En su hacerse desbordó la ciudad sus fronteras y hubo de socavar en su alzarse sus propios cimientos. Si el desarrollo disipaba para siempre la vieja dualidad urbana intramuros y extramuros, el propio desarrollo, ciego jinete de sí mismo, venía a reinstaurar y reponer otra división no menos antigua: la ciudad de arriba y la de abajo, la de la luz y 'a de la catacumba, del cielo y de los infiernos... La expansión de la ciudad dio por tierra con las murallas de antaño, y bajo tierra abrió todo un laberinto viario que, por andar y desandar la entraña misma de la metrópoli, mereció llamarse metropolitano y la economía de lenguaje redujo llanamente a metro. ¿Pervivencia invencible de aquella orientación (la vertical) que prima y resplandece sobre cuantas otras nos es dado concebir y probar, llegando incluso a definir nuestra esencial asimetría en el planeta?
“El hombre -ha escrito Rudolf Arnheim- experimenta como asimétrico el espacio en que vive. Entre las infinitas orientaciones del espacio tridimensional en las que puede moverse en teoría, una dirección se distingue por la fuerza de la gravedad: la vertical. La vertical actúa como eje y sistema de referencia de todas las direcciones.. El subir y el bajar ejemplifican, en efecto, a la par que hacen engañosa la humana orientación. A merced de su juego recíproco, y sin reparar en su función correlativa y alternante, cree el hombre -de acuerdo con una aguda observación de Bachelard- que las escaleras que conducen a la azotea suben y las que dan al sótano bajan. ¿Y las que nos llevan al metro? Se mueven y nos mueven en perpetuo descenso. Al metro se baja inexorablemente, y de él no se sube; simplemente se sale y aún a duras penas. Sintomático parece que a la cabeza de las demás recomendaciones campee, entre conminatorio y suplicante, el lacónico y ya proverbial «¡Dejen salir!...
Y nadie piense que en ello somos presa exclusiva de lo ilusorio. Se trata, muy al contrario, de algo que atañe al fenómeno perceptivo en cuanto que tal. Si en pura geometría no hay diferencia alguna entre el subir y el bajar, sí la hay desde el punto de vista de la percepción, con el cortejo nutrido de una sugerente simbología. “Escalar -insiste Arnheim- es un acto heroico y liberador. Elevarse desde la tierra es aproximarse al reino de la luz y de la supervisión. Excavar bajo la superficie supone, por el contrario, verse envuelto en la materia, más que abandonarla. Excavar es crear una entrada al reino de la oscuridad y simboliza el acto de profundizar, de explorar_ más allá de la dura corteza. En tanto que elevarse es el medio de acudir a la luz (de iluminarnos), excavar entraña el propósito de acercar la luz a lo oscuro y hacer que brille en la tiniebla..” El ascender y el descender dicen clara relación, así las cosas, con lo luminoso y lo sombrío, con el contraste cotidiano entre el día y la noche.
Descender al metro es tanto como despedirse eventualmente del día y entrar súbitamente en la noche. Paso a paso penetra el viajero por la boca (boca del metro resulta voz tan consagrada como boca del lobo) para dar en los vientres del túnel que surca, divide y organiza e discurso de la ciudad inferior, la languidez del tubo fluorescente emparenta en perpetua palidez los semblantes, y la intermitencia de un silbido entrecortado, de un pitido balbuciente, jadeante, casi nonnato, orienta el ir y venir del trayecto mismo. Todo, absolutamente todo, se torna signo agravado de nocturnidad: el suelo pulido, de tan trillado, la bóveda húmeda y renegrida, la flecha incontestable, la agobiante hornacina de la taquillera, el lóbrego sanctasanctorum del jefe de estación, la nómina de las paradas sucesivas con sus respectivos y estratégicos empalmes... y hasta el aburrido suma y sigue de unos reclamos publicitarios enteramente incapaces de quebrar, con su presuntuoso y vano estallido, la sordina contumaz del ambiente.
Cada vagón del metro tiene sus correspondientes ventanas. Poco difiere en ello de otros vehículos colectivos. La diferencia estriba en que las ventanas de éstos se abren al paisaje, en tanto las de aquél dan a la oscuridad; a una oscuridad que no es sino rítmica sucesión de sí misma o intermitencia fugazmente vislumbrada a la luz de la estación del caso, cuyo nombre, sistemáticamente enclaustrado en un rombo, se repite y repite, como una obsesión o una condena, a lo largo del muro. ¡Noctámbulo vaivén en los vientres de la ciudad trepanada por su propia pesadilla! Vedada la visión de fuera, dos pasajeros se miran unos a otros (sin que en la confluencia de los ojos resplandezca siempre la chispa de la solidaridad) o se dedican a repasar (en sus varios alcances) las peregrinas advertencias, recomendaciones y amenazas que entre puerta y ventana dirige la empresa al usuario.
¿La imagen o la palabra? El dilema que McLuhan resuelve a favor del primer término, y deciden no pocos en pro del segundo, bien pudiera hallar un punto de conciliación en la suma de recomendaciones, consejos, medidas cautelares, conminaciones, puntualizaciones y apercibimientos que la solícita empresa del Metropolitano madrileño viene ofreciendo (¿desde cuándo?) a generaciones y generaciones de sufridos pasajeros. ¡Telegráfico abanico de frases sagazmente enfrentadas a los ojos del colectivo en marcha, si no delatoras de las secretas intenciones o de la rara vis persuasiva de su atávico inventor! Es lo cierto que todas ellas se le ocurren a une merecedoras de un riguroso análisis semiótico en cuanto a lo invariable de su contenido (la ciudad de abajo es harto más conservadora, por más sorda, que la de arriba) y a las modificaciones formales que de tiempo en tiempo han venido experimentando ante la pasividad o explicable indiferencia del común.
Cabe, por su contenido, establecer la siguiente, división: A) Exhortaciones restrictivas: «No se permite vender en los coches». B) Enérgicas advertencias, no emparejadas de castigo: «Se prohíbe terminantemente sujetar las puertas. C) Prohibiciones con específica amenaza de sanción: «Prohibido fumar o llevar el cigarro encendido, bajo multa de 5 pesetas». D) Curas en salud o de cautela: «,No introducir el pie entre coche y andén. E) Pautas de conducta para la buena marcha del colectivo: «En beneficio de todos, entren y salgan rápidamente». F) El celebrado y enfático «Dejen salir», cuyo significado oscila entre el rigor de la norma y el acento de la súplica. ¿Traducción de los designios de la empresa? ¿Cifra de los anhelos de una multitud largo tiempo enclaustrada o sumisa a cuarentena? ¿Explosión general de un deseo secularmente reprimido?
Ignoro si la reforma del Código Penal se extiende a este coro de prohibiciones, exhortaciones, apercibimientos y amenazas, aunque me temo que algunas de ellas han de turbar el sueño de más de un jurisprudente, caso de no exceder el marco legal de la Constitución mayoritariamente aprobada. ¿Qué es, por ejemplo, lo que se prohíbe vender en los coches? ¿Alude el aviso, y sin más, a todo tipo de transacción que se origine, apalabre o cierre en el trayecto? ¿Se reprime, en general, el ejercicio del librecambio, admitido, sin traba y cortapisa, en el Estado de Derecho? No, no es cosa de liviandad como tampoco resultan serlo otros y otros supuestos a que se atienen algunos de e s t o s mensajes subterráneos. Sépase que la precisión de llevar el cigarro encendido, agregada a la primitiva y escueta prohibición de fumar, parece obedecer a sentencia firme (cuentan incluso que en su tiempo sentó jurisprudencia famosa).
El aspecto formal se acomoda a los puntos de otra clasificación que a seguido quedará establecida. Vale la pena significar, antes que nada, el alivio que a muchos ciudadanos ha supuesto la supresión del estremecedor «Dejen salir» en los vagones de nuevo diseño, aunque no falten eternos nostálgicos que en ello ven otra tradición frustrada. Por lo demás, el aspecto formal afecta, de un lado, a la disposición de los avisos y viene a consumarse, por otro, en la peculiar alternancia de mayúsculas y minúsculas, de la que toman origen felices juegos de poética visual y peregrinos disloques semánticos o la más común ceremonia de la confusión. Asiduo viajero en el Metro a lo largo de veintitantos años, puedo dar fe de las modificaciones que han sufrido tanto el formato como el enmarcado de las sobredichas amenazas y advertencias, cuya historia se resume en los tres siguientes capítulos:
A) Letras negras sobre fondo blanco, en forma de cartela rectangular y con un cierto aroma de esquela funeraria. Alcanza esta edad (¿desde fecha fundacional?) a los años cincuenta. B) En la década siguiente ven la luz u n a s plaquetas metálicas, azul-eléctricas, con texto en gris mortecino y sin el adorno del marco. C),Mediado el tiempo, la empresa ofrece a los ojos del pasaje la deslumbrante novedad del marco de aluminio y letras plateadas sobre fondo esmeraldino o campo de gules, de acuerdo con el tornasol -otra novedad cromática- de los recién estrenados vehículos. Aún me sería dado añadir al cómputo de esta e d a d el apéndice de una prueba tan insistente como fallida: la colocación de unas láminas transparentes, p e g a d a s al cristal de las puertas, que permiten leer al trasluz un texto rojo-sangrante, campo de pruebas, unas veces, de tergiversación erótica y presa paulatina, las más, de las uñas de irascibles pasajeros o del acuciante y colectivo «Dejen salir».
Pero vayamos al juego de las mayúsculas y minúsculas, a aquella su alternancia capaz de convertir la letra desnuda en imagen poética y de esclarecer, quizá, cuestiones de honda preocupación para McLuhan, sus prosélitos y detractores. T o m e m o s el ejemplo de una cartela, objeto de esta concreta composición: «NO se permite VENDER en los COCHES». ¿Qué lee de golpe el viajero?: «NO VENDER COCHES». Enunciado alarmante si se tiene en cuenta, sobre todo, que puede ser un extranjero -turista o, quién sabe, enemigo secular- el eventual destinatario. ¡Qué pensaría de una colectividad dispuesta a enajenar, no siendo suyos, los coches en que viaja! La particular disposición de otras cartelas, ¿no vendrá a inducir a protesta y algarada en tiempos, cual los nuestros, de contestación y apertura? Donde, por ejemplo, se imprimió «NO obstruyan las PUERTAS», de hecho se lee «NO PUERTAS». He aquí otro aviso que, redactado con no oculto ánimo represivo, bien pudiera entrañar bandera de subversión. ¿Por qué regalar motivos de escarnio a los enemigos de siempre y equívocas pautas de conducta a quienes confunden libertad con libertinaje?
No todo es, sin embargo, rito de confusión o piedra de escándalo. Años y años de tránsito en los coches del Metro me cercioran de que ni éstos se han vendido, ni han sufrido siquiera sustancial mutación (hecha salvedad de los que concluyen su confortable trayecto en la poética estación de «Las Musas»). Tampoco se ha -modificado lo más mínimo, frente a la creciente escalada de los precios, la cartela alusiva a la prohibición de fumar o llevar encendido el cigarrillo y a la cifra de la sanción correspondiente: ¡5 pesetas! Años de preguerra, guerra y posguerra... sin que experimentara variación alguna la cuantía de la multa: ¡5 pesetas! Tiempos de conjura, bloqueo y pertinaz sequía..., y fiel a sí misma la sanción (i5 pesetas!) como fiel e inmutable seguiría siéndolo en los prósperos años de fiebre desarrollista e incremento per cápita... o en nuestra poco halagüeña circunstancia a -merced del desempleo, la carestía y la inflación.
Siempre se penó el hipotético acto de encender un pitillo en el metro con la cuenta de un duro. ¿Graciosa concesión de la empresa? ¿Costumbre hecha ley? ¿Mera presunción, sin infractores reales, o acendrado ejemplo de civismo? ¿Quién no aceptaría el reto a la transgresión por suma tan irrisoria? No, no trato de encender en el usuario la tentación de que él encienda, aunque no fume, un pitillo a lo largo del tenebroso viaje. ¡No vaya a venirse al suelo, por fútil capricho, una tradición centenaria! Me limito a salir al paso de los eternos descontentos o de quienes propenden al vicio de la generalización. Sepan que, frente a la escalada incontenible de los precios, la única cifra que no ha experimentado subida alguna la han conformado por muchos años (y confórmenla, por vía de consuelo, otros muchos más) esas cinco pesetas con que se sanciona al fumador o simple incinerante en los coches del Metropolitano madrileño. Para el resto, ya lo saben: al Metro se baja inexorablemente, y de él no se sube. Todo el trayecto queda final y esencialmente condicionado al ímpetu multitudinario y polisémico del «¡Dejen salir!»,
LOS DOMINGOS DE ABC - 20/12/1981
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