CUENTAN nuestras letras con dos protagonistas de excepción, cuya identidad hace innecesario, aún teniéndolo compuesto y bien sonante, el dato, del apellido. Ramón es la fe bautismal de ambos, la del uno, a secas, y precedida de tratamiento, habitual la del otro. Para citar a Gómez de la Serna basta, en efecto, con decir Ramón, y nada hay que agregar al cortés don Ramón para referirnos a Valle Inclán; que ambos así lo. fueron y lo son por antonomasia. No entro en calibrar hasta qué punto, y más allá dé la peculiaridad onomástica, indagaron los especialistas el grado de parentesco, a establecer entro estos dos personajes de lujo, aunque nadie, me creo, dudaría en dar por pertenencia recíproca el acusado sello de modernidad con que los dos nos llegaron y se nos siguen apareciendo.
Lo que Lautreamont o Nerval (y no pocos de los presurrealistas invocados por Breton en su Primer Manifiesto) significan en la lectura actualizada de otras literaturas lo encarna Valle-Inclán, y a las mil maravillas, en la nuestra. Suyo y singular fue el gesto vanguardista de anticiparse a la constitución oficial de las vanguardias. Ir clasificable donde los haya, sigue y seguirá don Ramón confundiendo a los tratadistas que apenas lo incluyen en la generación del 98, corren a excluirlo, a la vista de un rasgo de modernidad no compartido por sus coetáneos y coterráneos. Su quiebro, en fin, del modernismo- rubenianó a la abierta libertad expresiva delata algo más que la premonición de lo que, años después, llevarían a cabo Huidobro o Vallejo en plena fiebre revolucionaria.
Coincidente con el de Pablo Picasso, se nos avecina el primer centenario del nacimiento del otro. Ramón, o Ramón a Ya llana, y no sería justo que, el fulgor de aquél viniera a dejar en la sombra (y en aras, paradójicamente, de la modernidad) el recuerdo de quien fue legítima, espontánea y risueñamente moderno. Y si, a las puertas de 1981, traigo al caso esta feliz coincidencia, es con el ánimo de que otros, llegada la hora, la asuman en todo su alcance. El centenario de Picasso (sin demérito alguno de la gala que le cumple y sin necesidad tampoco del fasto, ocasional o coyuntural aparato de que quiere: adornársele) lleva o debiera llevar de la mano la memoria de un tal Gómez de la Serna que le fue afín como pocos en su propio. terreno y al buen aire del común sentir vanguardista.
A caballo de. la generación del 98 y la del 27, supo Ramón rehuir el estigma de ambas en pro de una visión más europea, y no menos castiza, del suceso artístico. En verdad, que la simultaneidad con que dieron a la luz sus obras las gentes del 98 y las huestes picasianas contrasta de plano con el exiguo interés de aquéllas (caso de haberlo prestado al fenómeno de la plástica en general) por el quehacer de éstas. No parecen, vistos desde hoy, sino dos linajes que coexisten, a espaldas el uno del otro, en el mismo planeta y por los mismos días. Retrotrayendo el tiempo de esa coexistencia efímera, dejó escrito Ramón: «Del desengaño de España que tiene aquella generación del 98, él (Picasso), se escapa porque goza del lenguaje internacional de la pintura que no poseen sus compañeros.»
Tampoco la generación del 27 (truncado exponente, de la vanguardia de dentro) se vio particularmente vinculada al tajante proceso de ruptura que Picasso encabezó, puertas afuera, en 1907, o al fino olfato probado, dos años después, por nuestro hombre: «Yo entró por casualidad -comenta Ramón en sus Ismos- en aquella exposición de los Independientes que se celebró en agosto de 1910 en París (...). Era un barracón largo, lleno de luz, más natural dentro que fuera. Se sentía que allí estaba la barricada y trinchera del porvenir. Entonces se entraba siempre, por casualidad, en los sitios vanguardistas. Era un instinto de perro que atisba la caza lejana el que conducía a ciertos rincones (...). Desde entonces entré en el caos febricente de la pintura moderna y su interés..»
¿Quién de los de aquí mostró por tiempo tal, o en, fecha mucho más reciente, ese instinto canino y esa lúcida conciencia de sentirse en la trinchera del porvenir? ¿Compartió aquel caos febricente de lo nuevo alguno de los nuestros y del entonces? Bastaría .y sobraría, me temo, con recurrir al nombre de Larrea o volver a la cita de los hispánicos Huidobro y Vallejo o retener el semblante juvenil de Pepe Bergamín en la. Tertulia del Pombo (tal cual en torno a ,Ramón la perpetuó el pincel de Solana), o acudir al solitario D'Ors o al Rafael Alberti del exilio ..., sin olvidar al habitualmente omitido o rara vez subrayado Guillermo de Torre, cuyo exhaustivo y sistemático repertorio resulta ser algo así, en palabras del propio Ramón, como la guía de ferrocarriles de la vanguardia.
«Por casualidad» se introdujo Ramón en la vanguardia, apenas amanecida la primera década del siglo, y casualmente se sacó de la manga de su ingenio el relámpago de la greguería («la greguería es lo más casual del pensamiento»), que a-la expresión sentenciosa de la, máxima vino a despojar, y con sus propias armas de gravedad añeja para volverla renovado entretén («es lo único que no nos pone tristes, cabezones, pesarosos y tumefactos, al escribirla, porque su autor juega mientras la compone y tira su cabeza a lo alto, y después la' recoge»). Valga la inevitable referencia a la greguería para de ella colegir que, s¡ en la pluma de su creador se nos hace fresca, gentil y fugaz como un verte no verte, tornase, en la ajena, decir rebuscado, desabrido y (¡líbrenos Ramón!) maximalista.
La verdadera grandeza de Ramón tal vez le venga más de su temple y genial condición humana que de su obra no pocas veces urdida, al modo cubista, por retazos. A retazos nos ofrece el abanico de las vanguardias compartidas por él en la genuinidad del origen, y a retazos da en enumerar los distintos momentos y movimientos de su génesis, que él bautizó como le vino en gana. Ya es sintomático advertir que de los veinticinco ismos recogidos en su libro del mismo nombre, solamente tres (futurismo, suprarrealismo y dadaísmo) responden a la denominación acostumbrada, quedando todos los otros (negrismo, botellismo, monstruosismo; estantifermismo, ninfismo, charlotismo, serafismo, klaxismo, jazbandismo, tubularismo...), a merced de la más peregrina y libertaria de las nomenclaturas.
Pese a ser el cubismo la pauta primigenia y más feraz en la ulterior andanza vanguardista, a juicio de Ramón el' cubismo no existe. Hay que dividirlo más bien, rehuido su nombre, en aquellos tres instantes a que se atiene toda corriente estética. Si la cosa nació -piensa Ramón- de una idea de Apollinaire, apollinerismo se llamará el primer tracto, correspondiendo el de lothismo a su punto decadente, por haber sido Lothe quien lo convirtió en academia, y reservándose al de plenitud el de picassismo, en homenaje al titánico empuje de quien lo hizo, más universal: homenaje que abarca toda la tradición o invención española del espacio., «Picasso -concluye Ramón-, creador del Renacimiento francés como un eco del. español, ha, sido ' el que más gigante paso da en la perspectiva del espacio. »
Es, repito, el hombre el que por encima de la obra (o insinuando entre líneas su talla gigante) universaliza, a secas, el nombre de Ramón. Harto, más moderno que cualquiera de sus coetáeos españoles (hecha excepción de los Gargallo, Hugué, Juan Gris, Julio González, María Blanchard... tempranamente emigrados a París), y no menos que muchos de fuera, sigue 'aventajando a otros tantos de los actuales y muy aburridos buceadores de vanguardias, al menos en el gesto desenfadado, con que, no lejos de Picasso, anunció la buena nueva. De ningún modo debe el centenario del uno obnubilar el del otro; que si coincidentes fueron los dos a la hora del nacimiento, no está mal que a la hora de la conmemoración les quede, tras lo dicho y salvadas las distancias que se quiera; algo en común.
ABC - 09/12/1980
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