiplicadora, el figurativo y el abstracto, el David de Miguel Angel y la cinta de Moevius, las cuatro radiantes caras del cubo y las obras maestras del Museo del Prado en miniatura. ¡Edad aquella en que la «Tour Eiffel» era, a la mano, signo o remembranza cosmopolita y servía, al propio tiempo, de pisapapeles! Han cambiado hoy las cosas y es el arte de renombrados maestros (?) el que, al amparo de lo que dimos en llamar «Academia y bolsa», debe alentar, miniaturizado, el «decorum» del hogar a la moda.
Si una primordial atención a la «dimensión temporal» de las artes fue el fundamento común de anteriores desmitificaciones, también la de hoy quiere apoyarse en ella, no sin antes aludir a la híbrida condición de esta tan traída y llevada industria que comentamos. Se trata de una intransigente academia de cuya exclusiva normativa, con ribetes culturales, depende el modelo que ha de repetirse, primero en el molde y luego en la costumbre del vecindario. ¡Cientos y cientos de hogares con los mismos dorados o plateados o plastificados cachibaches! Y siendo tan plural su destino, ¿no había de parecer justo u de Público interés que sobre tales objetos seriados recayera el juicio y refrendo de una autoridad universal, afincada en el suceso estricto de la cultura? Se dice que el múltiple allana distancias insalvables y que el arte puede, por su don, llegar a la posesión del común. Pero ¿qué arte o bajo qué supuestos culturales o con qué valores de conocimiento y creación? Si dependiera su expendeduría de un jurado solvente (imagínelo el lector integrado por Fidias, Durero, Leonardo, Velázquez, Picasso, Mondrian, Brancusi, Klee...) tal vez valiera el «múltiple» para cumplir su presunta función divulgadora. Otras parecen, sin embargo, las miras «académicas» de su lanzamiento y harto dispares los títulos de sus promotores.
EL MÚLTIPLE DEL TRIMESTRE
Academia e industria terminan por ser cara y cruz de una misma moneda (cuyo valor «bursátil» se multiplica en la multiplicación material de la serie); ni aquélla responde a una estimación o supervisión cultural, ni atiende ésta a otro índice presumible que el de su propia producción programada. El artista (a no ser que él mismo -hay casos- sea dueño y promotor de su propia empresa multiplicadora) queda a la espera de que «se programe» alguna de sus creaciones, contentándose el público consumidor con elegir del muestrario este o aquel objeto de uso, regalo o adorno (la Infanta Margarita convertida en pisapapeles, el David al desnudo como don nupcial o un prisma de plástico que haga juego con la lámpara del comedor). Todo hay que fiarlo (buena o mala fe, nobles o bastardos intereses incluidos) al acierto ., desatino del grupo promotor cuya gestión excede holgadamente su antiguo papel de intermediario en el libre tima y daca de las «galerías». El grupo promotor elige de antemano los «múltiples» del quinquenio, del año o del trimestre, y el público consumidor ha de probar sobre ellos, sólo sobre ellos, el exiguo repertorio de sus propias elecciones y predilecciones.
Pero el arte llega a las masas, reduciéndose viejas diferencias sociales y el precio mismo del producto estético. ¿Qué arte? «Consuelo de indigentes», llamaba yo al «múltiple» en reciente ocasión (y con no oculta entonación de letanía), haciéndome eco de tan alegres reducciones en cuanto a precio, diferencia social y diversa o inversa facultad adquisitiva. No deja de ser peregrino, por lo que al precio concierne, el solo imaginar al «grupo promotor» como pura entidad benéfica. ¿Una suerte de «Auxilio Social Estético» o «Campaña en pro del arte al alcance de todos los bolsillos»? «Bolsa y banca», más bien, por cuanto que a dichos grupos revierte, según se indicó, el pingüe beneficio que, bajo capa de asequibilidad masiva, de tales obras multiplicadas se deduce; cara y cruz de una moneda cuyo valor se multiplica, según también se dijo, en la multiplicación material del objeto seriado (los escasos miles que vale cada unidad pueden sumar muchos millones, una vez agotada la serie). ¿Disipa diferencias sociales? Más bien las acentúa, en los extremos de esta llana proposición: para el pudiente, la obra única, y la múltiple, para el menestral. Al igual que al primero solía dirigírsele (en tiempo navideño) la inefable admonición del «siente a un pobre en su mesa», cabe ahora dedicar al otro este no menos inefable consejo: «Ponga un múltiple en su casa».
¿Posible fundamento filosófico y presumibles parentescos históricos de la obra seriada? Me los veo venir: de una parte, la traducción adulterada del pensamiento de Walter Benjamin, y de la otra, el ingenuo alegato de que siempre hubo «múltiples», como lo prueba la tradición de las artes del grabado. Poco tiene que ver la «nueva situación cultural» a quien alude Benjamín (en su clarividente ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica) con el teje y maneje del «múltiple» y análogas seriaciones. «La reproducción de las obras dé arte -escribía yo en estas mismas páginas, interpretando el sentir del filósofo alemán ha fomentado, junto a la negación de su carácter de insustitución y unicidad, un proceso de acercamiento, en perjuicio del aura (fenómeno de mayestática lejanía) y en favor de la estética de lo efímero». El que la obra de arte haya perdido aquel «valor de culto» que propiciaba su unicidad y durabilidad ¿tiene algo que ver con el fenómeno general de la seriación y con la industria particular del «múltiple»?
Tal vez entrañe su antítesis. De lo dicho por Benjamín se desprende «lo efímero» de la obra y la pérdida de su «carisma» o «valor de culto», en tanto que la obra seriada tiende, a través de su propia reiteración cuantitativa, a divulgar su «durabilidad» su «carisma», cuyo precio y refreno dependen decisivamente del «prestigio» de su autor («tengo un múltiple de Berrocal o de Pablo Serrano», clama ufano su dueño eventual, cual si de «un Fidias» o «un Donatello» se tratase).
LA SOLUCION DE LA MAQUINA
Más vano aún parece el propósito de emparentar la nueva empresa del «múltiple» con la vieja tradición de las artes del grabado. Nacieron éstas y medraron en íntima comunión con la primera luz y el discurso ulterior de la cultura escrita, cumpliéndoles un nobilísimo papel complementario de la ilustración del libro. A la lógica seriación de éste siguió obviamente la multiplicidad de los grabados. ¿Por qué ahora emparentar con su verdadero origen y fértil desarrollo la industria y el tráfico del «múltiple»? La historia del libro impreso es la historia del grabado, una historia rectilínea, abierta de par en par a la difusión e ilustración de la cultura. El que de viejas ediciones y encuadernaciones se hayan arrancado, puestas a precio, estampas y viñetas y que, a ejemplo suyo, haya prosperado la costumbre de liberar. Convertida en «género», la faz de los grabados, ni desmiente su cuna ni va contra las intenciones renovadoras del arte nuevo en torno a tradición tan añeja. El arte contemporáneo mostró desde sus orígenes un no oculto favor por la obra gráfica, análogo quizá en esplendor al de los siglos XV y XVI en Alemania (no se olvide que la imprenta se inventó en suelo germano), como una exigencia de aquellos poetas (Apollinaire, Schwiters, Tzara, Jacob. ,.) que alentaron el designio de los nuevos tiempos y las nuevas formas expresivas. Los nombres de Masson, Ernst, Picasso, Arp, Picabia, Braque... y otros y otros muchos irán por siempre unidos a los de los poetas citados y otros cuantos por citar.
¿No ha ocurrido algo semejante en nuestro suelo y en nuestro tiempo, pese a invocaciones y motivaciones tan híbridas o colaterales como las propuestas por la promoción del «múltiple»? Chillida-Heidegger, Chillida-Guillén, Palazuelo-Hclzer, Miró-Brossa, Tápies-Brossa... y otros tantos y tantos binomios ¿de qué realmente nos hablan sino de la justa restitución de las nobles artes del grabador a la nobleza originaria de la ilustración en general y, en particular, de la ilustración poética? Ahora, precisamente, cuando se quiere en vano vincular las artes del grabado a los fines de la serie industrial y a los intereses del tan traído y llevado «múltiple» (por el simple hecho de que ambos casos medie la seriación) vale la pena esclarecer sus orígenes respectivos y supuestas concomitancias. En su empeño de probar nuevas experiencias plásticas a la luz del viejo oficio del tórculo, el arte contemporáneo ha dado un gran impulso a la floración del grabado, reanimando su genuino parentesco con los menesteres de la ilustración poética y reviviendo una antigua tradición y otra no tan antigua (en la edición de las «Iluminations», de Rimbaud, de 1886, hacía constar Verlaine que se trataba de «cloured plates», esto es, «grabados en color»), que a su vez enlaza con la que llega a nuestros días desde los afluentes de la modernidad.
Y la disparidad, por último, del proceso elaborador. La práctica del grabado (no así la del «múltiple» en sentido estricto) encarna aquella primacía de la «temporalidad» que a lo largo de estas «desmitificaciones» he venido apuntando como condición, la más propia y la más olvidada, de las llamadas «artes plásticas». La práctica del grabado, en todas sus múltiples especies, se consuma y traduce en radiante «duración», en la complejísima trama de un «acontecimiento» cuya. génesis, ni a merced de despótica manipulación desde la conciencia ni de un pueril «gestualismo», prospera a favor de sus internas transformaciones selectivamente controladas. Traza el artista sobre la plan
cha la hipótesis de un modelo cuya consumación se verá luego confiada a la sola expectativa que, a espaldas suyas, han de despejar la mixtura de las tintas y la presión del tórculo. ¿Parte el artista de una visión anticipada la obra? ¿Conoce de antemano la respuesta exacta a aquella pregunta que en buena medida acaba de encomendar a «la máquina»? ¿Es su obra escueto producto de un proyecto finalista? No.
El resultado puede serle tan sorprendente y tan ajeno a su propósito inicial, que de él han de venirle diversas soluciones, incluso antagónicas, a lo que en principio imaginara o pensara.
Y es en este trueque de preguntas y respuestas donde se patentiza el carácter aleatorio y esencialmente objetivado de un «acontecimiento» en cuyo feliz resultado cumple al artista la sola función de «un control selectivo» en torno a las diversas soluciones que «la máquina», desde sí, le va proporcionando. La proyección del artista queda limitada por la organización autónoma de los materiales y por la «pregnancia de la forma mejor» que de su íntima estructura se desprende. En la misma medida -repetiré lo dicho en otra ocasión- en que la génesis de la obra no depende de una representación claramente directriz, de una visión anticipada, en igual medida su hacerse y mostrarse recaen sobre un proceso integral en que proyecto y azar, materia y forma, no son segregables, habiendo llega. do más bien a una venturosa coincidencia en el espacio y en el tiempo. En las artes y oficios del grabado ignora el hacedor el resultado último, sumiso a la trama durativa de un complejo «acontecimiento». En la industria del «múltiple» se conoce de antemano, y con toda exactitud y pormenor, lo que arrojará el molde al servicio y ornato de la «identidad doméstica» (esfera, cubo, cono, prisma... o David, o Atenea, o Atlante, o Infanta de la Casa de Austria convertida en pisapapeles).
CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO - 01/04/1975
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