Ir a SantiagoAmon.net
DE MANRIQUE A CARRIEDO

DESDE que, aún no hace un mes, se nos fue Gabino-Alejandro Carriedo para siempre, no deja de golpear esta frase suya en mi memoria: "Los hombres que murieron se aparecen en el recuerdo de las santas noches." Muy a propósito, y a favor del propio recuerdo, la llamo frase, porque de sus labios la oí mucho antes de que, convertida en verso inicial de un poema, pasara a formar parte, en 1952, de aquel libro suyo igualmente y, por suyo, irónicamente titulado «Del mal, el menos», con la secuencia de otros y otros versos investidos de esa rara y diáfana verosimilitud tan característica de lo presentido en la duermevela: «Luego, como si nada sucediera o hubiera sucedido una vez, abren las cartas que llegaron tarde y concluyen la lectura del periódico del día de su fallecimiento.»

No, Gabino-Alejandro no llegó a leer su esquela en ese matutino que los demás leímos con dolor. Se la sabía, eso sí, de memoria y la decía de memoria y en la memoria yace, entre la verosimilitud y la ironía, de sus mejores versos. Que todo poeta es profeta de su muerte resulta ya dicho proverbial. En realidad lo es todo hombre. Ocurre, no más, que aquél acierta a convenir la profecía en epitafio, en tanto éste calla y espera a que lo haga su familia tras su óbito. Don singular del poeta es su paradójica facultad de recordar el futuro, a cuyo umbral se asoma la muerte. Lo recordó y la recordó César Vallejo en pos de aquel Manrique que de lo uno y lo otro nos dejó unas «Copia e» sintomáticamente iniciadas con el verbo recordar y sabiamente conclusas con la voz memoria.

En las «Coplas» de Jorge Manrique, diga lo que dijere el erudito, recordar significa, textualmente, recordar; confiar a la rara facultad de la memoria tanto el pasado como el presente y lo por venir. En la acepción literal del término manriqueño, y en su atrevida extensión a lo que fue, lo que es y lo que será, ras viene dada, sin duda alguna, clavo del enigma que hace descollante su elegía por encima de otras mil, cuya paridad de origen distó mucho de llevarlas a fama tal o a semejante grado de divulgación y pervivencia: la decidida suplantación del estar por el acontecer, la sustitución premeditada del espacio por el tiempo, esto es (y de acuerdo con la sagaz advertencia de Bergson), el estricto acomodar la vida a, su propio discurso temporal, a su esencial duración.

Los poetas medievales, vale decir, moran en el espacio. Jorge Manrique (y de ahí, justamente, su colmada vigencia) discurre en términos (modernos) de temporalidad. Ya es indicio comprobar que a lo largo de las cuarenta estrofas de su elegía haya dos solas alusiones al lugar («¿Dónde iremos a buscarlos?» «Di, muerte, ¿do los escondes y traspones?») de parecida resonancia (el inevitable ubi sunt?) a las de los otros poetas del medievo. La pregunta de Manrique es otra, esencialmente afincada en el tiempo, en la duración sin adjetivo, en el súbito enigma con que la vida se produce y perpetúa. Jorge Manrique no pregunta por el dónde de ultratumba. Nos remite sin desmayo (cinco veces, por si fuera poco, en las dos estrofas iniciales) al misterioso cómo de la vida en curso.

Si una sola estrofa tuviera la clara virtud de subrayar el carácter de acontecimiento (y acontecimiento es temporalidad) que Jorge Manrique imprime a sus «Coplas», no había de parecer inadecuada la fracción de la que sigue: «Y pues vemos lo presente / cómo en un punto es ido / y acabado, / si juzgamos sabiamente, / daremos lo no venido / por pasado.» La memoria de dos ausencias en un punto (el presente -enfatizará la voz existencialista- es una chispa entre dos nadas) y el colosal gerundio del tiempo a la redonda. ¿Recordar también el futuro? Sí, dar lo no venido por pasado, hacer memoria de lo que ocurrirá, según vendría a dejar sentado, cinco siglos después, el entrañadamente manriqueño César Vallejo: «Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo. »

Manriqueño y vallejiano fue Gabino-Alejandro Carriedo; que si emparentó con Manrique en paisanaje y reflexión sobre la muerte en vida, no poco afín fue a Vallejo en la desenvoltura del lenguaje coloquial. Carriedo era palentino, asiduo oyente, cual cumple, del pregón manriqueño (de memoria, no siéndole muy fiel, se sabía y jactaba de decir de punta a cabo las -Coplas») y traductor, al modo vallejiano, de su mensaje inmortal (aun yendo de por medio la muerte). Del uno heredó el sentir durativo de su crónica, y del otro la renovada versión en un román paladino, que él acertó a regar con el buen vino del humor. Hizo suyo, con ambos, el recuerdo vital de su propio fin y, previendo su muerte y la del prójimo, dejó irónicamente escrito: «Cualquier día podemos salir en los periódicos. »

Dos datos descuellan, hasta hacerla del todo inconfundible, en la poética de Gabino-Alejandro Carriedo: la habilidad con que trueca lo real por lo verosímil, y la ironía en que acierta a envolver el suceso más humillante o el más luctuoso (la iniquidad o la muerte). Sujeto, objeto y circunstancia... se nos aparecen en sus versos con el en nombre de su ser cotidiano (los poemas de Gabino nos saben a pan nuestro de cada día) y un adjetivo que no acaba de cuadrarles si no es por la rara y diáfana ocurrencia de su autor en perpetua duermevela. Alguien ha llamado mágica a esta tan lúcida manera de acercamos a la realidad. A mí se me antoja algo así como expresión de la verosimilitud, que en parte parece menos y en parte es más de lo que a diario vemos o creemos cosa entre las cosas.

Y la ironía. Pocos son los que en ella se le igualan y mucho han de aprender de él los impenitentemente dados a eso de llamar las cosas por su-nombre (la aburrida caterva de los de al pan, pan, y al vino, vino). Pionero, en su día, de la sedicente poesía social, no tardaría en pagar, a manos de los mediocres, su personalísima aportación. ¿Cómo puede llamarse poeta social -se dijeron a coro- quien da en reírse de su propia sombra? Y, sin dudarlo un punto, le borraron de la lista (y de otras listas más), reacios a entender que el acento de su denuncia era, posiblemente, el más punzante por más complexivamente humano. Y entre Vallejo y Manrique (más la fiel evocación de Eduardo Chicharro y la cita puntual con Cabral de Melo) siguió Gabino hasta el fin, a su aire y con su crónica.

La obra completa de Carriedo constituye una crónica de la vida que, por vital, incluye entre verso y verso una antología de la muerte. Faz y contrafaz de un suceso único, sus poemas concitan, a ejemplo las «Coplas», el recuerdo de un recuerdo, suma y sigue de una duración sin más punta que el irnos acabando en el propio vivir, ni otra profecía que el dar lo no venido por pasado. También el recuerdo vallejiano de la muerte en vida (eco veraz de lo anticipado por Manrique) hallará en la voz de Carriedo otras y otras variantes imposibles aquí de resumir («y me metían como a un zapato viejo en una zanja»). Y si Vallejo habló de un jueves decisivo, también Gabino-Alejandro Carriedo citará otro día de la semana, no menos fatal: «Otro miércoles más y yo estaría muerto. »

No ocultaré (por ello justamente escribo cuanto estoy escribiendo) que se me ha aparecido Gabino-Alejandro Carriedo en el recuerdo de unas cuantas santas noches y que he abierto a su lado el periódico del día de su fallecimiento y aquel otro en que, a tenor de lo por él advertido, apareceremos todos un buen día. Cosas son, raras y diáfanas, de la duermevela. Ante mis ojos está ahora la antología que, bajo título de «Nuevo compuesto, descompuesto viejo», publicó el año pasado nuestro buen poeta y tuve yo el honor de presentar en Madrid. La resonancia manriqueña recorre sus páginas como un largo recordar y las cierra como una memoria definitiva. Y vuelve la ironía a conmover, de tan humana, al lector: «Madre, si ves ese pájaro / que observa en la rama, / teme, madre, por mí. »

ABC - 30/09/1981

Ir a SantiagoAmon.net

Volver