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Elegante y elegido Antoñete

ANTOÑETE es una perpetua bocanada de tabaco rubio.» Tal escribía yo, días atrás, para a seguido preguntarme: «¿Torero de cartel con genuino sabor americano?» Veamos.

Existe un ciudadano madrileño llamado Antonio y apellidado Chenel que acomoda su diaria

andanza a la aromática calada «made in U.S.A.». Uno tras otro va del dedo al labio el cigarrillo de

pregonada «genuinidad». Exige nuestro hombre que el paquete rojiblanco sea del «fetén»: el del «sello azul», el del «hierro bueno», según propia y cortante decisión. De natural abierto, se muestra Antonio Chenel intransigente cuando alguien (y por figura que sea) «racanea» en el «gasto» de echar humo por la boca; que en cosas del jugar (y de ello también sabe algo el maestro) y del fumar, la gratuidad no está bien vista.

¿Tarde de toros? El sempiterno pitillo acompañaba a Antoñete (¡recuerdo de ayer mismo!) del hotel a la plaza. Un buen día se encontró en la puerta de cuadrillas con uno en cada mano. Llegado al callejón, los encendía uno con otro..., hasta que el toro saltaba, como un verte y no verte, a las arenas. En instante tal volaba el cigarrillo, transfigurándose Antoñete a solas y en alas de su personalidad, sin otros humos que los de su arrogante pisar, mirar, saber, sentir, elegir...y torear. El aroma del tabaco rubio cedía al buen aire de otras «esencias» venidas de muy adentro y estallantes por fuera en forma de majestad y magisterio, por gracia de una suerte llamada (no hay otro nombre), de la «transfiguración» (¡cómo para que lo entienda, vamos, una multinacional!).

¿Transfiguración? Otro buen día se acostó Antoñete con el pelo negro azabache y se levantó berrendo, y sobre su frente perdura el mechón (más, simbólico ya que real), por no decir el indicio de tales y cuales transfiguraciones. Algo tiene Chenel de castizo personaje de la barriada (¡y la suya es nada menos que la de Ventas!), que apenas se viste de torero, se transfigura de la cabeza a los pies para convertirse en duque. Torero de la «raya para afuera», Antoñete fija, señala, establece una conveniente «distancia» (signo de su personal «distinción») entre él y la «muchedumbre». Hay toreros que enseñan a ver la corrida a la afición. Antoñete era, es, de aquellos (¡difícil, por ahora; rehuir la confusión temporal!) que enseñan a ver los toros a los propios toreros.

Se fue, una vez, y los que le sucedieron se empeñaban en ahogar(«poniéndose encima») el buen aire de la embestida. Volvió y empezaron los colegas a medir otra vez los «terrenos»; que la tauromaquia es ejercicio primordial (no en vano se despliega como pugna, disputa o «lance») de definir, contrastar y conquistar territorios. Ahora se aleja definitivamente de los ruedos y con él se esfuma (¿hasta cuándo?) una lección que no se aprende en ninguna academia. Antoñete ha sido y es un «elegante» y un «elegido», coincidentes ambas voces (aunque algunos puristas vengan a disentir) en la raíz etimológica del verbo latino «eligere», que significa «elegir». Por su propia facultad, lance tras lance, de oportuna elección, el «elegante» se convierte en «elegido».

Retirado Antoñete, la lección de siempre (la practicada por los «elegidos») volverá a la letra fría de las tauromaquias, a la espera de que alguien venga otra vez a explicarla en la candente arena. Toreros del corte de Antoñete no debían retirarse jamás; que una lección sola. (anual, siquiera, o trimestral) de su buen elegir valen más, si duda alguna, que el cómputo de unas cuantas ferías. Por su sola gracia, insisto, el «elegante» se transfigura en «elegido», siéndolo en verdad el que acierta a distinguir y distinguirse (el «distinguido», el «distinto»). Supo, sabe y sabrá Antoñete distinguir las «distancias» y elegir las «calidades», sea la buena clase de este toro, la conveniencia de aquel lance o la marca, el «hierro bueno»..., del paquete aquel de cigarrillos.

DIARIO 16 - 07/10/1985

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