A lo largo de su propia fábula, «Platero» no abre la boca si no es para rebuznar («y el rebuzno se le endulza, altivo») o para acariciar tibiamente con su hocico («rozándolas apenas») las variopintas flores del campo. Bocaza rosada es la suya, almenada de grandes dientes amarillos e inocentemente abierta a la mano («nardo cándido») de aquella niña chica que agonizó evocando su nombre en todas sus mimosas variaciones: «Platero, Platerillo, Platerón, Platerete...». Abre la boca, pero no habla, ni siquiera se ríe cono la franciscana burra «Violeta», del ramal de a buen amigo Pepino. Su risa va, cuando mas, en el alegre trotecillo cascabelero, y se asemeja su mudez a la del niño tonto de la calle de San José, a quien nunca le llegó el don de la palabra, el regalo de la gracia.
Se me dirá que de la condición del asno e no decir esta boca es mía. Séalo en el velo de la realidad; que no en el reino de la fábula. Secular como la literatura misma, la fábula otorgó desde su origen a los animales lo que les había negado la Naturaleza: el don, justamente, de la palabra y el uso y disfrute gratuito de aquellas otras facultades de que no siempre se valen con tino, siéndoles propias, los humanos. Fábula arquetípica, por más divulgada, de nuestro tiempo, «Platero y yo» nació en posesión de esa nota distintiva, innovadora, diferencia específica, a juicio mío, de un linero común tan antiguo como el hombre: el mutismo absoluto del animal, destinatario único, por si fuera poco, de la voz de su hermano acompañante que no habla, a su vez, con los otros hombres.
¡Raro ha de ser el diálogo que en tales condiciones se entabla y verifica! Tan raro e inusual como el propósito (y el logro) de transportar la emoción de la Naturaleza embargante a la voz humana, haciendo de ella confidente único a un animal bonancible y silencioso. Quienes, tentados por insensata emulación, han probado a repetir la aventura cayeron en el monólogo, quedando el animal de turno relegado al retórico papel de vocativo ocasional, sin vida, ni latido, ni humana semejanza e imagen.
Lo verdaderamente singular inusitado del relato juanramoniano es que, cumpliendo sólo al poeta la gracia del hablar, el diálogo entre él y el animal de fondo se produce con toda verosimilitud, sin que pierda, siendo fábula, su propia y más genuina condición de acontecimiento natural.
¿0 es que el mundo de «Platero y yo» no pertenece a la fábula? Yerran, me creo, los pocos que den a entenderlo como acotación de un paisaje real, cualificadamente andaluz o específicamente ceñido a las lindes geográficas de Moguer. Para aceptar conclusión tan peregrina se haría inexcusable omitir que Moguer es puerto de mar, entre cuyas gentes aún corre sangre de los Hernández Pinzón (en sus venas la llevaba Blanca, primer amor del poeta) y perdura, fidedigna o no, la natural pertenencia o remembranza del Descubrimiento.
Ocurre, en efecto (y aquí no valen distingos), que en «Platero y yo» no aparece el mar ni siquiera como referencia remota, estando tan a la vista, o circunstancial adjetivo de un paisaje dictado por la experiencia interior de quien lo dio a la luz.
En Moguer nació Juan Ramón (el próximo 26 de diciembre se cumplirán los cien años), y en sus ojos, el mar, y con él y en ellos la niñez y un buen trecho de la adolescencia, viéndose a la mar confiado lo más, tal vez, y mejor de su ulterior aventura poética y no poco de su propio designio biográfico. Cruza en 1916 el océano para casar en Nueva York con Cenobia Camprubí, y el mar lo vuelve, meses más tarde, a la costa andaluza, palpitante en su pulso el -Diario del poeta recién casado» (que luego, y por congruencia de contenido, mereció llamarse «El poeta y el mar»). En 1936 emprendería su última travesía atlántica. Ya no conocerá el regreso. Serán sus restos mortales los que, sobrevolando las olas, vendrán a hallar en Moguer, veintidós años después, el eterno descanso.
Juan Ramón concibió y escribió su «Platero y yo» en Moguer, a partir de 1906 (se sabe que en 1912 estaba concluso), y lo ideó y dio a la escritura frente al diario ir y venir de las olas. ¿Cómo, pues, considerar real, con todas las sobredichas y erróneas precisiones, un paisaje que, alumbrado cara al mar, se aclimata y perpetúa en su total olvido? Quien pruebe a subrayar las veces que en «Platero y yo» (tomada, por más próxima a su primera luz, la edición de 1914) aparece la palabra mar comprobará, no sin sorpresa, que en sólo cuatro ocasiones se imprime el vocablo esperado (tanto por la inminencia en los ojos de quien urdió la fábula como por su constancia sustancial en el cómputo de su biografía y de su obra), adquiriendo, además, en todas ellas un acento vago y distante.
«El claro viento del mar -leemos en el capítulo XVI- sube por la cuesta roja... » Claro igualmente queda que el mar no se hace presente sino en forma de brisa que embarga el atardecer (-toda la tarde es viento marino»), no pareciendo otro, tampoco, el sentir de la referencia recogida en el capítulo XXVII: «Abatidos por el viento del mar, los eucaliptos lloraban más reciamente...» El capítulo XXIV nos trae del mar la sugerencia de un origen, lejano: «Es cuando unas grandes nubes luctuosas, bordeadas de un malva azul y triste, sacan el día de la mar, lentamente... » Únicamente en el capítulo LXII aparece el mar como objeto propiamente dicho, aunque contemplado, al lado de otros más en lontananza: «En el Poniente, el mar alto y brillante en las mareas del estío.»
Tales son, cuidadosamente espigadas del total, las cuatro escuetas alusiones que del mar se nos hacen en un largo relato escrito a su vera. ¿Realidad o fábula? Difícilmente se ajustaría a lo uno el sucesivo argumento de unas estampas que tanta afinidad guardan, en lo descriptivo, con lo otro. «Platero y yo» es fábula, y fábula nacida con la novedad de dejar elocuentemente silencioso al animal que en otras mil lleva la voz cantante. Trasladada a lo universal la visión individualizada de las cosas y trocado, también, en silencio el rumor de la marea, Juan Ramón nos guía al corazón del paisaje, diario e insondable, merced a una fábula cuya moraleja, de inevitable corte metafísico, viene a coincidir con la vieja sentencia de Heráclito: «La Naturaleza ama ocultarse.»
El mar, tan oculto en la fábula de «Platero», se verá, una vez y otra, surcado por la visión universal del poeta (que no en vano nació en la costa de los descubridores), y al vaivén de un oleaje perpetuamente renovado han de confiarse su arraigo vital y su obligado exilio en y de la madre patria. Mar y madre se identifican, por su común impulso nutricio, en la extremada concisión de su verso («Te digo al llegar madre, que tú eres como el mar») y a su ejemplo quedan mutuamente esclarecidos los conceptos, tan al día, de repetición y diferencia: -Aunque las olas de tus años se cambien y te muden, siempre es igual tu sitio al paso de mi alma. » ¿Qué es, en fin, sino profecía de su propio destierro a través de los mares «aquel afán, un dio presentido, de partir sin razón... »?
A merced de sin razón ajena cruzó Juan Ramón por vez última el mar, el 26 de agosto de 1936 (el «Supercostellation San Juan» nos lo devolvía muerto, el 14 de junio de 1958, dos años después de que nos honrara con el Nobel). Apenas llegado a Puerto Rico, declaró: «Yo no soy político.
Soy un poeta; pero mis simpatías están con las personas que representan la cultura, el espíritu español ( ..). El Gobierno que existía cuando he salido de España tenla derecho a gobernar y ser respetado y ayudado. Era un Gobierno votado legalmente por la voluntad popular en las urnas
electorales.» Si el primer centenario del poeta exige, y aún es tiempo de ello, un sentido homenaje popular, promuévanlo cuanto antes los políticos, los que tardo airean la defensa de la Constitución y la democracia.
ABC - 13/08/1981
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