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JUAN RAMON Y EL TIEMPO PERDIDO

El día 12 de diciembre de 1914, y al cuidado de la colección Biblioteca de Juventud, quedó concluso e impreso en Madrid un libro acariciado, apenas nacido, por el premio Nobel. Juan Ramón Jiménez se llamaba su autor ( era la primera vez que escribía íntegro su nombre) y "Platero y yo" titulabas la obra. No tardaron en sucederse las ediciones. El Libro Escolar lo reeditó al año siguiente, con pastas de tela floreada y al precio de setenta y cinco céntimos. Dos años después, la Biblioteca Calleja daba a la luz su versión definitiva, aumentada, que no corregida, con dos nuevos capítulos. Desde entonces (desde aquella lejana Navidad de 1914) el libro vendría a concitar, como un milagro, las atenciones de la literatura universal, prenda segura de su más preciado galardón.

No diré yo que Juan Ramón inscribiera el suyo junto al nombre de los elegidos por la Academia sueca a favor, exclusivamente, del relato del hombre enlutado y el burrillo de plata Quiero más bien significar la inmediata relación que el pueblo llano establece, .aquí y allende las fronteras, entre el uno y el otro, y entre ambos, a su vez, y el Nobel. «¿Juan Ramón Jiménez?», pruebe usted a preguntar al común. «El autor -le dirán sin titubeo- de "Platero y yo".» . «¿Con qué libro conquistó el premio Nobel?-, vale incluso fingir una pregunta de concurso. «Con "Platero y yo"», sería la respuesta, aunque Inexacta, mayoritariamente compartida. Algo análogo a lo que sucede con la obra de algunos de sus coetáneos, sea "El viejo y el mar”, de Hemingway, o "El cartero del rey", de Tagore.

Merced a una Interpretación groseramente literal de aquella dedicatoria que en forma de lema («A la minoría, siempre») antepuso a la edición de su «Segunda Antolojía Poética», le han colgado a Juan Ramón (al lado de otras famas delatoras, en el fondo, de la malignidad ajena) el sambenito de uraño, ultraminoritario y selectivo. Y de ello da uno en sospechar si no fueron unos cuantos poetas de su tiempo, y otros tantos del nuestro, quienes así. lo bautizaron y bautizan por atenuar, sin duda, un magisterio que a la inmensa mayoría atañe- y comprende. Malamente casa el mote restrictivo con la masiva respuesta que desde su origen recabaron las Páginas de "Platero" o de aquella «Segunda Antolojía» abierta de par en par, según confesión expresa de su autor, a lo sencillo y espontáneo.

Las repetidas veces que, apenas alumbrado, fue "Platero" a la imprenta y el mismo alcance popular de las colecciones en que vio y volvió a ver la luz nos hablan de una acogida de carácter nacional, refrendada, poco después, internacionalmente y nada afín (millones de ejemplares son sobrado testimonio) al concepto cuantitativo de minora. Para desvanecer equívocos hay que dejarse llevar de la mano del Poeta a la cualidad, al espíritu, de su convocatoria, que nada tuvo que ver, ni por asomo, con el cónclave minoritario de los iniciados, de los especialistas, de los eruditos. Es a la cualificada, áurea e inmensa mayoría de la infancia a la que dedica su

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libro el poeta Juan Ramón, sabedor, con el poeta Novalis, de que adondequiera que haya niños, existe una edad de oro».

Libro de niños es "Platero" y para niños, cualificada minoría a cuyo espejo han de asomarse los grandes (¡minoría diezmada!) que aún recuerdan su niñez. No entenderlo así es desoír a lo necio, y de labios de quien lo hizo, la «advertencia a los hombres que lean este libro para niñas». Sin saber de seguro para quién («¡qué sé yo para quién!») escribe el poeta, no duda Juan Ramón en dedicar a los niños la fábula ejemplar, tal cual le naciera en un golpe de gracia, del jinete vestido de luto cabalgando en la blandura gris de "Platero": «Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma.» Náufrago feliz en la isla de la infancia («isla espiritual caída del cielo»), el poeta emprende aquella asombrosa retroacción que Proust atinó a llamar la busca del tiempo perdido.

¿Qué es la busca del tiempo perdido? Un regreso a la infancia, de carácter no literario o anecdótico, sino esencialista. Hay que volver conscientemente a ella porque en su visión intacta se nos dan las esencias puras de las cosas. Se trata de un retomo del alma a la verdad: el hallazgo de un tiempo en que la duración se detenga, se eternice, mediante la actualización del conocimiento sensible. La actualización del conocimiento intelectivo no ofrece obstáculo, por ser discursivo, teórico. La actualización, en cambio, del conocimiento sensible es fruto de una actividad compleja, debida a la suma de dos sentimientos de tiempos distintos, compulsores de un sentimiento acumulado que surge con aquella objetividad y solidez imposibles de transmitir a merced del simple recuerdo.

El retorno a la Infancia es, "Platero" en mano, una clara actitud cognoscitiva. No, no trata Juan Ramón de suscitar la infancia a manera de espectáculo o por vía de anécdota. Se afana, más bien, en recobrar, desde el hoy y ante el hoy, la visión incontaminada que poseyeron los ojos infantiles. Lejos de hacer del recuerdo infantil una acotación argumenta¡, se esmera en proponer a la mirada del presente (desvirtuada, intelectualizada, viciada por la lente del saber convencional) una memoria efectiva, inmersa y esclarecida en las aguas manantiales de la infancia. Frente a la memoria intelectual, que ni detiene ni cristaliza la duración, el poeta nos brinda esa otra memoria afectiva que en las márgenes de dos temporalidades congrega y condensa la corriente viva de la realidad.

"Platero y yo" resume la expresión de una firme creencia en la existencia individual. Basta con repasar, uno a uno, los títulos de las estampas en que el libro se desglosa, para concluir que nos hallamos ante cosas entre las cosas cuya individualidad se recorta a la luz de una hora universal y al calor del conocimiento infantil. El niño se sitúa, en efecto, de cara a las cosas, las palpa y a ellas se adhiere con todas las fuerzas del corazón. El adulto, en cambio, pasa de largo por el lugar, a espaldas de la creencia que el curso de su vida le sustrajo y sólo al soplo de la voz poética puede recuperar. No en vano fue Baudelaire quien dejó sentenciado: «El genio es la infancia reencontrada.»

Así hay que asumir, me creo, la reconquista del tiempo perdido, no pareciendo otra, tampoco, la forma de entender la advertencia preliminar de Juan Ramón, según dije, a los hombres que leyeren su libro para niños, mayoritario, universal, dirigido a la Humanidad entera y tomada de la visión de los chicos la orientación vital para loe grandes. Vida de sociedad es la de éstos, ceñida a una serie de actos que impone la generalidad de la costumbre, en tanto aquellos se zambullen, con "Platero", en la individualidad de la existencia, de cada existencia. A merced de sus esquemas mentales, se ve el adulto paulatinamente desprovisto de la fuerza atractiva hacia las cosas, siendo la voz poética la única capaz de presentárselas nuevamente individualizadas, irreemplazables, únicas.

«¡Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas!» La súplica de Juan Ramón se resuelve en forma de milagrosa adecuación: «Que mi palabra sea la cosa misma.» ¿Qué es asomarse a las páginas de "f latero" sino dar con la faz de las cosas sin otra mediación que su nombre? La luz de una hora universal aclimata a la redonda el paisaje, y las cosas se ven impecablemente reflejadas en los ojos de "Platero" (duros, por la mañana, como dos escarabajos de cristal; convertidos en rosas cuando suene el Angelus; blandos y tristes a la llegada del crepúsculo). Y Volverá a preguntarse la rubia pase era desde el marco fugaz de la ventanilla: «¿Quiénes serán ese hombre enlutado y ese burrillo de plata?» «¡Quiénes habíamos de ser!» -responderá el poeta por ambos-. «Nosotros... ¿verdad, Platero?».

ABC - 22/07/1981

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