La tecnología convencional se los llevó y la inseguridad ciudadana nos los devuelve. Me refiero, naturalmente, a los «serenos»; aquellos castizos celadores nocturnos que fueron víctima primera, y ya lejana, de la «reconversión» por mala obra y desgracia del «portero automático». El profuso y sonoro manojo de llaves que la vecindad confiara al sereno y acompañaba, a ritmo del chuzo, su diligente andanza «nochaniega» (que dijo el buen Arcipreste de Hita) se vio súbitamente suplido por una fría pila de botones a diestra y siniestra de todos los portales. El corazón de la morada, desdeñado el quehacer insomne del nocturno guardián, vino en mala hora a entregar su secreto al «marca-pisos», versión doméstica y más o menos metafórica del «marca-pasos».
Alegre y confiada, la ciudad picó en el anzuelo de tan cacareado «desarrollismo». «Nuevos tiempos demandan nuevos usos y renovadas técnicas», le dijeron al convecino, sin advertir que la «seguridad social» obedecía a algo más que la titularidad de una cartilla (con funda de plástico) y al precario beneficio del ambulatorio. Y se fue el sereno a su casa, quedando la de los demás a merced del portero automático. ¿Toda una revolución tecnológica? Pocos se daban cuenta de que el «proceso reconversor» iniciaba su largo viaje hacia el desempleo y únicamente Berlanga acertaba a descubrir soterradas y grotescas maniobras en su «Escopeta nacional». La supresión de los serenos equivalía a la pérdida de un episodio, acto o paso de la viva comedia española.
Ribeteadas de un sentido tímidamente progresista y eminentemente hortera, las alegrías del entonces no tardaron en suscitar añoranzas, primero, y luego exigencias, dando franquía el acento costumbrista al estado de necesidad. De labios de los políticos y en carnes de los súbditos empezó a airearse una nueva expresión: la «inseguridad ciudadana», convertida en auténtico peligro con la llegada del crepúsculo. «¿Y si resucitáramos los serenos?», musitaron los ediles. «Nada de leyes antiterroristas, toques de queda o medidas de excepción.» Dicho y hecho: «Las diez y sereno» por toda o mejor cautela y con las mil variaciones que de una misma raíz etimológica ocasiona el simple cambio de verbo (no es lo mismo, por ejemplo, «ser» que «estar sereno»).
EN cuanto que sustantivo, «sereno» proviene de la voz latina «serenum» (de «serum»: el anochecer) para definir, en sentido originario, la humedad de que se impregna la atmósfera durante la noche. En una segunda acepción dicha voz se refiere al personaje, justamente, de nuestro caso: el encargado de rondar de noche por las calles para velar por la seguridad del vecindario. Tomado como adjetivo (y enraizado en el latino «serenus»), el mismo vocablo pasa a significar «claro», «despejado de nubes o nieblas», equivaliendo por extensión metafórica a «apacible», «sosegado», «sin turbación física o moral». De la relación caprichosa entre tales significados se desprende, verbi gratia, que no es lo mismo «dormir al sereno» que «dormir con el sereno».
No, no dio el resultado apetecido la alegre «reconversión» del sereno, a título personal, en artificio de supuesta y doméstica función tecnológica. La inseguridad ciudadana ha venido a exigir el retorno del noctámbulo celador callejero. ¿Con qué atribuciones y signos de investidura? Entre el, pito y el chuzo, el vecindario se quedó con aquél, pese a radicar en éste el símbolo (y a veces el trámite expeditivo) de su hipotética autoridad. Han cambiado los tiempos. Como ocurrió en las de carteros urbanos o pedáneos, se anuncia nutrida concurrencia de posgraduados a las pruebas de aptitud para el menester de nocturna vigilancia. ¿Tomaría usted por el pito de un sereno a todo un doctor en leyes, especializado en criminología y con un chuzo en la mano?
DIARIO 16 - 14/10/1985
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