La relación Cézanne-Picasso entraña un punto objetivo de dificultad y otro subjetivo de confusión, a tenor de las varias angulaciones, incluso contradictorias, con que suele verse afrontada. N6 es infrecuente fijar entre Cézanne y Picasso una vinculación superficial, poco consistente, que atribuye al primero todo favor y mera consecuencia al otro, o, en sentido contrario, investir a éste de genialidad absoluta y asignar a aquél vaga precedencia. De forma muy general y mediando entre ambas estimaciones, diría yo que quienes desde el hoy contemplan la historia como lógica e inocente continuidad pueden irreflexivamente argüir: "En el fondo ya lo había hecho Cézanne, o todo estaba en Cézanne, o bastaba fijarse un poco en la obra de Cézanne..." Quien, por el contrario, acude a la historia con el ánimo de sorprender sus momentos estelares (sus nexos de refutación, sus rupturas decisivas) reconocerá más conformes con razón y ajustados a verdad estos otros juicios que a seguido se exponen.
Que en primer lugar y estando a la vista de todos la tabla de los nuevos signos cezannianos, sólo Picasso supo dotarlos de significación y acertó a convertirlos en lenguaje (los demás "no se fijaron"). Que dichos signos, de otro lado, se tornaron alfabeto, de acuerdo con Reverdy, por la virtud lingüística que Picasso quiso infundirles (y no al revés). Que, por último, su novedad y diferencia provenían de la diferencia y novedad insitas en el lenguaje picassiano (y nunca viceversa). No supone ningún demérito para Cézanne la cuenta de todos estos distingos. De no haber aparecido en su obra los signos prernonitores, mal hubiera fijado su atención en ellos, ni antes ni después de nadie, Pablo Picasso y, de no conllevar en su aparición la facultad del alfabeto, difícilmente el pintor malagueño la hubiera descubierto y formulado en lenguaje. En ello va, a fin de cuentas, la naturaleza y el sentido del acto refutador: en eliminar algo, conservar otro tanto y superar en su entidad verdadera, en su espíritu, el tránsito de la historia.
En la interrelactón Cézanne-Picasso se aquilata el ejemplo de aquellos descubrimientos históricos en posesión de una extraña fuerza retroactiva, sobrevenidos con la virtud traumatúrgica de convertir en precedente causal lo que en sí era simple acontecimiento anterior, pero que, contemplado desde el punto de vista del invento, adquiere condición de eslabón determinante. ¿Se daba en el quehacer cezanniano la más remota conciencia en torno al alcance que habían de adquirir sus signos balbucientes? No. Fue la soberbia retroacción picassiana las que los dotó de alcance y significado. El invento picassiano convirtió en precedente lo que era simple suceso anterior, dándole un nuevo sentido y una nueva conciencia, como al dictado general de este texto de Feuerbach: "Las verdaderas acciones históricas son solamente aquéllas a las que no precede la conciencia, sino que las sigue; aquéllas de cuyo sentido y finalidad se da uno cuenta después que han ocurrido". De las muchas diferencias que entre Cézanne y Picasso yo señalo en mi libro sobre el padre del cubismo (el carácter de "reconsideración" que cumple el arte de aquél y el de "revolución" que como propia cuadra al de éste, el augurio ce zanniano de un "alfabeto" y la instauración picassiana de un verdadero "lenguaje"...) traeré ahora a la consideración una sola y bajo este escueto epígrafe: "Cézanne se basa en la naturaleza, Picasso en la historia."
La redondez de la esfera ha cautivado a Paul Cézanne. Toda la naturaleza es, en su austera inquisición, analizable y subsumible en el volumen curvilíneo, porque todo cuanto afecta nuestra retina es subsumible en la esfera, el cilindro y el cono. "Consideremos la naturaleza -escribe Cézanne en 1904- por el cilindro, la esfera y el cono, todo colocado en perspectiva, de manera que cada lado de un objeto o de un plano se dirija hacia su punto central. Las líneas paralelas al horizonte nos darán la extensión, es decir, una sección de la naturaleza. Las líneas perpendiculares a este horizonte nos darán la profundidad." De una parte, la curva, orientando lados y planos hacia la perspectiva; de otra, la severidad de las rectas perpendiculares y paralelas, el rigor de la cuadrícula, como antepuesta a la visión del ojo humano, y entre ambas la efusión de la naturaleza. Así de simple, fisicista, destinado a una más exacta interpretación de la naturaleza, es el esquema cezanniano. ¡Cómo no ha de otorgarse a Picasso el nuevo alcance de que en su elementarismo se invisten estos signos premonitores y cómo sino merced a la retroacción picassiana podían convertirse en alfabeto, en substrato de un lenguaje que había de ir, rectilíneo, a la no representación de la naturaleza!
De las observaciones de Cézanne se desprende una actitud ante la naturaleza y un método destinado a su más veraz representación. Picasso no va a referir dicho método ni a una ni a otra, no va a tomar en cuenta el método cezanniano para acercarse a la naturaleza y mejor transcribir su contemplación; va a aceptarlo en sí mismo, a trocar la naturaleza por el cuadro de Cézanne o, dicho de otro modo, va a desplazar la naturaleza y a quedarse con un producto de la historia. Los escritos de Cézanne v la suma de sus signos premonitores dicen relación directa y negativa para con los postulados del impresionismo y sólo indirecta, aunque positiva, respecto al universo picassiano, pudiendo resumirse, a tenor de ambas perspectivas, en lo que D'Ors llamaba "el evangelio según Cézanne": la rigurosa descomposición del espacio en planos, su reconstrucción de acuerdo con nuevas leyes mecánicas del equilibrio, el trueque de la composición académica por el ritmo palpitante del conjunto, la elisión de lo circunstancial, de lo retórico, el cambio de la enumeración sucesiva por la simultaneidad del contexto, el modelado por gradaciones de tonos y no por el juego de luces y sombras, el dibujo incluido en el color, el rotundo mentís al esmero por lo luminoso, por lo esplendente (tan grato a los impresionistas), por las sinfonías cromáticas, por las evocaciones..., y, sobre todo, la serena traducción de la naturaleza embargante a través de la medida geométrica.
Sea el propio Cézanne quien nos dé cuenta de este titánico parangón entre la efusión de la naturaleza y el molde de la geometría: "Tengo plena certidumbre de que un contorno realizado del natural (quiero decir, bajo el impulso de una sensación y sin el concurso predominante del pensamiento) no puede ser jamás absoluto y satisfacer al espíritu, en tanto que un contorno establecido por el número y el compás y al propio tiempo sensible y de acuerdo con reglas tales que satisfagan al espíritu y al ojo es necesariamente absoluto." Estos son someramente los signos del alfabeto de Cézanne, y en ellos y por retroacción creadora ha de fundarse el lenguaje picassiano, mediando entre ambos, de acuerdo con el epígrafe que antes apuntábamos, los extremos de una diferencia radical: el uno se basa en la naturaleza, el otro en la historia.
Si hay una voz pronunciada con incansable insistencia por Cézanne, ninguna, desde luego, como la de "naturaleza". Podría trazarse una antología en que compiten, de labios cezannianos, las mil variaciones de este concepto. Exponiendo a Emile Bernard la dificultad inherente a la composición armónica del cuadro, concluye Cézanne tajantemente: "Sólo la consulta a la naturaleza no ofrece los medios para alcanzar el objeto." Y agrega en otra carta al mismo destinatario: "Es necesario volver a un clasicismo por la naturaleza." Y aún vuelve a escribir en la plenitud creadora de 1904: "La naturaleza o, si se quiere, el espectáculo del Pater omnipotens aeterne Deus.'' Valga, en fin, por todos este último texto: "El Louvre es el libro donde aprendemos a leer. No debemos contentarnos, sin embargo, con retener las fórmulas de nuestros ilustres antecesores. Salgamos a estudiar la bella naturaleza." En todos estos textos y en la posible cita de otros muchos late un mismo sentir: el retorno a la naturaleza, su reconsideración, su análisis, su lúcida representación a tenor de nuevas leyes mecánicas del equilibrio y en pro de una mayor veracidad. Pablo Picasso ha de seguir la senda antagónica. El modelo cezanniano, lejos de remitirlo a la naturaleza, lo alejará de ella para trasladar todo su cuidado a la adivinanza de sus leyes intrínsecas. Picasso da la espalda al destino de la contemplación, aún vivo en el cuadro de Cézanne, y se queda con el cuadro de Cézanne, es decir, desdeña la naturaleza y hace suya la historia. Picasso cerrará a la naturaleza las puertas de su estudio y lo convertirá en un gigantesco Louvre, abierto de par en par a la historia.
Relacionando incluso el medio natural en que se produjo la obra de uno y otro, cabe fijar esta distinción: Cézanne es un pintor arreste; Picasso es un pintor de estudio. Puede decirse que, a partir de 1888, la vida de Cézanne transcurre en la tierra natal de Aix-en-Provence, en cuya campiña vino a sorprenderle la muerte, cuando estaba entregado a la consumación de un paisaje. Su misma temática, austera y escueta, responde
cabalmente a éste su afincamiento en suelo campesino. Excluidos quizá sus soberbios retratos, aún animados por el aura del entorno natural, la ocurrencia me lleva a distinguir en su quehacer dos tipos de obra: una para el buen tiempo y otra para el mal tiempo. Si la mañana es abierta y luminosa, Cézanne pintará un paisaje. Si el día ha amanecido lluvioso, pintará un bodegón, ejercitando, eso sí, en uno y otro la ponderación del análisis, de cara siempre a la naturaleza. Picasso, por el contrario, rehuye desde sus comienzos el escenario de la naturaleza y fija sus ojos, ávidos de conocimiento y refutación, en las páginas de la historia.
Digo desde sus comienzos y, por confirmarlo, vale recomendar al lector que se detenga en sus obras juveniles e incluso infantiles (La comunión o El monaguillo, de 1896, o Ciencia y Caridad, del siguiente año) y vea lo convencional de la composición, enteramente ajena a la contemplación de la naturaleza. Otro tanto cabe decir de su edad de Els Quatre Gats y de la práctica posterior de sus épocas azul y rosa, basadas en el arbitrio temático, cromático y formal o en la incipiente enseñanza de algún maestro. La contextura misma de la Balsa de Horca del Ebro -la única alusión picassiana posiblemente a un paisaje, en principio, natural-, ¿refleja realmente la contemplación de la naturaleza o, más bien, la del cuadro cezanniano, asimilado, devorado, asumido en toda su posibilidad y en todo su augurio? Su conocida sentencia "yo no busco; encuentro" no contiene, en la certera opinión de, algún exegeta, el acento jactancioso que otros le han querido asignar pareciendo no poco consecuente esta interpretación: "Yo no busco en la naturaleza; lo encuentro todo en la historia". Todo cuanto Cézanne indagó de cara a la naturaleza va a ser utilizado a espaldas de ella por Picasso. Los signos cezannianos perderán para siempre su origen agreste hasta verse convertidos en el nuevo lenguaje, encaminado a la designificación, a la no representación.
La atención de Picasso a los signos premonitores de Cézanne (desarraigados para siempre del suelo natural en que afloraran) se hace tan patente, que a partir de la Balsa de Horta del Ebro pasarán como tales, y no sin cierto o genial contrasentido, a otras síntesis y estructuras poco acordes con su origen verdadero. Los verdes y las tierras naturales, la gama entera de la paleta cezanniana, delatan su proximidad inminente a la naturaleza. La asimilación y el ejercicio de los signos de Cézanne llevarán a Picasso a asimilar y ejercitar igualmente el cromatismo cezanniano, pero asignándole un significado absolutamente arbitrario e incluso contradictorio. Mucho se ha hablado de las tierras de Picasso, de la austera pervivencia española, de la honda raíz ibérica, exprimida en las tierras picassianas (y de otras razones tópico-raciales), cuando la verdad (verdad que nunca vimos enunciada) es que el pintor malagueño, dado sin tregua a la constitución de un nuevo lenguaje a partir del descubrimiento del alfabeto de Cézanne, acapara también el cromatismo cezanniano, tenazmente adherido a la forma, sin consideración alguna hacia su origen genuino y a su recto empleo. Y, así, las cualidades cromáticas ("verdes densos, ocres tornasolados", en palabras de Gauguin), asimiladas por Cézanne en la diaria contemplación de la naturaleza, son incorporadas por Picasso a su lenguaje, muy al margen de ella. Esta y no otra es la razón de que los verdes y ocres cezannianos, prototípicos del paisaje, se vean transportados al análisis de nuevas estructuras formales y aparezcan, por ejemplo, en la configuración del retrato, cuya objetividad y representación nada tienen que ver con dicha gama.
El paisaje fue, de una parte, el género menos atendido en el análisis cubista, y, de otra, los colores del paisaje cezanniano son los más profusamente empleados por la acción del cubismo analítico en general y en particular por la mano de Picasso, en géneros como el bodegón, la naturaleza muerta, el interior... y especialmente el retrato, de entidad esencialmente ajena a la cualidad cromática del paisaje. ¿Cómo explicar esta antítesis? Lo que Cézanne indagara de cara a la naturaleza, al ser analizado al margen de ella por Picasso, perdió su vinculación al medio natural y pasó a ser un experimento puro a la luz del nuevo lenguaje en que el cromatismo cezanniano adquiría otra significación. ¿Ejemplos? Parece natural que la Balsa de Horta del Ebro (paisaje, a fin de cuentas) haga suyo el cromatismo cezanniano, pero ¿a qué obedece la persistencia de los verdes y los ocres de Cézanne en bodegones y desnudos de la misma época y aún más en los retratos del primer cubismo, sino a la implicación sustancial de los signos cezannianos en la contextura del nuevo lenguaje cubista, ajeno por completo a toda idea de representación naturalista?
Cézanne es un pintor agreste; Picasso es un pintor de estudio. Paul Cézanne se retira, a partir de 1888 y en pleno fracaso (de atender a la estimativa pública o ajena), a la campiña provenzal para allí reafirmar, fama y noticia de lado, la paciencia diaria del acto creador, de cara a la naturaleza, y allí morir, abiertos los ojos a la montaña de Santa Victoria, tantas veces celebrada en sus lienzos. También Picasso acudió al suelo provenzal y la muerte vino a sorprenderlo a través de la ventana suntuosa (le su mansión de Notre-Dame-de Vie, abierta de par en par a la misma montaña de Santa Victoria. El contraste, sin embargo, de ambos retornos a Itaca se hace patente. Picasso va a la Provenza en olor de multitud, al amparo de un rincón tranquilo donde no llegue o sea liviano el eco de la noticia y de la fama. Pero ni aún allí, donde todo es naturaleza derramada, abrirá Picasso los ojos al reclamo del medio natural. Su morada cerrará las puertas a la naturaleza y, trastrocado el ámbito palaciego, terminará por adquirir una nueva condición del habitar y del quehacer: será en parte museo y en parte será estudio.
Largos han sido los años de residencia picassiana en tierra provenzal y pocas, por no decir ninguna, las interpretaciones de tan incitante e inmediata porción de la naturaleza. Pablo Picasso, echadas sus raíces en el campo de la Provenza, cerrara a cal y canto las puertas de su quehacer y de su morar a la exuberancia del reclamo exterior. y en vez de plasmar una naturaleza tan a la mano y al estímulo, ha de entregarse a interpretar el interior del castillo o palacio que acoge sus días, los arabescos que surcan las paredes, el mobiliario del decorum o el uso..., o (lo que es más sintomático) reanudará, atento al imperativo refutador de la historia, el cuento y recuento de sus series (sean variaciones de las Meninas o de las Mujeres de Delacroix) y siempre tornará a la querencia, al rescoldo nunca sofocado de las Señoritas de Avignon. Tan patente es la indiferencia de Picasso hacia la naturaleza y tal su afición al quehacer del estudio y al relato de la historia, que su interpretación del medio natural rara vez trascendió (dicho sin ironía) el marco de la ventana. Dijérase que para Picasso el marco de la contemplación exterior es la ventana. Por cientos se cuentan sus variantes en torno al tema de la ventana, siendo excepción y, desde luego, arbitrio su atención a lo que hay más allá de los cristales.
Picasso se basa en la historia. ¿Cómo pinta Picasso? La película de Clouzot en torno a su actividad ("Le Mystére Picasso") nos fue reveladora por cuanto dejaba en claro el objeto de una antigua sospecha. Picasso siente verdadero espanto ante la blancura del lienzo. Apenas se enfrenta a su desnudez, trazará urgentemente un tema conocido para, en el acto y sobre los rasgos recién impresos, ejercitar los signos, los indices de otra figuración, por vía disociadora a manera de hipótesis y de objeción. Picasso odia el blanco expectante del lienzo. De ahí posiblemente su aversión al quehacer abstraccionista, no-figurativo, deudor privilegiado y paradójico de lo mejor de su indagación y de su invento. ¿Y qué es trazar un tema conocido sobre la cándida faz del lienzo sino proponer un tema histórico? Asunto conocido o tema histórico van a verse inmediatamente deformados, desguazados, traspuestos en el febril hacerse de la obra picassiana. ¿Y qué es trasponer o deformar lo instituido por el pensamiento o regalado por la historia sino refutar y proseguir hacia lo desconocido por cauce de superación?
Apenas enfrentado a lo blanco y lo llano del lienzo, le es imperioso resucitar de su acervo o museo un asunto eventual, un tema histórico para volcar sobre él la suma de disociaciones y deformaciones que vengan a orientar su aventura, la viabilidad de su hipótesis, la senda de la exploración y el primer atisbo de lo ignorado. Picasso parte inequívocamente de la proposición de un tema conocido y, como tal, histórico.
Lo histórico adquiere, además, en el acto inicial de su proceso creador una significación más estricta, viniendo a encarnarse en el modelo, harto conocido, del ayer cercano o del pasado remoto. La película de Clouzot nos presentaba al artista en posesión, apenas asomado al lienzo, de una temática tan conocida, que le faltaba tiempo a la mano para borrar en un santiamén la odiosa blancura de la tela.
¿Cuánto duraba sobre ella este primer argumento dimanado de su saber, de su historia, de su propio tacto? Otro santiamén. El ímpetu de la disociación iniciaba al punto todo un proceso de descomposición, de ruptura, que abría y abría, dadas de lado las posibilidades ya probadas, el Horizonte de la hipótesis en pos de las posibilidades verdaderas.
El tema inicial era en la película de Clouzot algo histórico por tratarse de algo conocido, pero es que lo histórico suele en el quehacer de Picasso aproximarse hasta la coincidencia con su acepción más estricta, convertido en práctica habitual, en cotidiano ejercicio (¡hasta tal extremo el caudal histórico se hizo costumbre en su mano!) del pintor malagueño. De esta suerte, Velázquez, El Greco, Cranach, Hals, Paussin, Ingres, Delacroix, Rembrandt, Le Nain, el románico, el gótico, el bizantino, el arte africano, el egipcio, el de Melanesia, el de Creta, el de Micenas, el primer balbuceo de Altamira... serán, según la ocasión, el punto de partida, el arranque empírico, el núcleo de su ulterior y paulatina deformación ("para mí un cuadro -ha dicho Picasso- es una suma de destrucciones") y la explicación también de sus perpetuas interpretaciones deformadoras, de sus series, de la bien llamada edad de los museos, equivalente de hecho a la de su ininterrumpido quehacer, cómputo y sentido de su propia vida.
GAZETA DEL ARTE - 01/04/1974
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