Ir a SantiagoAmon.net
PINOCHO

TODA Italia se siente partícipe del homenaje Pinocchio (Pinocho o nuestra lengua) al cumplirse el centenario de su nacimiento, desechada la conjetura de quienes confiaban al 1883 la corporeidad definitiva del libro. Se sabe, eso sí, que Pinocho nació por entregas, de la mano de Carlo Collodi (sobrenombre inmortal de Carlo Lorenzini). Día a día llegó Pinocho al mundo, allá por 1878, o a las páginas, mejor, del Giornale per bambini. Después vino el libro y con él la fama de loe el escritor Collodi lo había alumbrado lo una noche para saldar las deudas contraídas en el juego por el ciudadano Lorenzini. Y más tarde se sucedieron ediciones y ediciones sin tregua de entre las que destaca la de 1911, merced a las celebradas ilustraciones de Atilio Massino.

¿Cuántos años tiene realmente Pinocho? «Para ser un muchacho -se nos dice en la glosa ordinaria- le falta algo y algo le sobra para ser un muñeco». Su vida ya andaba, y muy al vivo, en aquella pata de mesa que el carpintero Ciliegia regaló, por no darla al fuego, a papá Geppetto. Nada cuenta, a la postre, su edad: puro y súbito rasante que, por gracia de la inmortalidad, se convirtió, sin pasado, en futuro. Por ser ambos mitad y mitad (mitad muchacho, mitad duende el uno; mitad muñeco, mitad muchacho el otro) se han buscado similitudes entre Peter Pan y Pinocho. Los dos, ciertamente, oscilan entre la realidad y la fábula, pero con la diferencia de que aquél tiende a retornar a la magia infantil, en tanto pugna éste por desprenderse del leño originario.

También terció en la contienda el psicoanálisis, a la busca de una interpretación más profunda del personaje de James M. Barrie y el de Carlo Collodi, y de una razón objetiva que justificará su éxito respectivo: «El hecho» -ha escrito B. Gigliozzi- de que los autores hayan sabido fijar lo que de

germinal, de no definido y de indistinto hay en el estado infantil.» Iniciado el cuento con el ritual érase una vez, no tardará en diferir de otros muchos (Peter Pan incluido) de su estirpe, por más realista que todos ellos. Ni rey vanidoso ni corte de ilusiones y milagros. Es el duro suelo de la realidad el que acoge al recién venido al mundo, sin madre en el seno de un hogar sin lumbre. ¿Su primer propósito? Tomar la puerta que da directamente a la calle.

Hay en su historia un episodio revelador, pintiparado reverso de lo que a Don Quijote aconteciera con el retablo de Maese Pedro: la llegada del teatro de las marionetas. Invencible se le hizo a Pinocho la tentación de vender los recién comprados libros escolares para acceder con la ganancia al teatrillo ambulante y darse allí a conocer y ser reconocido por su parentela más legítima. El contraste, en trance afín, entre el héroe de Cervantes y el de Collodi salta muy a la vista. En las figurillas torpemente manipuladas por el truhán de Ginés de Pasamonte conoce y reconoce Don Quijote a los personajes de su sueño, mientras que Pinocho redescubre su más genuina realidad, su misma y buena madera, en las marionetas que dirige el fantasmagórico Tragafuego.

Tal es el verídico mundo de Pinocho. De él lo trajo el humilde Geppetto... para que la sociedad constituida le exigiera, apenas en ella incardinado, la más cruel y contradictoria de las conductas: decir siempre la verdad so pena de volver al limbo de los muñecos y allanarse entretanto al grotesco crecimiento, mentira por mentira, de su nariz. ¿No parece sádica y absurda condena exigir la expresión rigurosa de la verdad a quien procede del universo de la ficción, de la mentira? ¿Cabe mayor desatino que privar de su fantasía natural (y privarnos al propio tiempo de ella) a quien, injertado en la pata de una mesa, nos llovió de lo fantástico? ¿Por qué recabar de él lo que tanto y tanto se disculpa a sus eventuales convecinos y públicos representantes?

Líbreme el cielo de confinar al tinglado político, con el suma y sigue de representantes legítimos y fidedignos portavoces, la verídica historia de Pinocho. Vengo solamente a sugerir que lo que para aquellos es licencia común se le volvió a éste censura intransigente y visible deterioro de su aspecto. Sea porque la costumbre suple a la ley cuando ésta calla, síguese emulando (y no en razón de su probada altura literaria) al Príncipe de Maquiavelo y se persiste en llamar pacto histórico a la burda componenda y sagacidad a la patraña. Si a los políticos cumpliera, cual inequívoco signo delator, el progresivo auge nasal de que fue víctima Pinocho, no pocos de ellos habían de parecemos máscaras de carnaval antes que honorables padres de la Patria.

Apenas inscrito en él, el orden constituido impone a Pinocho (¡terrible labor, insisto, para quien viene de la madera de la ficción!) el rigor de decir, siempre y en todo lugar, la verdad monda y lironda. ¿Y a los representantes de dicho orden? Aun venidos de la verdad contante del voto ajeno, les basta y les sobra por prenda propia la credibilidad, esto es, la pura apariencia, háyalo o no, de lo verdadero, quedando para el pueblo llano el vaya usted a saber, que no es, precisamente, un signo de creencia. A la mujer del César le fue deber inexcusable la constancia y la apariencia de honestidad. Los políticos se dan por pagados con lo último, e incluso con reservas, de tener en cuenta las muchas que los unos esgrimen en tomo a la credibilidad de los otros.

Nunca fue la verdad sustancia, ni condimento, siquiera, o adobo de la salsa política. Solamente una vez, me creo, existió un tribuno que se atrevió a pronunciar en el foro la palabra verdad en forma de pregunta, recibiendo de labios del Justo un profundo y elocuente silencio por respuesta. El resto de la historia es bien sabido: lavóse el tribuno las manos y el Justo fue llevado a la cruz. Hubo un tiempo, lo sé, en que una concreta y última verdad, conocida por los pocos (razón de Estado, secreto de Estado...), sustentaba la creencia de los muchos. Hasta esa última y secreta verdad parece hoy esfumarse en descrédito de la credibilidad misma. Ha quedado desierto el sanctasanctórum y los valores sucedáneos se pregonan en los omnipresentes canales de la publicidad.

«jQué tonto era mientras fui niño y qué contento estoy ahora de haberme convertido en un muchacho de bien!» A pocos ha satisfecho el inesperado final moralizador del insigne cuento collodiano, dándolo los más por inoportuno y postizo (el propio Collodi aseguró a Ermenegildo Pistelli que tal final no era suyo). Ninguna sustancia añade al relato, y con él o sin él seguirá Pinocho, por fortuna, siendo Pinocho. La verdadera moraleja se contiene y explica, página por página, a lo largo y lo ancho de! libro: el -insensato empeño de la sociedad en someter la libertad de la fantasía al dictado establecido de la razón, y el conato ilusorio de trasladar el diario testimonio de la verdad a labios de quien nos vino (mitad muchacho, mitad muñeco) del reino de la fábula.

Persistan los políticos en el culto a la credibilidad, pero respeten o teman a Pinocho en la nube de la fantasía (¿la imaginación al Poder?), en la comarca de Atrapapillos, en la hostería del Cangrejo, en el campo de los Milagros, en el País de los Tontos..., acompañados de su risueña y legítima parentela: Tragafuego, el Hada Turquesa, el Grillo Hablador, el Hombrecillo Burro, el Papagayo Sabio... y el sufrido y bonancible papá Geppetto. Inmortal es su mentira como caduca la credibilidad do los políticos. De éstos suele decirse, pasados apenas unos meses de su fulgurante ascensión, que se les nota envejecidos. Sea o no cierto. De su aspecto, eso sí, se desprende la vaga sensación de que se les va afilando y haciendo leve y progresivamente puntiaguda la nariz.

ABC - 25/04/1981

Ir a SantiagoAmon.net

Volver