Cierto que cualquier manifestación o congregación masiva necesita el consabido permiso gubernativo, y todo espectáculo al aire libre depende, por su naturaleza misma, de la buena o mala cara de los imponderables climatológicos, pero no es menos cierto, sin embargo, que el carácter explícito y enfático de "con el permiso de la autoridad y si el tiempo no lo impide" resulta propio, y muy propio, de la bien llamada fiesta nacional.
Obsérvese, en primer lugar, que se habla de la autoridad sin adjetivo, la autoridad a secas o por antonomasia. El festejo queda a merced de la autoridad con mayúsculas, de aquella egregia investidura cuyo origen y destino no pocos quebraderos de cabeza procuraron a nuestros iusnaturalistas del Siglo de Oro. No, no se trata de un mero trámite burocrático; se alude, sin ambages, 'al poder en su más alta acepción y condición, y con el adorno de la inmunidad que lo define. El favor del cielo es invocado, por otra parte, en su más extremado límite: no es caso de un simple consentir, sino de un tajante no impedir.
A golpe de pañuelo, el presidente concita el grito del clarín y el rugir de los timbales, cuya singular fanfarria decide el orden y concierto del restante y sucesivo acontecer. Allá, en las alturas, la figura del presidente, rodeado de pañuelos, e magnífica, mientras exhibe a gama multicromática y polisémica de sus decisiones absolutamente inapelables. Presiente por un par de horas, y con el eventual tratamiento de usía (del que ha de verse privado apenas concluya la corrida), gozará, en el ínterin, de unas atribuciones que sólo los Emperadores de la Roma clásica conocieron en los días de esplendor. Premios y castigos dependerán, en la plaza, del color de sus pañuelos, como vida y muerte dependían, en el Coliseum, del giro que imprimiera el César a su dedo gordo.
Algo tiene el usía de taumaturgo o de simple prestidigitador, y es un gozo contemplar cómo muestra o escamotea sus pañuelos, rojos, verdes y blancos, con la gracia o el infortunio de complacer a la turbamulta, convertida en respetable, o de suscitar el enojo colectivo que en algunos casos llega a redundar, conforme a lo pactado, en la más absoluta falta de respeto. Todo depende del buen o mal uso que el usía haga de sus pañuelos; de la oportunidad cronometrada con que acierte a relacionar el cromatismo del respectivo significante. De nada vale el unánime flamear por parte del público si el presidente no asoma al balcón la prenda del caso, de acuerdo con el más enigmático de los códigos; que si el código de los mares es de banderas, el de las arenas es de pañuelos.
Derroche de vida
Fiesta arquetípica es esta de los toros, fiesta investida de un sentido litúrgico tan peculiar e insustituible que hasta su valoración más pesimista exige una cierta entonación de lenguaje.
Cuando van mal las cosas del teatro, se habla de crisis (uno ignora cuántas crisis teatrales se han podido producir a lo largo de los últimos cuarenta y tantos años). Tampoco parecen haber ido muy bien, por tiempo tal, los asuntos taurinos. Nadie, sin embargo, ha hablado de crisis, sino de decadencia fila decadencia de la fiesta!),término que comporta una innegable magnificación de aquello mismo que trata de denunciar. Le decadencia es glorioso signo crepuscular, digno y muy digno de constituir, por sí mismo, un género artístico literario.
Siendo signo distintivo de la festividad su carácter eminentemente improductivo, su' abierta condición de derroche, su específico matiz de pura y simple donación, sin recuperación posible, a ninguna mejor que a la de los toros cuadra cualquiera de tales notas y la complexión esencial de sus significados. Al derroche de luz, música, color, calor, broncas y ovaciones, palmas y pitos..., al mismo derroche económico (¡burla de inflaciones, oscilaciones y fluctuaciones!),la fiesta de los toros agrega el derroche de la vida en unas lindes y fronteras en que se han transcendido (perdón, transgredido) los derechos y las obligaciones, como al dictado de aquellas dos categorías que Bergson contrapone y denomina moral negativa y moral positiva.
Distingue Bergson entre ambas formulaciones éticas, asignando la primera al ciudadano común, y haciendo exclusiva del héroe la otra. Aquélla se enuncia por vía de sistemática ("No hurtaras, no difamarás, no fornícaras...” y, así, hasta diez, hasta la cuenta completa del decálogo). Esta, por el contrario, se funda en una audaz afirmación transgresora, en dar un paso arriesgado más allá de los derechos y las obligaciones. Nadie, en efecto, está obligado a comportarse como un héroe, ni es quién para arrogarse derecho alguno de heroicidad. ¿Y qué es lo que hace el torero sino dar hacia adelante ese paso que, al margen de derechos y obligaciones, pone en juego su propia vida?
El héroe es el toro
Ha sonado la hora (esto es, ha sacado el presidente el primero de los pañuelos) y al instante se produce en la plaza una radical división territorial y jurisdiccional. A este lado de la barrera queda el feudo civil de los derechos ("He pagado -grita alguien desde el tendido- y tengo derecho a protestar') y la exigencia de las obligaciones ("Hay que obligar -matiza el convecino- a que se cumpla el reglamento'). Al otro lado del burladero se abre el temible reino de soledad. Torero y toro„ cara a cara, a cuerpo limpio y gentil, van a iniciar un juego en que la vida del uno corre peligro y está garantizada de antemano la muerte del otro.
El héroe de la fiesta, así las cosas, es el toro. Puede el matador saborear, entre lance y lance, las mieles de la gloria o pagar con su sangre su osadía. No de igual modo el cornúpeta. Para él no hay opción, con él no va el dilema. Ha de morir necesariamente, en virtud de una sentencia inapelable, dictada fatalmente, con sobrada antelación y a espaldas de sus naturales 'apetencias vitales. Igual, exactamente igual, que acontecía a los legendarios héroes de Grecia. Vuelva usted los ojos al cartel y repare: "Con el permiso de la autoridad y si el tiempo no lo impide, serán picados, banderilleados y muertos a estoque seis hermosos toros, seis, de la afamada ganadería...". La sentencia está fatalmente dictada, aunque en homenaje a la arrogancia de los morituri, se la adorne con una nota de hermosura.
También el torero encarna, sea en segundo grado, la imagen de la heroicidad, a favor de su inquebrantable moral positiva. Es él quien, por su cuenta y riesgo, decide pisar la raya que circunscribe y garantiza el orden civil; es él el que osa dar un paso arrogante hacia aquella otra región en que para nada cuenta ya lo exigible ni lo demandable. Buena prueba es que está solo, ofreciendo el temple, el del corazón y el de la muleta, a un hermoso animal, ayer bonancible, hoy enfurecido e igualmente solo, ante la expectativa general de una multitud bien nutrida y bien acompañada de su propio griterío, con todas las exigencias y demandas de su lado.
Derroche, vida incluida, de un caudal energético eminente mente improductivo, o productivo, si se quiere, de belleza y nuevo derroche. "Sólo el derroche es belleza", decía William Blake. Postergadas o transgredidas ciertas y muy lamentables precisiones laborales, impuestas por el omnipotente mundo de la producción, la fiesta de los toros no es fiesta recuperable. Nada de lo que en el coso se teje y desteje admite recuperación alguna, si no es por vía de recuerdo.
Va y viene la tela, al compás.
CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO - 27/05/1978
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