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Materia, forma y lenguaje universal.Conversación con P.PALAZUELO.

A.: ¿Quién es Pablo Palazuelo desde Pablo Palazuelo? Valga el carácter general de la pregunta para matizar, de entrada, la generalidad del diálogo: un aproximarme más a tu concepción del arte (y del hombre y de la vida...) que al particular análisis de tus criaturas. Quisiera transcribir tus palabras con aquel acento de genuinidad y lucidez que suele dejar en la reflexión el testimonio oral o escrito de los artistas de nuestro tiempo y de otras edades ya idas, muy allá de las categorías establecidas y clasificaciones al uso.

P.: Los escritos de los pintores de todas las épocas son fundamentales para dar con sus verdaderos propósitos, para conocer el cómo y el porqué de sus obras. Cuando ellos han escrito sinceramente (empujados por una «necesidad»), lo han hecho «desde dentro», desde la meditación y la práctica de su pintura. Nunca trataron de hacer literatura o filosofía, sino de completar, de ayudarse a sí mismos, o de facilitar la comprensión de su obra, de una manera que en algunos casos «sólo» pueden hacer ellos mismos. (Existen artistas que no sienten la necesidad de expresarse oralmente o por escrito: otros no desean hacerlo, aunque ello no influya en el valor de las obras). De aquí que sus textos, con todas sus posibles torpezas, permitan ir muy lejos en la comprensión de su obra y se presten, bien leídos, a menores confusiones que las que suelen surgir de mucho de lo escrito «desde fuera», por brillante que resulte.

A.: Lo problemático de las clasificaciones llena en tu caso a adquirir extremos de auténtica dificultad. ¿Un gran marginado? ¿Un francotirador nato? ¿En qué tendencia, recta o colateral, enmarcarías tus artes v tus oficios?

P.: Difícilmente, aunque sean necesarias, logran las clasificaciones situar el trabajo de cada artista. Una obra verdaderamente original significa mucho más que su supuesta pertenencia a un determinado campo del pensamiento plástico. Cuando, por ejemplo se clasifica a Bonnard como «postimpresionista», se olvida lo que este pintor tiene de «expresionista» o visionario o alucinado. El conocimiento profundo de una obra original exige, por encima de toda clasificación, una contemplación concentrada, una prolongada atención, un «sentirla-pensarla» con entusiasmo. Por lo que hace a lo que tu llamas «mis artes y mis oficios», te diré que se refieren a los procesos de emanación y «verdadera» conformación de la materia que, cuando se manifiesta, «es» forma y de la forma que, cuando aparece, «es» materia.

A.: ¿Apuntan tus más directas intenciones a ese mundo de la materia y de la forma, a los procesos propiamente conformadores, a su conocimiento y posesión?

P.: Mi intención es penetrar cada vez más profundamente los, para mí, secretos de la formación y de la forma. Puedo añadir que a tal fin manipulo «a mi manera» lo que se puede llamar «un código de órdenes preexistente» (la geometría sería «una» de las manifestaciones de ese código). No basta sin embargo, con decir que se trata de leyes de la naturaleza por- las que uno se guía o que asimila uno transcribiéndolas. Se requiere, ante todo, un conocimiento en mayor o menor profundidad, una interiorización, de dichas leyes, un saber por experiencia cuáles son, qué son, cómo funcionan. De lo contrarío, todo es frustración. Diría que esas cosas se poseen sin poseerlas: son ellas, más bien, las que «nos poseen». El amor que no comporte renuncia concluye en el agotamiento de la visión, o en una involución vanidosa, estéril, que excreta odio escondido, corrosivo, destructor. La práctica del arte puede ser benéfica (terapéutica incluso), pero también puede resultar nociva y, en cierto modo, letal.

A.: ¿Hay, en ese proceso cognoscitivo, una revelación de los medios, de carácter intuitivo, o se requiere. Junto a la práctica de la donación y la renuncia, la plenitud de la conciencia para conocerlos y probarlos?

P.: Manejar un medio sin saber lo que es o cómo funciona sería para mí el colmo de la frustración (lo es incluso para muchos artistas que han llegado a un alto nivel de realización). La conciencia está para algo, aunque también pueda desviarse de su fin. Caminar de intuición en intuición, por muy iluminadoras que éstas sean, es incompleto. Uno «queda fuera» de algún modo. Intuiciones e iluminaciones son simientes que pueden perecer, chispas que se apagan, sin combustible.

A.: Al hablar del proceso conformador y cognoscitivo, dijiste que «la materia aparecida también es forma». ¿En qué sentido? ¿Por su intrínseca inseparabilidad real? ¿Por la imposibilidad de su conocimiento respectivo, aislada la una de la otra?

P.: Hay una materia «prima» que es substancia primordial (de «sub-stare») y, al propio tiempo, posibilidad y latencia: por eso es oscura (no se ve, no está, o esta «debajo»). Cuando aparece (materia «secunda»), es porque ha sido informada u ordenada, porque ya tiene «forma».

A.: No dista mucho este planteamiento tuyo de la concepción aristotélica de la «materia primera» y la «materia segunda». Pese a ser aquélla el principio indeterminado y común a todos los cuerpos, no puede realmente existir ni ser conocida separadamente de la forma. Es precisamente la materia va determinada por la forma la que alcanza a ser objeto de la experiencia y principio de cognoscibilidad.

P.: Cierto que todo esto lo dijo Aristóteles, pero no es menos cierto que también se había dicho «antes» de Aristóteles, y no plenos triste que, tras quienes lo dijeron, se haya olvidado como realidad viva o experiencia o verdad interiorizada.

A.: ¿Podrías ampliar el tema (tema tan obvio como olvidado) desde tu concepción o asimilación general en cuanto a la materia y a la forma, y, especialmente, desde tu interiorización, desde tu experiencia?

P.: Sí, aun a riesgo de ser pedante. Si una obra vive, el pensamiento que la acompaña (que está en ella) y su correspondiente expresión verbal están vivos, a pesar de los pesares. Otros riesgos existen más graves como para que el temor de incurrir en pedantería nos impida hablar.

A.: Vale la pena, creo, correr el riesgo, en pro de la claridad.

P.: La raíz de la palabra «materia» («mat»-«mater»-«matriz») indica que la «materia prima» o substancia primordial es la matriz en que germinan las formas o se produce su «encarnación» («illar» -«mari»-«María»). Se trata de una germinación «misteriosa» que. a partir de un momento dado se hace aparente a través de la medida u orden. En sánscrito la palabra «matra» quiere decir «medida» («metro»), siendo además el equivalente etimológico de «materia». Esta medida es del dominio cíe la «cantidad continua» («una» o «uno»). En el momento de la manifestación o aparición («fiat lux»-«génesis»), la cantidad continua o «una» se hace discontinua, se coagula cualitativamente (número-energía-cualificadora-nombrarte) en o como vibración sonora, tiempo, espacio, línea, superficie, volumen. Por esta transformación, la cantidad se hace orden (orden y medida se nos dan íntimamente unidos). En sánscrito, «orden» se dice «rita» (de la raíz «ri» = «fluir»), implicando la idea de «fluidez» o «ritmo». La «materia-medida» («mitra») se convierte. Así, en son primordial, como antes dije, en vibración energizante. Parte de esta energía coagulante, las letras son (en y para el hombre) sonidos que nombran, «Matra» es, por consiguiente, la manifestación del «logos», es decir, «lenguaje». El «caos», identificado con la tiniebla (antes lo llamábamos «materia oscura»), es potencialidad, el lado «sub»-stancial en el que irrumpe o «salta» la manifestación de la esencia de la «forma» (rayo luminoso) reveladora de lo escondido. Los rayos emanados de un punto en el espacio realizan ese espacio. La experiencia de la «materia-medida» («matra») es una «geo-metría». No sin razón, los hombres primitivos, y otros notan primitivos,consideraban «geómetras» a sus dioses. («Con su rayo ha medido los límites del cielo y de la tierra», dice el «Rig Veda»).

A.: Y toda esta tan clara concepción de la materia y de la forma ¿transciende la pura teoría y cobra cuerpo de experiencia para quien interioriza su proceso o lo convierte en proceso operativo a ,través de la obra?

P.: Desde luego. Es, justamente, un proceso vivo de interiorización y de experiencia. «Esto ya se sabe», suele decirse. Y yo respondo que no, que no se sabe si no se siente en la práctica, si realmente no se interioriza. Lo que no se siente ni interioriza, acaba en el olvido. Nuestro tiempo es tiempo de olvido.

A.: Volvamos al problema de las clasificaciones o a la dificultad clasificatoria de tu caso concreto. ¿Un gran marginado" ¿Un francotirador nato? Lo que sí me parece poco cuestionable es el hecho de tu gran independencia.

P.: Todo artista verdadero es independiente, y no al revés (tómalo como quieras en mi caso). Cierto que si los que se ocupan de él se lo proponen, terminan por incluirlo en alguna clasificación. Conviene, sin embargo, advertir que primero estaban las obras y que sólo después fueron clasificadas y por personas que no las habían hecho. La historia del arte (y no sólo la del arte) está cuajada de descubridores marginados, despreciados y maltratados. Tampoco faltan artistas que, habiendo sido en su tiempo, como tú dices, «grandes marginados», pasan luego a ser fundadores de escuelas.

A.: Y tras el capítulo de las clasificaciones, el subsiguiente e inevitable de los magisterios o de las simples precedencias. Al lado de algunos «ejercicios» tuyos, de carácter abstraccionista, iniciados antes de que concluyera la década de los cuarenta y muy ceñidos a la «meditación» de las formas de Klee y Kandinsky, se me ocurre sugerir el posible parentesco de alguna de tus creaciones con ciertos dibujos constructivistas de Arp y ciertas «legislaciones de la naturaleza» llevadas a cabo por Jacques Villon.

P.: Estoy de acuerdo contigo en considerar «ejercicios» (o «estudios») y «meditaciones» aquellas obras de otro tiempo, relacionadas con Klee y Kandinsky, y también en admitir una cierta influencia de ambos en aquella época. En lo tocante a los otros dos, te puedo decir que la obra de Arp no me ha interesado particularmente. Estudié, sin embargo la obra de su mujer la pintora Sofía Tauber (a quien Arp, a juicio mío, debe mucho) por sus investigaciones sobre la forma, aunque ello significara para mí únicamente una fuerte curiosidad, Villon fue un encuentro tardío, cuando me di cuenta de que él había recorrido una parte del camino por el que yo andaba.

A.: Tu obra, al margen enteramente de la consabida y errónea asignación a categorías tales como «constructivismo» o «espacialismo», o a la condición degenerativa de otros abstraccionismos al uso y servicio de la «decoración», aparece como muy henchida de significados. ¿Qué orientación adoptan, desde tu experiencia, estos significados?

P.: Trato de significar la convicción o los conocimientos que pueda yo tener acerca de los procesos de la «formación». Las formas son fértiles, vivas, y a lo largo de un peculiar proceso de «autoimitación», pueden emanar de ellas nuevas formas, distintas de ellas, que a su vez, y por ser vivas, pueden aberrar y concluir estériles. Corno la emanación de las formas y la transfiguración de unas en otras no tiene fin (ni tampoco lo tiene la contemplación de esa operación), me atrevería casi a decir que, a consecuencia de ello, toda forma viva es, al propio tiempo, imagen o espejo de la vida, y la vida misma.

A.: El arte, que es tendencia a acudir a la vida sin mediaciones (aquellas mediaciones que implica el conceptualismo secularmente instituido o el lenguaje heredado), ¿podría tal vez entrañar la concordia o conciliación entre la diversidad y universalidad de la naturaleza, y lo unitario y personal del espíritu?

P.: Creo que el espíritu humano piensa a la naturaleza y que la naturaleza piensa al espíritu humano. En cierta ocasión escribí: «La tierra (naturaleza) se contempla a sí misma, a través del ojo del artista, y queda transfigurada a imagen del alma que la transfigura».

A.: En tus obras se da, a mí entender, una suerte de feliz coincidencia entre la efusión de la naturaleza y ciertas leyes unitarias del espíritu que aciertan a indicarla. ¿No encarnarán esas leyes una síntesis del conocimiento entre el ángulo de tu experiencia personal y lo universal y diverso de la naturaleza embargante?

P.: Las leyes del espíritu humano que aciertan a imaginar la efusión de la naturaleza son producto de la actividad psíquica del alma que es atraída y reflejada por la actividad psíquica de la naturaleza.

A.: ¿Cabe hablar de un lenguaje, no conceptual ni arbitrario, al margen de la naturaleza, o acaso ella misma constituye, con sus leves soterradas, la universalidad misma del lenguaje?

P.: No hay duda. Cabe hablar de un lenguaje universal que es la naturaleza misma, porque incluso los lenguajes conceptuales y arbitrarios, por proceder de nuestro psiquísmo, son de la naturaleza. (También nosotros somos naturaleza).

A.: «Los que piensan que el arte es representación de la naturaleza y de la vida -ha apuntado agudamente Antonin Artaud- parecen ignorar que la vida y la naturaleza son representación de un principio subyacente al que el arte tiene la virtud de acercarnos», ¿Quieren las leyes sugerentes de tus pinturas entroncar con ese principio o principios soterrados de la naturaleza de los que ella es representación y a los que el arte nos aproxima?

P.: Yo trato de plasmar imágenes que no sólo sean representación, sino manifestación de esos principios subyacentes que «son» la naturaleza. Y siento una vez más, lo que en todo esto pueda haber de pretencioso (aunque también pudiera el miedo actuar como exorcista). En cuanto al dicho de Artaud, para mí se trata, más bien de la naturaleza como «símbolo»: que manifiesta y que se hace sentir al mismo tiempo.

A.: «No representación y no improvisación». En los extremos negativos de este lema cifraba Artaud el sentido del arte. Creo que ambos extremos no cuadran mal a tus pinturas. En ellas se hace obvio el principio de la «no representación», y aún más el de la «no-improvisación», la constancia de un acto perpetuamente reflexivo, intransigente, en torno a una manifestación mil veces aquilatada. ¿Se requerirá del contemplador una actitud equivalente que, excediendo la lectura superficial, «formalista», de cada una de las creaciones, le permita recorrer paso a paso la senda del creador?

P.: Decía antes que yo no quiero representar, sino manifestar o, al menos, «colaborar» en el acto de la aparición. Esto ya implica, de parte de quien contempla la obra, una lectura que puede y debe ir más allá de la simple interpretación o traducción «formalista». Puesto que son cosas que se manifiestan, el mejor medio de conocimiento, del lado del contemplador, sería una atenta contemplación o escucha prolongada e intensa que le hiciera posible sentir, conectar, conocer a fondo aquello que contempla: tener la verdadera «visión» (en el sentido, justamente, de «ver visiones»). De este modo, el que contempla se situaría en un estado equivalente al del artista en «cada uno» de los instantes de la «visión».

A.: ¿En qué medida participan las fuerzas inconscientes del artista en la recepción de ese mensaje soterrado que viene, sin mediaciones, de la, naturaleza y de la vida, y en qué grado interviene la conciencia a la hora de su formulación plástica, de su explicitación?

P.: Las energías inconscientes, que son psíquicas y vitales, están conectadas (o son aspectos de una misma cosa) con las energías vitales y psíquicas de la naturaleza (la naturaleza no es sólo «física») y en cierto modo vienen a ser un reflejo recíproco. La imaginación activa, que es una forma de memoria atemporal, se comporta como el hilo de pescar lanzado a las aguas oscuras, sin fondo, para captar un pez («icthus»), que a su vez es señal («icnos»), como escucha profunda que oye lo que de allí viene. ¿Será esto el descenso «ad inferos» de las iniciaciones?

A.: Conforme hablabas del «reflejo recíproco», venía a mi memoria aquel verso de Lao-Tse, cuya letra dice: «Y halla el hombre que fondo y superficie son la misma cosa».

P.: Así es, «Lo que está arriba es como lo que está abajo, para que se realice el milagro de la cosa una», advierte la «Tabula Smaradigna» de Hermes o Mercurio, de quien un papiro mágico de Egipto dice: «Guardián de la lengua de los muchos sonidos, profeta»,

A.: Cada uno de tus cuadros aparece, diría. «de golpe», diáfanamente formulado, cuando su proceso creador, su recorrido, ha sido lento y tortuoso.

P.: La operación de los puntos, líneas, superficies y colores es larga, lenta, tortuosa, llena de errores, de cegueras, de dudas, angustia y peligro, pero también se dan, a lo largo de ella, paz, equilibrio, profunda satisfacción, placer y libertad exhilarante, porque se trata de cifrar la convergencia del afecto del que pinta con el sentir de la naturaleza.

A.: ¿Hay en la plasmación definitiva de cada cuadro algo de síntesis o «fórmula mágica» que a ti te permite racionalizar y al contemplador asimilar aquellas fuerzas de la naturaleza, latentes y no propiamente racionales?

P.: En el sentido de «cifra» o de «heráldica», se puede decir que es síntesis o «fórmula» (molde de la forma) y, si quieres, «mágica», porque toda fórmula lo es.

A.: ¿No se da en tus obras una especie de «selección de correspondencia» entre la forma unitaria, racionalizada, y el transfondo múltiple y no propiamente racional de su origen?

P.: Lo inconsciente está siempre operando. La acción de pintar es consciente e inconsciente, de modo alternativo. Lo consciente va haciendo suyas unas esferas, cada vez más profundas, del inconsciente sin fondo. El rigor de la soledad, plena de preocupaciones por las oscuridades sin fin de la obra, activa lo inconsciente y, a través del poder de la imaginación, termina por manifestar cosas que, aparentemente, antes «no estaban ahí». Surgen especulaciones de carácter enigmático, en las que se tiene la experiencia del inconsciente, en forma de «visión». La conciencia, capaz de separar «destructivamente» el alma del cuerpo, puede llegar también a abrazar la «visión del cuerpo y del alma» («unidad única») en el misterio de la vida.

A.: ¿Supone el arte un ir a la vida sin mediaciones (sin la mediación, según antes indiqué, del conceptualismo secularmente transmitido y del lenguaje tradicionalmente heredado) y una posibilidad de manifestar, mediante un «control selectivo», algo muy propio y directo de su latido?

P.: El arte es lenguaje, una forma de pensar con los sentidos, la imaginación, las emociones... Como dijo alguien el arte es cosa «mental». También el otro lenguaje (el que se habla) cifra y descifra lo que nunca se agota. Lo que tú llamas «conceptualismo transmitido y lenguaje heredado» quizá sean lenguajes olvidados o asesinados. La vida habla, pero la utilización de un lenguaje muerto mata (y ello no quiere decir, de ningún modo, que el «sánscrito» o el «latín» sean «lenguas muertas»).

A.: Los llamados «informalistas» entendieron eso de «ir a la vida sin mediaciones», de una forma demasiado fácil: alentados por el vano propósito de trocar la mancha cromática en correlato fiel del impulso psíquico. ¿No es, de hecho, una pretensión tan cándida como la de descubrir lo insondable de la personalidad en la impresión de fa huella dactilar o en el trazo, sin más, de la firma?

P.: No creo que el proceso psicográfico de los «informalistas», instantáneo, sistemáticamente provocado, suponga un medio de conexión más directo con la vida. Toda operación gráfica está hecha de «instantes», sea lenta o rápida, y por esos instantes se filtra la corriente psíquica del inconsciente. El abandonarse exclusivamente a la acción mecánica de la anatomía corporal concluye en el agotamiento del gesto repetitivo y monótono. Yo deseo ser consciente, seguir paso a paso, como en una contemplación, la génesis del acontecimiento global. En el espacio bidimensional, «primer» campo material que nos es dado, se produce el desencadenamiento de un proceso de formación, y es allí donde las formas imaginadas pueden aparecer materialmente.

A.: ¿Cómo se produce el desencadenamiento y se consuma la aparición material?

P.: El punto genera direcciones y distancias-líneas. Esto es un misterio. Tales direcciones y distancias-líneas son los elementos primeros de un lenguaje que nos sirve para conocer en el mundo, y que al propio tiempo «es» el mundo. Se trata de lineamientos múltiples, infinitos. Las irradiaciones del punto son dimensión real, manifestada por «pulsación rítmica» (energía) que, al penetrar el espacio, lo coagula en planos. Este pulsar rítmico es «número», conociéndose la pulsación por el número mismo: número que da forma, que cifra y descifra la forma. La irradiación primera se manifiesta en cuatro direcciones y constituye otro misterio. Si la pulsación es uniforme y simultánea en todas las direcciones, se forman series de espacios circulares. Si la pulsación es varia y no uniforme, se forman series de espacios de múltiples lados y ángulos («poli-gonales»). De esta manera se manifiestan las formas que creemos conocer y las que aún no conocemos. La intervención activa la experiencia, en estos procesos tiene lugar a veces en tiempo lento y, a veces, de forma rápida. según la actividad de la contemplación o la pasividad (paradójicamente «activa») que tales procesos exigen.

A.: En la misma medida en que tu pintura se sitúa en las antípodas del «informalismo», corre el riesgo (a manos, sobre todo, de los amigos de las clasificaciones) de verse enmarcada en el «constructivismo». ¿Media alguna posible relación entre tus estructuras formales y las de los «constructivistas»?

P.: Si operar con una cierta geometría es ser «constructivista», lo seré como también lo serían los matemáticos los físicos. químicos y biólogos..., que se valen del número y practican la geometría. Más o menos conscientemente, la geometría es sentida por todo artista plástico.

A.: ¿Es la geometría el medio más idóneo para la expresión plástica, para convertir en «estructura» o elevar a la «mejor forma» (una suerte de «Gestalt» del espíritu, no sólo de la percepción) el aluvión de las incitaciones naturales y vitales?

P.: Los espacios en que opera el pintor tienen unas leves; las formas que se manifiestan en tales espacios lo hacen según esas «leves» (y aquí la palabra no suena del todo bien) fundamentalmente geométricas. Pero pudieran ser también «transgeométricas». De aquí que la geometría sea o no, según unos u otros, el «medio más idóneo», como tú dices, para la manifestación plástica. En todo caso, es el medio más apropiado para la «transgresión», incluso, de la propia geometría.

A.: Dentro de la expresión geométrica, lo que en tu obra se hace harto patente es la incesante proposición de un «pluriperspectivismo». En más de una ocasión te he oído decir que la «perspectiva radica en el ojo humano». ¿Quiere ello significar que el espacio pertenece a la subjetividad o que es una «forma a priori -que diría Kant- de la sensibilidad externa»?

P.: El ojo, órgano de la visión, forma parte de la actividad absoluta del alma. «La visión en perspectiva» depende. creo, de la estructura del órgano, y la estructura del órgano no depende del objeto exterior, sino de una «intención». El ojo, como los restantes órganos del hombre y el hombre mismo, contiene, en estado latente, energías transformadoras, por vía de evolución, hacia sentidos más potentes y penetrantes («pantoftalmos»). El ofrecer al ojo «pluriperspectivas», emanadas de la perspectiva primera, tendría como objeto proponerle un medio («su medio») «enriquecido», o entrenarle hacia otras posibilidades de visión. De todo esto deduzco que el espacio pertenece, en primer lugar, a la subjetividad, por cuanto es apropiado por ella para remodelarlo y reconformarlo, y, en segundo lugar. que es una forma existente «a priori» cuyo fin es ser analizada y descifrada.

A.: Una diferencia capital que yo advierto entre tus «estructuras» v las de estirpe «constructivista» es el carácter estático de éstas, frente al cariz de «acontecimiento» (y «acontecimiento» es «temporalidad»), siempre cambiante al ojo humano, con que se generan y transmiten las tuyas.

P.: El carácter estático de las estructuras «constructivistas» se debe al empleo de las formas geométricas que yo llano primeras o «escolares» (triángulo, cuadrado hexágono...), de una manera cuantitativa y aditiva. Estas formas son verdaderos «símbolos», es decir. son para la experiencia. En caso contrario, se vuelven herméticas, inertes, o sirven únicamente como elementos de una simple y equilibrada «construcción».

A.: Los «constructivistas» se valieron, comúnmente de la línea recta, excediendo rara vez el esquema ortogonal. Tus obras, por el contrario, rehuyen sistemáticamente el ortogonalismo y tienden a la diagonal o al juego de la línea curva y la quebrada. ¿Por qué esta aversión o escasa afición al ángulo recto?

P.: Es cuestión, como dije, del «sentir que piensa». El ángulo recto (que yo a veces también empleo) me transmite la impresión de freno brusco, de parada (por eso es estático). La diagonal, a la inversa, me sugiere el paso a otra cosa, el «traes» (tránsito, transposición, transformación, transgresión...). Los ángulos agudos y obtusos evocan más intensamente transformaciones violentas o sosegadas.

A.: Muy característico de algunas de tus obras (dentro, especialmente, de la familia de los «Mandala») es el siguiente esquema de conformación: un elemento fijo, oscilante entre el círculo (giro perfecto sobre sí mismo) y el hexágono (primera figura perfecta de más de cuatro lados), y un universo de formas exteriores, «diversas», cambiantes, que salen de ese elemento fijo, «uno», y retornan a él. ¿Responde, tal vez, este esquema, a un principio conciliador entre la «diversidad» de la naturaleza y la «unidad» del espíritu»?

P.: Con ese esquema trato de hacer manifiesto o de colaborar en el proceso o ciclo completo de generación, a partir de un punto visible o no: el procese de transfiguración o metamorfosis y la reabsorción final. Todo el ciclo se manifiesta, en cada caso, según una determinada ley u orden. Y esas leyes son siempre rítmicas, verdaderos ritmos temporales y espaciales. Para mí, según dije la unidad del espíritu y la diversidad de la naturaleza son caras o aspectos de una misma y única cosa.

A.: «A toda realidad subyace el número -afirmaron los pitagóricos-, porque el número es el principio formal de todas las cosas». Las cosas son lo que son por el número o relación numérica subyacente, y no son propiamente conocidas en tanto sea desconocida esa relación. ¿Tiene en tu obra el número esa misma condición de «principio formal»? ¿Se da en torno a él el hacerse, manifestarse y conocerse de tus criaturas?

P.: En mi trabajo, el número es verdadero «principio formal». El número (energía que nombra) es la ley informadora en el «hacerse y manifestarse de mis criaturas», como tu dices, y por ello es cifra de conocimiento para mí y debe serlo para el contemplador (al menos trato de que así sea).

A.: Tan arraigada se dio en la escuela de Pitágoras la prevalencia entitativa y cognoscitiva del número, que hasta los hechos de índole intelectual y moral fueron explicados por el o a través de él de donde vino a nacer la «simbología de la década» como un valor «mágico-religioso», este valor en las fronteras del conocimiento y de la expresión en general y en la particular intención congnoscitiva y manifestativa del arte?

P.: El carácter simbólico y mágico-religioso que se dio al «principio formal» se debe a que constituía y constituye un «misterio». Las religiones han sido desde sus orígenes, «mistéricas». Eran los misterios los que provocaban la revelación de una religión, y es el olvido de la finalidad de estos misterios (la de ser revelados) lo que las trivializa y las pierde. La vida misma es un misterio. Las religiones fueron y serán fundadas por los «profetas»: intuitivos, iniciados, visionarios, iluminados (es decir, «conocedores»), en posesión de una memoria atemporal. Estos profetas revelaban o enseñaban («trago-magister») y formaban sacerdotes, iniciados o «gnósticos» (en su recto sentido etimológico), que poseían un «corpus» de conocimiento o iniciación (»preparación pare») la aproximación al misterio o misterios.

A.: ¿Qué relación guarda el origen de las religiones con los orígenes del arte? ¿Cuál es el vínculo mediador entre su respectivo y diferenciado conocer y revelar?

P.: El «corpus de conocimiento» o iniciación al misterio se enseñaba en centros de estudio o «conventos» (a veces, en el mismo templo), siendo una de las partes de la «gnosis», experimental u operativa (artes o artes-mágicas y oficios). El arte fue, en sus comienzos, una «operación mágica» y algunos de los artistas o artífices «eran temidos» (algo que no deja de ocurrir en nuestro tiempo, aunque disimuladamente envuelto en otras razones). Tales fueron los orígenes del arte y también de la ciencia, que «originariamente» no eran sino aspectos de una misma cosa. Pienso que, a través de la evolución, el «origen» debe colorear todo el proceso: de otro modo la evolución se desvía y se detiene. Esta concepción del arte no es, sin embargo, religiosa en sentido estricto o en la manera que hoy se practican las religiones. La ciencia penetra, cada vez más profundamente, el «misterio de la materia formada», y el arte puede hacerlo también por sus propios medios, buscando «allí» otras cosas que aún no han sido reveladas.

A.: Puede decirse que hoy se está produciendo un verdadero renacimiento en lo tocante al mundo de la magia, del ocultismo de la «Kábala». Aun reconociendo que no faltan magos o iniciados de velador (o de sesión de cinco a siete), ¿crees que esta renacida atención ocultista ha influido en la evolución del arte moderno?

P.: Hay, ciertamente, un renovado interés, «serio», entre pensadores, escritores y científicos. Se investiga y estudia, en muchos lugares, el gran tesoro de documentos antiguos, muchos de los cuales están aún por descifrar, transcribir, traducir v publicar. Tratándose, como se trata, de estudios difíciles (incluida la simple lectura), largos y penosos no creo que los artistas de hoy tengan tiempo para adentrarse «seriamente» en estas cosas. ¿Se da una influencia? Muy superficial. Detractores y entusiastas no saben en muchos casos de lo que se trata. Una «moda» más, y en este caso. «retro».

A.: ¿Cabe establecer un «lenguaje universal de la naturaleza» como el que propone, por ejemplo, Carlos Castaneda en sus «Enseñanzas» o en su «Realidad aparte»? La naturaleza ya es lenguaje en cuanto que representación del principio subyacente que la informa. Representarla a su vez, en su apariencia, equivale a trazar la representación de una representación. ¿Es posible, por el contrario, ir a la raíz de ese «principio», allí donde se halla la clave del lenguaje mismo de la naturaleza?

P.: Cuando Castaneda habla de una «realidad no ordinaria» («no ordinary reality»), quiere decir que la realidad (la ordinaria, la de todos los días) que en general creemos comprender no es más que un fragmento o sección de la realidad total. Desde nuestro nacimiento, somos modelados, adaptados. condicionados por «un» determinado medio cultural. Este nos «fuerza» a ver solamente las secciones de la realidad que él abarca y con las cuales ha construido «su mundo». Tales secciones de la realidad son, como su nombre indica, fragmentos de la realidad total, son sólo apariencias o imágenes parciales que pretenden substituir a la totalidad, impidiendo su aprehensión. Las culturas, sin embargo, «pasan» (como las formas) unas «en» otras, con las correspondientes secciones de la realidad que han descubierto o «comprehendido» («mundos»), y, así, estas secciones o estratos van paulatinamente abriendo puertas múltiples y nuevos mundos, imbricados unos en otros. Pero ocurre que esos fragmentos de la realidad pueden también pasar en una forma de olvido, de egoísmo, que separa y aísla los fragmentos unos de otros, y. de esta manera, vienen a pretender algunos de ellos ser la explicación completa de la realidad que se cierra con la palabra «fin». El hombre que imagina (como en una atenta escucha), presiente. sin embargo, que todo no se acaba tan pronto ni tan cerca. Ha sido y es él quien transmite las raíces o «palabras imaginantes» que no se engañan ni engañan y que. precisamente, han hecho aparecer tan variadas y sucesivas «culturas». Las imaginaciones o sueños del hombre revelan o desvelan lo escondido. v las palabras imaginadoras fluyen para siempre en una emanación transformante y reveladora: son formas que encarnan en la materia para que ambas puedan manifestarse y. así, constituir el «lenguaje universal» de la naturaleza, de la tierra, del hombre.

A.: ¿Cómo se llega, en fin, o puede llegarse a una concordia o conciliación entre lo diverso de la naturaleza y de la vida, y lo unitario del espíritu? El que indaga y crea o «inventa», lo hace de cara a la diversidad y ambigüedad de la naturaleza y de la vida, en tanto que lo inventado y creado, o una vez creado, aparece investido de armonía v unidad. Todas las fórmulas de los inventos son unitarias y armónicas, como lo son las verdaderas obras de arte, siendo diverso y ambiguo el universo de su origen, el espectáculo de la naturaleza y de la vida.

P.: El espíritu humano, que es reflejo del «principio esencial» (primera y última fuente de energía) y descendiente suyo se comporta del mismo modo que «él»; tiende a unificar para poder después desencadenar el fluir innumerable que buscará. sin fin, una forma suprema. La unidad de la obra de arte tiene que ser fecunda, emanadora de formas y de familias de formas.

A.: ¿Ocurre así a los ojos o en la experiencia del artífice-creador?

P.: Una forma verdadera no es nunca definitiva, sino que vive en un tiempo «rítmico», como pasando. Si la unidad se produjera como el encuentro de un «estilo» que fuera suma de variantes superficiales («un estilo definitivo»), yo dejaría de pintar, al pensar que comenzaba a copiarme a mí mismo. La obra verdadera será «unidad», pero para mí es, sobre todo. «emanación».

A.: La obra, unitaria, se le ofrece al artista, al propio tiempo, como fuente de diversidad. ¿Sucederá lo mismo desde el ángulo del contemplador? De tus palabras parece desprenderse este trayecto: el cuadro (unidad, síntesis, armonía) se hace paulatinamente diverso y heterogéneo a los ojos de quien lo contempla (de ahí nace, precisamente, la «polisemia» de que hablan los lingüistas en su específica referencia a la obra de arte). Desde su unidad, la obra difunde diversidad, trasunto o correlato de la diversidad misma en que se adentró el artista, dimanada, a su vez, de aquel «primer principio» que era esencialmente unitario.

P.: El sentido constante de casi todos los Mitos. Teogonías y Génesis primitivos (originales) es la idea de la «creación» como necesidad que sintió el «creador» de contemplarse, es decir, de «conocerse a sí mismo». El, que estaba solo («uno»), al contemplarse (como en un espejo), se dividió y creó. ¿Qué son estos mitos? Imágenes arquetípicas del alma humana que presiente la necesidad de conocerse a sí misma para poder acercarse al enigma de «lo otro». El artífice se contempla en su obra (como en un espejo) y. cuando se conoce plenamente. conoce el mundo. En el «Romance de la «Rosa», de Jean de Menú, escrito en el siglo XIII, se dice: «En esta fuente brilla un carbunclo admirable sobre todas las piedras preciosas, todo redondo y de tres facetas (...). y sabed que es tal la virtud de esta piedra, que cada faceta vale tanto como las otras dos, y que las des no valen más que la tercera. Y nadie puede distinguirlas una de otra (...). Tan maravilloso es el poder de este carbunclo, que aquellos que se acercan a él ven todas las cosas que hay en el parque, por cualquier lado, y «las conocen propiamente, así como a sí mismos».

A.: Admirable, el fragmento del poema, y no poco relacionado con otro «mito genésico»: la «trinidad» de las facetas en perfecta «unidad». Se habla en él de la piedra preciosa, del rubí (del «carbunclo»). y de tal alusión quisiera yo traer al diálogo algo que creo muy relacionado con tus creaciones. Recientemente y en estas mismas páginas de «Revista de Occidente», dejé literalmente escrito: «¿De qué especie es esta corporeidad (de las obras de Palazuelo)? La de la piedra preciosa. diamante o rubí, cuya solución natural, en el límite, revestirá la forma de reberveración». Tal imagen era y es traída a cuento para atajar la opinión de quienes analizan tu obra como esencialmente «lineal», con olvido de su «dura corporeidad» y de su «intensa reverberación» de la que saltan y se suceden las internas formaciones y transformaciones. Diría yo que en tus obras la materia «es» su propia conformación y su propio reverbero, su tonalidad unitaria y cambiante, que prohíbe, realmente, lectura «lineal» del conjunto (como igualmente ocurre con el «carbunclo», cada vez idéntico a sí mismo y, cada vez, cambiante, y sin sobresaltos).

P.: Esta lectura «lineal» puede venir del afán racionalizador, y para mí aberrante de separar la materia de la forma. Densidad, espesor, rugosidad, brillo y color... son «formas» de la materia, pero no «la materia» o substancia en sí. Lo que yo llamaría «con-imaginación» de la materia es, al mismo tiempo, psicología o imaginación de las «formas» que aparecen en la materia (lo blando, lo duro, lo profundo...). La superficie, la materia, el color..., son formas varias que se presentan simultáneamente, y su tersura o aspereza serían también «formas», e incluso son «formas» las líneas que delimitan una superficie, y sería la «conformación total» la que daría la sensación de corporeidad, Como dije al comienzo de la conversación. toda «forma aparecida es materia» y toda «materia manifestada es forma».

A.: Y el color. El blanco, el negro, el rojo, el amarillo. Tal es la «tetralogía fundamental», activa, de tu pintura, compensada, con cierta intermitencia, por la pasividad acogedora del verde y del azul. En épocas iniciales, sin embargo, es una tonalidad terrosa (un ocre) la que aparece y predomina junto al blanco y al negro. ¿A qué obedece esta especie de «preludio acromático»?

P.: En la primera época. propiamente mía. predominan los colores terrosos y grises. Por este tiempo (serie de obras tituladas «Soledades») era grande la tensión imaginativa (aquella especie de escucha intensa que va más allá de la vista) y mi preocupación por la plasmación del «proceso informante». Estoy seguro de que la imaginación misma dejaba que tuviera lugar la lucha de los colores mezclados, sucios, ternes, entre los cuales aparecía a veces algún fulgor, como al principio de un crepúsculo. Poco a poco, y a medida que la plasmación de los procesos se hacía más segura o menos angustiosa se hizo sentir la necesidad intensa de los colores bellos y limpios: pues cuando más hermoso y resplandeciente es un color, más se le imagina sólido y profundo («dos formas»). La «sublimación material», que dirían los alquimistas es realmente una conquista del color, una dominación última del rojo. En un tratado de alquimia se dice: «El Halcón está siempre en la cima de la montaña gritando: Yo soy el BLANCO del NEGRO, el ROJO del CITRINO».

A.: En la tetralogía fundamental de tus cuadros, presidida por el rojo, siempre he creído advertir una alusión, interiorizada y muy directa al pálpito de la vida: el blanco y el negro (contrapunto vital de la luz y de la sombra) parecen sustentar la señal viva del fuego («un fuego que se enciende y apaga con medida», en feliz expresión de Heráclito), el vigor de la sangre y la vena concentrada. coagulada, del rubí reverberante. ¿Hay en todo ello un símbolo general de la vida?.

P.: Sí. pero en el sentido de la imaginación de las formas de la materia es decir, forma y materia interiorizadas. Las formas, más que estados, son tránsitos (antes dije que lo que me interesaba era la «traes-formación») o pasajes, y los adjetivos cualificantes están, en este caso, más cerca de los verbos que de los nombres: el «rojo» estaría más cerca del «enrojecer» que de lo «rojizo», y al mismo tiempo lo siento a punto de virar hacia el púrpura, violeta o naranja... y muy a menudo ennegrece o azulea. La razón pretende muchas veces separar las cosas de su expresión y siempre se resiste a seguir a la imaginación en su encarnación de las formas. Es útil explicar los sueños mediante las ideas. pero es mucho mejor explicar los sueños por los sueños.

A.: Señalé antes que en tus obras, como ocurre con la dura y destellante corporeidad del rubí la materia «es» no sólo su propia conformación, sino también su propia fulguración o reverbero. ¿Cabe establecer un particular simbolismo, vital o vitalista, desde el punto de vista estrictamente cromático?

P.: Desde los tiempos más remotos, el alma humana imagina y simboliza. La imaginación «no se engaña». encuentra palabras que son «raíces imaginantes». aunque venga luego el juego de las etimologías a iniciar sus danzas contradictorias El aumento paulatino del valor que la imaginación va infundiendo a la substancia transformada («forma material»), es señalada por la aparición de los colores. Dice Goethe: «Los colores son acciones de la luz. actos v penas...» Y se pregunta Schopenhauer: «¿Cómo comprenderlos sin participar en su acción profunda?». En los procesos de sublimación de transformación de la substancia, el alma humana «imagina» la aparición de los colores en un orden que es casi constante, que pasa por el «negro» (imaginado, primero como substancial-tenebroso), por el «citrino iridiscente» (amarillo-verdoso, que evoca la multiplicidad de las transformaciones), por el «blanco» (la iluminación), y llega al último «rojo» que el artífice imagina rubí o carbunclo, por su orden cristalino, por su profundidad, dureza. transparencia..., y por ser «receptáculo de la luz» (y del fuego). La aparición de una «forma feliz» es siempre un acontecimiento maravilloso que va acompañado del aparato y fastuosidad del color: «Con su bella túnica roja», dicen los alquimistas. Es el más hermoso color, el que designa la «substancia-formada-feliz», la que colma los deseos del artista, la que anuncia la realización, el «fin», de sus trabajos.

A.: ¿Perseguían los alquimistas, a través de tan laboriosas operaciones, el hallazgo del carbunclo, o daban con el descubrimiento de la «piedra filosofal?» ¿Eran acaso otras sus intenciones?

P.: La ensoñación imaginante de las cualidades y de las substancias les hacía presentir, les acercaba a un «misterio esencial» que no conocían. Los secretos que les aproximaban a ese misterio estaban «ahí», escondidos en las materias, en las formas que iban apareciendo en su atanor. Y. así, continuaban la meditación de la intimidad de esas materias con una extraña pasión. siempre más intensa, porque el alquimista amaba tanto la substancia («amor a la tierra»), que no podía creer que ésta jamás le engañaría. Así, también descubrían, en el transcurso de las operaciones, elementos nuevos, como el «fósforo», y muchos de los principios de una ciencia que luego se llamaría «Química», de la que son verdaderos padres.

A.: No deja de ser paradójico que estos cuatro colores o símbolos de la generación y de la vida, simbolicen también la muerte. como ocurre en las páginas del «Apocalipsis» y en los textos de otras concepciones religiosas y poéticas. Juan, el Evangelista, en su enigmático documento apocalíptico. simboliza y personifica a la Muerte cabalgando cuatro caballos cuyo color respectivo es, justamente, el blanco. el rojo, el negro y el amarillo. Y si al blanco lo llama «blanco» a secas (« leucós»), y al negro lo llama simplemente «negro» («molas»), viene a identificar los otros dos con los matice: mismos del proceso alquímico: al rojo lo denomina «rojo de fuego» («pirrós») y al amarillo le agrega un tinte «verdoso» (ajlorós»). ¿Cómo se compaginan los términos de esta simbología alternante o contradictoria?

P.: La división, que es vida es, en cierto modo, muerte. El alma humana imagina este drama en un tiempo antes del tiempo, lo que para mí quiere decir que está ocurriendo siempre, aun en la persona misma. De aquí que los cuatro colores (principalmente) a que nos estamos refiriendo. puedan constituir experiencias interiorizadas de los procesos vitales, a partir de la «substancia primera», y que al mismo tiempo acompañen o señalen el acontecimiento de la disolución en la muerte. En este caso, la luz, (energía primera, origen) «quedaría atrás».

A.: También Antonin Artaud quiere aludir al olvido o abandono (a ese «quedar atrás» de que tú hablabas) del «principio primero» («intocable y único») identificado con la luz de la vida y simbolizado en el color «blanco», y a la consiguiente división de todo lo demás, simbolizada en la permanencia dispersa y alterada del «negro». del «rojo» y del «amarillo», en el despojo, en la muerte de aquello, justamente, que el hombre juzga su dominio o cree «su conquista». «Al conservar lo conquistado -escribe literalmente Artaud en su Heliogábalo-, perdieron la noción del principio intocable v único que había venido a revelar a los autóctonos del Pallisthan. Los Vedas parecen atestiguar esta alteración del «principio» en un texto misterioso: Sólo quedaron algunos negros, algunos rojos y amarillos; pero los hijos de la luz_ blanca se habían marchado para siempre».

P.: Como dije antes, la forma verdadera no es nunca definitiva ni terminada. Las formas «no terminan». De ahí que el intento de apropiación, de posesión, esté condenado de antemano al fracaso, quedando entre las manos «solamente» residuos, envolturas, despojos.

A.: La «tetralogía fundamental» de tus pinturas suele dar paso, con alguna intermitencia, al empleo decidido de la tonalidad opuesta: al uso de los verdes y de los azules. asistidos por la presencia rigurosa del negro. ¿Cómo explicarías lo particular de este tránsito sistemático, con características casi de «constante»?

P.: Las imágenes (lo imaginado) son el vehículo de fuerzas psíquicas primeras. y son para mí «más fuertes» que las ideas. La imaginación primitiva (desde «los orígenes») siempre sintió los colores como masculinos (blanco, amarillo, rojo) o femeninos (negro, azul, verde). Aun hoy día, y de una manera casi unánime, se considera a los colores, por sus cualidades, como irritantes o sedantes, agresivos o acogedores, calientes o fríos. Cuando trabajo con el rojo (el rojo que inunda anchas playas temporales de una forma de esplendor) siendo desgaste, calor, irritación. Tras este ardor continuo que además, y por pura imposición (que se impone), produce a veces ceguera (es decir, impide ver bien las tonalidades: podría decirse que impide imaginar la tonalización), se siente la necesidad, casi biológica, de bañarse en azules, de calmarse con los verdes y de reposar en el negro aterciopelado, penetrado de sordos, lejanos, rumores o totalmente silencioso. Aunque puede parecer extraño (a mí me lo parece), los colores se pueden escuchar en cierta manera, Kandinskv decía «sonoridad amarilla».

A.: Y tras la simbología del color, una última pregunta: ¿Cuál es la simbología del origen de la forma?

P.: Las formas nacen «siempre y para siempre», de la transformación de otras formas, innombrables. Nunca podremos conocerlas, pues no son legión, sino abismo. pero sí podremos, por el afecto y por la razón, testimoniar del orden u órdenes que ellas reflejan. La forma humana, que nace de la tierra, es una transfiguración de ella, y su fin último es, a su vez transfigurar aquello que le dio el ser. Los juegos que fascinan al niño son las manipulaciones del polvo, del agua, del barro de la tierra. También el aire y el fuego les producen una inmensa sorpresa. placentera o temerosa. pero siempre terrible (lo «tremendum»). Luego, el hombre adulto no hará otra cosa que modelar, remodelar, construir,«transformar»... sin saber muchas veces que, al hacerlo, se transforma a sí mismo y transforma a su gran amor: «la tierra». Dice Castaneda: «Este luminoso ser que está vivo hasta en sus últimos repliegues y comprende todos los sentimientos, me calmó y curó mis sufrimientos, y cuando al fin comprendí totalmente mi amor por ella, me enseñó la libertad (... ). Solamente cuando se ama esta tierra con amor. sin flaquezas. puede uno desprenderse de su tristeza (...). La tristeza pertenece únicamente a aquellos que odian el refugio mismo de su ser». (Carlos Castaneda. Tales of Power, p. 285).

REVISTA DE OCCIDENTE - 01/05/1976

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