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ROJA Y GUALDA: POPULAR Y PROGRESISTA

En la cuenta aproximada de las ciento cincuenta y tantas banderas que, con tutela o sin ella, representan actualmente a los Estados más o menos soberanos, la de España es la única entonada en la exclusividad del rojo y el amarillo, bordeando aquél a partes iguales (dos cuartas partes, exactamente) la franja central de éste. Raras son las banderas que hacen ondear dichos dos colores exclusivos, con la particularidad, cuando ello ocurre, de que el rojo reviste carácter sustantivo (o sustantivo-ideológico), cumpliendo al amarillo la condición adjetiva de escudo o signo emblemático (Unión Soviética, China, Afganistán, Vietnam, República del Congo...). Cabe añadir, a mayor abundancia, que la bandera de Bután conoció, bajo alguno de sus protectorados, el rojo y el amarillo dispuestos en diagonal, y que la antigua de Vietnam era una especie de senyera con sólo tres barras.

Combinados con otros colores, el rojo y el amarillo aparecen en diversas banderas (con el verde en once, con el azul en seis y con el negro en cuatro), constituyendo en la nuestra absoluta excepción, como digo, su estricta relación bicolor. Nada más fácil que reconocerla, encendida y vibrante, en el repertorio desplegado de todos los otros pabellones. También tuvo carácter excepcional la instaurada por la Segunda República (ninguna, en efecto, de las actuales utiliza el color morado) y doblemente excepcional seguiría siendo, de haber perdurado, la que de mayor tradición goza entre todas nuestras enseñas: la blanca con cruz roja de San Andrés (que luego pasaría a serio de Borgoña), proclamada por Fernando III, en 1236, para celebrar la conquista de Córdoba y la festividad (día de San Andrés) en que tuvo lugar.

Desde una consideración genérica y numérica, el orden prelatorio de los colores es el que sigue: aparece el rojo en 114 banderas; el blanco en 93; el azul en 66; el amarillo en 53; el verde en 52, y en 24 el negro. Queda claro, así las cosas, que son los colores primarios los que, junto al blanco, se llevan la palma, correspondiendo al verde, dentro de los complementarios, alguna aceptación y, a veces, plena autonomía (Zaire, Mauritania, Dahomey, Comoras y Arabia Saudita), y viniendo el negro a cerrar la cuenta de las prioridades heráldico-soberanas. De lo dicho, también se desprende que la combinación más frecuente es la determinada por el rojo, el blanco y el azul. En ella se da el fundamento de las que uno juzga, por variopintas razones, banderas arquetípicas (Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia) y de las que la de España, como luego veremos, resulta muy gallardo parangón.

Rojos, blancos y azules componen el pabellón británico. Las cruces de San Jorge y San Patricio frontalmente fundidas y enlazadas diagonalmente por da de San Andrés, concentran en un puño el signo de los reinos de Inglaterra, Irlanda y Escocia (Gales es un principado de Inglaterra), desplegando a los cuatro vientos la idea imperial de la Commonwealth. Su ondear impone respeto (alguien ha dicho que invita a doblar -la cerviz) y de su riguroso diseño dijérase que brotan por sí mismas las notas solemnes del God save the King. Basada en el mismo cromatismo, la de los Estados Unidos nos trae súbitas sugerencias ilúdicocircenses: las barras dispuestas a la redonda e instaladas en la carpa las estrellas configurarían el circo ideal, acrecentado el espectáculo con la pegadiza musiquilla, y sin más, de dichos dos símbolos. La de Francia, análogamente tricolor, parece como si llevara -impreso un signo de distinción {algo tiene de bandera de club náutico) que no acaba de concordar con el rebelde compás de la Marsellesa.

Arquetípicas son estas tres banderas por su proporción cromática y por el influjo, sobre, todo, que han de ejercer en las demás. Solamente una, la nuestra, ofrece un contraste, arquetípico también, y la causa misma de todo un parangón que junto a ellas la lleva a integrar y definir, a juicio mío, la gran tetralogía heráldica. Tiñese su triple franja en los dos colores más calientes y provocativos del iris hasta el extremo de apagar inequívocamente -el fulgor de cualquiera de las otras cuando con ellas compite en la recepción callejera de alguna relevante visita. En contraste con su rango privilegiado (el rojo o gules va a la cabeza de la nobleza heráldica, y el amarillo u oro es representación del primero de los metales), la bandera española delata, a simple golpe de vista, una condición eminentemente popular. Coinciden en ella la sacralidad litúrgica y el festejó llano (el Corpus y la verbena) y sin ella sería del todo inimaginable el esplendor de los toros, el derroche de la bien llamada fiesta nacional. Es una bandera, dicho en el más puro lenguaje taurino, de bandera.

Al margen de la honorabilidad de sus símbolos respectivos, las- banderas de todos los países dan pie, apenas vistas y cotejadas, a interpretaciones entre ingenuas y peregrinas. Las hay, digamos, sanitarias: blanca con círculo rojo y roja con cruz blanca, las de Japón y Suiza nos remiten al emblema de algún simposium del gremio o a la llamada del Socorro internacional. Otras ostentan un claro acento ecologista: la de Canadá, con su hoja recién traída del bosque, y la del Líbano, con su cedro en perpetua floración. El rojo y el verde, rigurosamente contrastados (Portugal), nos hacen recordar los ejercicios escolares en torno a los colores complementarios o a estimar su contraste con la efusión de la luz si entre •ellos media el blanco (Italia, Irlanda, México y Hungría). La de Corea del Sur adquiere un extraño aire olímpico y -la de Nepal parece duplicado banderín de cuestación en pro de no sabemos qué damnificados.

La sistemática cruz latina horizontalmente dispuesta y la diversidad de los colores de sus distintos y concretos destinatarios (Dinamarca, Suecia, Noruega, Finlandia e Islandia) se nos aparecen como los diversos grados honoríficos de una misma condecoración o encomienda u orden militar de tiempos de las Cruzadas. Algo, por su parte, tienen de alfombras mágicas las banderas de los países islámicos, y no poco de congregación mariana aquellas (Argentina, Honduras, El Salvador, Uruguay, Nicaragua, Nauru y San Marino) que se entonan en blanco purísimo y azul inmaculada, con cruz (Grecia) o con estrella (Israel y Somalia). Las banderas, en fin, de Checoslovaquia y Yugoslavia se nos antojan transplantadas de Hispanoamérica a Centroeuropa, entrañando la de Andorra (azul, amarilla y roja) su vecinal condición entre España y Francia.

Desde esta misma angulación, la bandera española adquiere un matiz contradictorio según ondee en la ceremonia representativa o se multiplique en cualquiera de sus muchas manifestaciones populares. En el primer supuesto el lustre de la seda de raso acentúa el privilegio heráldico de sus dos colores. En el segundo caso, y a favor del tafetán tradicional, del percal liviano, de la modesta muselina, del tosco muletón o retor o tela de colgadura con tantos cosidos como rotos..., se hace, de inmediato, santo y seña del pueblo llano y de su más genuino festejo. ¿Hay verbena imaginable o procesión concebible... o tenderete ferial o tiro al blanco o mesa petitoria o meseta de toril o puestos dominguero... sin el flamear intermitente y dominante, entre guirnalda y farolillo, de la enseña nacional? Tratan hoy los políticos de hacerla popular, en buena hora y tras errores de todos sabidos, sin percatarse de que ya luce, y muy a la vista, en la faz misma del pueblo y de sus manifestaciones más espontáneas.

Para dar con su historia basta con dirigirnos a la esquina del siglo pasado; que hasta entonces, y con toda la carga de su ayer glorioso, no tuvo España una bandera definitiva ni siquiera definida. La de mayor abolengo y tradición más comprobable sería, según quedó apuntado, la blanca con cruz roja de San Andrés, que luego (¿en tiempos de Carlos 1?) pasó a adornarse con las aspas -de Borgoña para ser finalmente suplida, y tras no pocas incidencias que aquí se probará a resumir, por la actual roja y gualda. Ocurrió ello al cabo de la primera guerra carlista, dándose la curiosa circunstancia (a tener muy -en cuenta por quienes desde posiciones progresistas parecen o se dicen disconformes con ella) de que fueron los propios progresistas (el gobierno, concretamente, que bajo el reinado de Isabel II sucedió al del general Espartero) quienes declararon bandera nacional la gualdirroja, quedándose con la de las aspas rojas sobre fondo blanco los defensores de la tradición a ultranza o tradicionalistas propiamente dichos.

La primera bandera oficial que tuvo España coincide, pues, con la actual. Así fue declarada por decreto de 15 de octubre de 1843, bajo el reinado, según dije, de Isabel II y con el ya mencionado gobierno progresista. Hasta entonces no puede decirse que hubiera otra enseña nacional que el Estandarte Real, con su correspondiente escudo de armas. La llegada de la Casa de Barbón impone a los ejércitos (únicamente e los ejércitos) el empleo de la enseña dinástica: la tantas veces citada bandera blanca con las aspas de Borgoña. «Es mi voluntad -reza la disposición dictada por Felipe V en 1707- que cada cuerpo traiga la bandera coronela blanca con la cruz de Borgoña, según estilo de mis tropas.. Con posterioridad (17 de marzo de 1734) se dispuso que cada regimiento usara tres banderas, blancas las tres: la coronela con el escudo real, y das otras dos con 'la cruz de Borgoña, pudiendo emplearse en sus remates las armas de da provincia respectiva.

Bajo el reinado de Carlos III va a producirse una modificación sustancial que, aun afectando inicialmente sólo a la Marina, dará lugar, de acuerdo con lo arriba indicado, a la proclamación oficial de la bandera roja y gualda. El nacimiento de la que había de ser oficialmente nuestra primera enseña nacional obedeció a razones antes funcionales que heráldicas, como 'literalmente se desprende de 'la disposición dada por dicho monarca el 28 de marzo de 1785: «Para evitar los inconvenientes y perjuicios que ha hecho ver la experiencia puede ocasionar la bandera que usa mi armada naval y demás embarcaciones españolas, equivocándose a largas distancias o con vientos calmosos con das de otras naciones, he resuelto que en adelante usen mis buques de guerra de una bandera dividida a lo largo en tres listas, de las que la alta y la baja sean encarnadas, y del ancho cada una de la cuarta parte del total, y la de en medio amarilla, colocándose en ésta el escudo de mis reales armas, reducido a los dos cuarteles de Castilla y León ... ».

El conflicto de banderas a que se refiere el decreto de Carlos III no era otro que el producido entre da de la Real Armada Española y las de las distintas naciones (Francia, Nápoles, Toscana y Parma) que, bajo el mando de los Borbones, ostentaban análogo pabellón. Para evitarlo, Carlos III eligió, de acuerdo con opinión difundida, aquellos dos colores, el rojo y el amarillo, más vibrantes y fáciles de distinguir á distancia. La elección obedecía, según otros, a la vieja costumbre de unificar los escudos y tonalidades de los reinos más representativos, determinándose en este caso por los cuarteles de Castilla y León y por los colores de Aragón y Cataluña. Lo cierto es que con anterioridad había convocado Carlos III un concurso al que se presentaron doce diseños de banderas (que actualmente pueden contemplar-se en el Museo Naval) de distintos colores (aunque con el predominio del rojo y el amarillo), y de entre ellas dio el monarca en elegir la que en sus días constituyó el pabellón de la Armada, de los mercantes y de las otras embarcaciones, y más tarde sería proclamada enseña nacional].

Ocurrió ello, conforme a lo dicho y repetido, al cabo de da guerra carlista, bajo el reinado de Isabel II y por decreto de 15 de octubre de 1843, dado por el Gobierno provisional progresista. Había surgido así la primera bandera oficial de España que como tal prosiguió con el Gobierno Provisional de 1868; Reinado de Amadeo 1 de Saboya (1871-1873); Primera República (1874-1875); Restauración y Reinado de Alfonso XII (1857-1885); Regencia de María Cristina (1886-1902) y Reinado de Alfonso XIII (1902-1931). La Segunda República, proclamada el 14 de abril de 1931, incorporó al rojo y al amarillo una banda de color morado, y la Junta de Defensa de Burgos devolvió a la bandera, con ocasión de la Guerra Civil, los colores que había ostentado, sin Intermitencia, en los regímenes precedentes desde su instauración oficial. La Constitución vigente de 1978, felizmente reinante Juan Carlos 1, viene a declarar en el punto 1 del artículo 4: .La bandera de España está formada por tres franjas horizontales, roja, amarilla y roja, siendo la amarilla de doble anchura que la roja..

No seré yo quien niegue el carácter popular con que se vio acogida e incluso impuesta la bandera tricolor de la Segunda República. Fue, en efecto, popularmente asumida antes de que fuera constitucionalmente sancionada. Discutible símbolo de Castilla (no se olvide aquello del —pendón morado de Castilla, que ni era pendón, ni morado, ni de Castilla») hipotética enseña de la libertad aireada por los Comuneros (sabido es que cada una de las Comunidades tenía su propia bandera bajo el común estandarte carmesí de Castilla), el color morado comenzó, tal vez, a hacerse símbolo libertario en la bandera bordada por Mariana Pineda (1804- 1831) y nuevamente desplegada en 4a sublevación republicana de 1886, llegando a convertirse en enseña nacional tras no pocas peripecias, entre municipales y

populares (los concejales de Madrid la incorporaron a sus fajines y un sastre madrileño se encargó de propagarla). Y si desde el punto de vista popular cayó en gracia, desde el punto de vista heráldico constituyó absoluta excepción en el repertorio internacional.

Ocurre, en fin, que ambas notas distinguen igualmente, o no menos, da condición más genuina (historia en mano) de la actual y constitucional bandera roja y amarilla, adornada, desde sus orígenes, de un claro matiz progresista y de una entonación excepcional en el concierto de -las de las otras naciones. Lo paradójico e irritante es que, por sectarias motivaciones políticas, se haya pretendido hacer símbolo exclusivo de unos pocos lo que a todos pertenece. Bien harán los partidos políticos en disipar contradicciones, suspicacias y probados errores, bastando para ello con airear en sus tribunas do que palpita en -la conciencia del pueblo, en la cuenta de sus símbolos más legítimos y en la práctica de sus más espontáneas -manifestaciones.

¿Someter la bandera a referéndum? Quienes tal cosa más o menos veladamente propugnan ignoran que la actual enseña -nacional nos vino, justamente, de un referéndum popularmente promovido por el monarca mismo que así la concibió y dispuso. Con motivo del concurso antes mencionado, decidió Carlos III que entre todas las poblaciones de mil habitantes para arriba se verificare una encuesta nacional, haciendo depender de ella disposición y cromatismo del nuevo pabellón. Y el recuento dio que los colores mayoritariamente elegidos eran, a partes iguales, -el amarillo y el rojo. ¿Qué habían hecho dos pueblos de España para alcanzar semejante unanimidad? Proponer cada uno de ellos su propia y respectiva bandera, de cuya suma llegó a deducirse y comprobarse que el -rojo y el amarillo resultaban, y por -igual, los más abundantes y acostumbrados. Y a la vista de tales datos, Carlos III dispuso que uno y otro (dos cuartas partes en el amarillo central y otras dos de rojo en la franja, respectivamente, de arriba y de abajo) vinieran a conformar la que había de ser bandera de España.

LOS DOMINGOS DE ABC - 31/05/1981

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