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LAS DOCE CAMPANADAS

El 31 de diciembre, una multitud abigarrada, heterogénea y eminentemente popular se congrega, al filo de las doce de la noche, en la madrileña Puerta del Sol y aledaños. Dejan allí de ser metáfora pitos y flautas, suenan panderetas, bocinas, zambombas y tal cual cencerro, en tanto émulos y más émulos los del insigne don Nicanor tocando el tambor imprimen al asfalto un ritmo contumaz, creciente y expectante.

Expectante, ¿de qué? En el kilómetro cero de la circunscripción estatal se está verificando el milagro sin par del minuto cero (¿un punto indescriptible de metafísica atemporalidad?) entre el año saliente y el entrante. Va a sonar la hora nacional, y todos los relojes celtibéricos, desdeñada la electrónica precisión del de la Telefónica se homologan y sincronizan al dictado inexorable del de la Puerta del Sol.

No es menor la expectativa al otro lado del televisor. Agrupados en variopintos clanes familiares, pueblos y gentes de España («grandes, medianos y más chicos», que dijo Manrique) atienden, sin pestañeo, a las manecillas del reloj oficiante y escuchan, unánimemente prendidos de su voz, el apasionado relato del locutor de turno: «Faltan sólo segundos, escasos segundos, señoras y señores, para que se produzca...»

¡Para que se produzca lo más refractario a toda producción o productividad! Porque ocurre que las aguerridas huestes de a pie danzante y los sedentarios estamentos hogareños se disponen a presenciar un acontecimiento que se caracteriza, justamente, por su absoluta falta de acontecer. Nada, en efecto, absolutamente nada va a producirse, y nada, absolutamente nada, va a ocurrir a ojos de la animosa concurrencia.

Entre anécdota y recuerdo eventual («se cuenta que, a finales del siglo XIX, en esta misma plaza...»), la voz del locutor sigue acompasando el ritmo de las manecillas con una entonación más propia de retransmisión deportiva que de fe litúrgica o augurio comunal. El discurso del reloj va al de la palabra con el mismo, cariz con que se relata el avance del ariete por el «ángulo frontal del área de castigo...», camino del gol.

«¡Instante de emoción! Avanzan las manecillas hacia su encuentro en lo alto de la esfera..», insiste el comentarista. No hay al, sin embargo, gol que conseguir ni lapso que prorrogar. Se trata, sin más, de una expectativa sin expectativa; efímero y cabal correlato de las palabras llanamente disuasorias del poeta T. S.

Elllot: «Esperad, pero sin esperanza; porque bien pudiera ésta haceros errar en el objeto de ella misma.»

Por unos instantes la colectividad renuncia a los términos habituales del proyecto finalista y se deja guiar por la multidirección del juego. No hay más expectativa que la que señalan las agujas del reloj. Se hacen votos por la prosperidad en general, no por lo próspero en especie. Se erige un monumento al tiempo, al tránsito de la duración, en la fugacidad de su cómputo. Se celebra todo y nada. Se conmemora la propia conmemoración.

No, no hay allí posibilidad de error o desencanto. Unos y otros saben que nada ha de producirse. Esperan lo esperado. ¿Qué locutor se atrevería a relatar, fuera del día señalado, el transcurso escueto de un cuarto de hora sobre el ejemplo mismo del reloj? ¿Qué oyente aceptaría, en otro caso, los consejos («iAtención! No confundan las campanadas de los cuatro cuartos con las de la hora») que le dicta hoy el comentarista?

Y es en ello en lo que se define el día festivo por excelencia. ¿Qué es la fiesta sino la conmemoración de sí misma? La celebran todos, pese a ser minoría (eruditos y beatos) los conocedores de su origen, liturgia, gracia y significado. Se conmemora, según dije, la propia conmemoración en favor del hermoso derroche («Sólo el derroche es belleza», apuntó Blake), en homenaje a lo improductivo, a lo esencialmente inútil.

La elisión del adjetivo en la mención de las fiestas navideñas llega a la antonomasia en la de Nochevieja-Añonuevo. Si las fiestas de Navidad son las fiestas en el decir común («Ya se sabe, estas fiestas... ¿Dónde vas a pasar las fiestas? Tenemos invitados para las fiestas. Me gusta celebrar las fiestas en familia...»), la que aquí se comenta entraña, sobre ello mismo, el más puro, absoluto y excelso espíritu de festividad.

Se opone el día festivo al laboral en el carácter esencialmente improductivo de aquél, frente a las imperiosas premisas de la producción que condicionan el horario de éste. La fiesta resulta ser emulación genuina o ejemplo de la propia armonía cósmica, en la que los valores de producción quedan descaradamente en entredicho: el orden cósmico se sustenta, según Bataille, en la idea prioritaria de improducción y despilfarro.

Y es de señalarse, remitiéndonos a nuestro sistema, que un único astro, el Sol, envía y envía por doquier energía y más energía, sin recibir nada a cambio. Envía y envía energía en un acto glorioso de pura donación y con escaso provecho ajeno. De todos los planetas que integran el sistema solar, únicamente el nuestro, la Tierra, se beneficia productivamente del diario regalo del Sol. Para los demás, todo es glorioso derroche.

Conscientes, por un día, de su gozosa y gratuita inserción en el exuberante concierto cósmico, grandes, medianos y más chicos se entregan, rebosantes de sí y en aras del tiempo, a la festividad de las festividades, sin otro punto de referencia que el avance paulatino de las manecillas del reloj hacia su «encuentro en la cumbre». Y es al producirse (improductivamente) el punto cero cuando unos a otros se desean felicidad.

«¡Feliz salida y entrada!», se dicen unos a otros en un acto de estricta reciprocidad, al margen de todo fin u objeto. Campanada tras campanada, va saliendo el año viejo y entrando el nuevo. ¿Qué suerte de suerte es la unánimemente solicitada, deseada y compartida? De atenemos a la letra del dicho popular, la felicidad ha de producirse (fuera de toda producción) en el punto exacto en que el último tañido da paso a su eco.

Y crece la danza en la Puerta del Sol y aledaños. Una multitud electrizada va contando emotivamente los segundos, acentuando el ritmo, acompasando los instantes, dejándose llevar por su propio crescendo... hasta que estalla un «¡Oh!» enfervorizado y estridentemente colectivo al sonar, una tras otra, las doce campanadas tal cual lo hacen, cualquier da del año, a esa misma y precisa hora y en esa misma y concurrida plaza.

La fiesta se ha consumado con todos sus requisitos y atributos de colectividad e improductividad. Han sido sus héroes anónimos las aguerridas huestes de a pie (con su desenfrenada algarabía de pitos, flautas, bocinas y cencerros...), en tanto el sedentario estamento hogareño sincronizaba sus relojes con la hora del Estado, tal como le era dictada (¿casos fortultus?) por el reloj de la Dirección General de Seguridad.

ABC - 31/12/1981

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