Entre la exaltación y la crítica ajenas, la voz del recientemente fallecido Marshall McLuhan ha sido una de las se han dejado oír con acento más propio) en el concierto de la expresión contemporánea, sin excluir su particular resonancia por estas latitudes. Larga, en efecto, y acalorada fue la controversia que suscitó su intervención en un no lejano congreso celebrado en Barcelona: delatora, para unos, y cómplice, según otros, de los omnipotentes y omnipresentes canales de la publicidad. Hoy, y a propósito de su muerte, todos parecen de acuerdo en la apología, a la que uno se suma gustoso con la glosa somera de aquel módulo proporcional que el sagaz pensador canadiense refirió a la posibilidad comunicativa de nuestro tiempo bajo el nombre sintomático de temperatura.
A la luz de algunos escritos de McLuhan vale decir que la temperatura de un mensaje depende del mayor o menor grado de participación del lado de quien lo recibe. Se dice que un mensaje es caliente cuando los datos, en su totalidad o en la mayor medida son suministrados por el emisor, y frío si corre de cuenta del receptor el hallazgo, en análoga medida o totalidad, de los elementos de información latentes en el mensaje En el primer caso, quien recibe el mensaje se limita a cumplir pasivamente, y sin mas, su escueto papel de receptor, siento prácticamente nula su participación comunicativa. En el segundo caso trasciende su capacidad propiamente receptora, participa del sentido del mensaje y se ve activamente implicado en la comunicación misma.
Pierre Guiraud adorna la idea de McLuhan con algún ejemplo certero: el programa de una cadena de montaje (que es particularmente caliente) proporciona al obrero la información necesaria para su trabajo y le priva de toda facultad de elección participativa , en claro contraste con una técnica artesanal (eminentemente fría), cuyo proceso depende de la sola iniciativa y directa participación del artífice: “La tecnología –concluye Guiraud– es caliente, y las artes, frías.” En aquélla los datos nos vienen impuestos, siendo máximo su poder emisor y máxima también la pasividad de quien los recibe. Contrariamente, en las artes la explicitación con de los datos es mínima, exigiendo, del receptor una atención esmerada que le darse, redunda en auge de su actividad; y consiguiente participación.
Observe el lector la aparente paradoja inserta en la acepción que McLuhan confiere al concepto de temperatura. ¿Hay algo mas frío que el mensaje tecnológico? ¿No es propia del arte su cálida atracción afectiva? Otro, y de signo diametralmente inverso, es el alcance aplicado por McLuhan a ambos términos. Llama caliente al mensaje de la tecnología por, cuanto que henchido de datos inapelables, y frío al del arte en atención a su latencia, a su propia ambigüedad (que son, justamente, las que nos brindan la ocasión participativa si prestamos la debida atención). Al margen de toda interpretación, usted y yo nos vemos obligados a acatar unívocamente el mensaje tecnológico, pudiendo entender el artístico, como ya advirtiera Rimbaud, literalmente y en todos sus significados.
Trasladada la cuestión al área lingüística, se desprende que los mensajes aumentan o reducen su temperatura en razón de su posibilidad de codificación y originan, la una a expensas de la otra, dos tipos de experiencia: la intelectiva y la afectiva. A medida que aquélla crece, decrece ésta, pudiendo fijarse la relación inversa entre mero saber (esencialmente codificable) y afectividad (refractaria a todo propósito codificador), a tenor de estos extremos: cuanto mayor es la facultad de codificación, mayores son los procesos masificadores, el predominio del intelecto, la pasividad colectiva, el ineluctable dictado tecnológico.... y menores las diferencias subjetivas, la afectividad, el grado de atención y participación individual, la posibilidad del arte... y viceversa.
Muy al vivo refleja nuestra cultura e¡ dramático contraste entre los extremos de esta razón inversamente proporcional. ¿Quién no sorprende en sus manifestaciones al uso un recalentamiento de la experiencia intelectual, con el consiguiente menoscabo de la atención individual y el empobrecimiento de la iniciativa creadora? Dijérase que el auge de la experiencia intelectual va paulatina y paradójicamente haciendo menos y menos inteligente al individuo al írsele suministrando el saber de forma más y más codificada. El creciente grado de intelectualización ha hurtado al hombre su afectividad, su capacidad creadora, su pertenencia a la vida, su instinto. «Aunque integrado en el plano del saber --insiste Guiraud--, el hombre moderno se encuentra desorientado en el del deseo. »
En verdad que el programa de la cadena de montaje acierta a ejemplificar otras tantas manifestaciones de nuestro presente. Acata el hombre contemporáneo el dictado caliente de la tecnología con la misma ciega obediencia con que el obrero se atiene a la parcela (parcela de una parcela y de una parcela...) de su especifico quehacer en el engranaje de la producción, sin que le sea dado preguntar por el sentido del mensaje ni exceder su elección y participación un ápice de su concreto cometido. Las similitudes sociales aumentan (excepto la económica, por supuesto) en igual medida en que se reducen las diferencias individuales, y cada ciudadano se va identificado con sus otros congéneres del mismo modo que las casas de su barriada son iguales a si mismas y a si mismas y a sí mismas...
Colectivamente intelectualizado (aunque él lo ignore), el hombre contemporáneo es cada vez menos inteligente en el plano individual, fuera ya de su atención el mensaje frío en que el artesano depositaba las reglas y recetas de su ingenio y traducía el artista en auténticos valores de conocimiento y creación. Todo queda sistemáticamente codificado por un emisor anónimo y opulento, debiendo aclimatarse el receptor, masificado e igualmente anónimo, a aquella temperatura en que McLuhan vislumbró el sentido o sin sentido de nuestro tiempo. Se acomoda la vida del ciudadano al código correspondiente (alimentación incluida) y su paso por las calles se controla al ritmo intermitente del semáforo, en tanto se diluye su afectividad, su iniciativa, su deseo, su chispa creadora.
«La tecnología es caliente, y las artes, frías.» No es ocioso recordar que el reverso de la moneda nos vino dado por la plenitud del arte moderno en general y por la particular pujanza de las corrientes abstraccionistas, enconadamente hostiles al proyecto codificador. Al mensaje caliente de la tecnología, a su despotismo emisor, el arte contemporáneo opuso sus mejores síntesis no figurativas, eminentemente frías, en principio incodificables y audazmente destinadas a suscitar del lado del receptor la actividad, la afectividad, la atención v participación: su retorno decidido a la realidad, su añorada adhesión a la vida. «En efecto -reconoce Guiraud-, las artes no figurativas y, por tanto, designificadas representan una experiencia afectiva (...). Son artes realistas.»
Desde el primer balbuceo surrealista hasta el parto feraz del expresionismo abstracto las intenciones del artista moderno se centraron en la creación de un nuevo lenguaje que viniera a liberarnos de la tiranía de la razón. Ocurrió, sin embargo, y por desgracia, que la incipiente fuerza liberadora del arte vanguardista no tardó en hacerse pasto de la teoría, de la intelectualización y de la codificación, yendo a parar a los mismísimos canales en que se programa, al igual que la cadena de montaje, el suma y sigue de los mass media. «Antes que artes -dirá McLuhan, llegada a tal punto la degeneración- son entretenimientos cuyo objetivo es representar situaciones afectivas rigurosamente codificadas e investidas de una significación de la que justamente carecen en la vida. »
ABC - 10/01/1981
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