Dios lanzó fuego contra ellos en Sodoma y ahora les envía la peste para que expíen sus pecados.» A favor de la turbia corriente del SIDA la amenaza bíblica ha vuelto a ser entonada por los sectores puritanos «made in U.S.A.», erre que erre en la defensa de los que por aquí, y hasta hace no mucho, se llamaban «eternos valores» y suden por allá confundirse con los «buenos tiempos». «Ya lo habla predicho hace siete años Anita Bryant», aseguran convictos, y un tanto orgullosos, los secuaces de la infatigable predicadora y otros muchos miembros de la sedicente «Mayoría Moral» norteamericana. Ocurrió, en efecto, que la citada y muy excitada señora había anunciado en 1978 que California entera sería aniquílada por un terremoto expiatorio, y como quiera que éste no llegara a producirse en el plazo previsto, la metáfora ocasional ha venido a identificarlo con la plaga del SIDA, del que la ciudad de San Francisco resulta ser víctima privilegiada.
¿El fin del siglo? Vano parece esta vez el empeño puritano en atribuirse una baza que la omnipotente publicidad hace suya con todos sus pelos y señales. Tan ingenua se le antoja a uno la profecía de la contumaz integrista yanqui como la sospecha, por parte de nuestro inefable Ramoncín, de que debajo de todo este asunto anda ni más ni menos que el Vaticano. No, el SIDA no tenia verdadera carta de naturaleza hasta el día en que lo contrajo el héroe de la pantalla. Hubo de ser Rock Hudson la anhelada presa, el reclamo ideal, para que «Newswee» divulgara a los cuatro vientos la faz carcomida del «mito» sobre un fondo ensangrentado y bajo las siglas de la enigmática dolencia. ¿Una película de terror? Así lo ha entendido «Time», convirtiendo en monstruo de pesadi71a el virus microscópico merced a una ampliación de ciento treinta y cinco mil veces, impresa en primera página. A partir de ahí el producto contaba con todas las bendiciones de la sacrosanta publicidad.
Dijérase que los todopoderosos canales publicitarios estaban al acecho de que el «héroe» cayera en las redes del invasor (¿extraterrestre?) para que la noticia cobrara verdadero «atractivo», pese a contarse ya por millones sus otras víctimas anónimas. ¿Una enfermedad sumisa a las siglas que sintetizan el afecto de la industria o envuelven el producto del consumo? Hasta ahora el nombre de las enfermedades (neumonía, hipocondria o meningitis) respondían a nobilísima raíz helena o a la fe bautismal de su descubridor (Jenner, Pasteur, Parkinson...), valiérale o no de consuelo al paciente por aquello de las etimologías y los Iihajes. El nuevo morbo se acomoda estrictamente al triple sustantivo (síndrome de inmunodeficiencia adquirido), que es el que más «vende», y a las siglas mismas (SIDA en este caso) que mejor estimulan el ánimo del consumidor.
Cifra sagrada en otro tiempo, el «número tres» concreta en el nuestro la «agresión publicitaria». «Omne trinum, perfectum» (todo lo que es tres es perfecto), afirmaban los latinos. «Todo lo que es tres -viene ahora a resumir el mensaje comercial- es lo que más y mejor vende.» La «triple V» del triunfal «veni, vidi, vici», aireado por Julio César, terminó por ceñirse a la «triple B» del mercantil «bueno, bonito y barato» y empañarse luego en la «triple A», de odioso signo terrorista, sin que los tres sustantivos del SIDA se vean libres de la misma triple referencia. ¿Quiénes, los afectados? Los marcados por la «triple H»: homosexuales, heroinómanos y hemofílicos. ¿Cuál el vehículo de su propagación? El sintetizado en la «triple S»: el semen, la saliva y la sangre. De nada vale que el mal se extienda a otros u otra sea la vía de contagio. La norma publicitaria dice que tres y tales han de ser, ni uno más, los datos en la cuenta.
¿Es el SIDA un producto de la publicidad? Lo es, cuando menos, su envoltorio. Bastó que lo contrajera el «héroe de la pantalla» para que la noticia se vendiera a precio de reportaje sensacionalista o eficaz detergente, con la H y la S por triplicado más cinco estrellas y otros tantos rombos. Pierde el tiempo Anita, la puritana, en profetizar los males de Sodoma (o Marbella, como dice Carmen Rigalt) y Gomorra, y no lo gana el desenvuelto Ramoncín adivinando secretas intenciones vaticanas. Unicamentc existe lo que anuncia la publicidad, causa y efecto, plaga y presa, de su propio lenguaje. Con sólo agregar a sus siglas las de la « Sociedad Anónima» la enfermedad de marras pasaría en el acto del Ministerio de Sanidad al de Industria y Comercio: SIDASA, ¿no le suena a empresa siderúrgica de alcance multinacional? SIDASA, el complejo industrial quizá más floreciente de cuantos controla (para que la cifra ayer sagrada se acomode al signo de los tiempos) la omnipotente, omnisciente y omnipresente «Trilateral».
DIARIO 16 - 16/08/1985
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