En el momento en que el tenista lanza magistralmente su bala, le posee una inocencia totalmente animal.» Tal escribe César Vallejo en uno de sus recordables Poemas humanos, equiparando ese instante, irrepetible y único, al del filósofo que acaba de sorprender una verdad en bruto o del teólogo trocado en vegetal, de tan absorto y libre de malicia. Y si la bola (que Vallejo, por afinidad de sonido y similitud de vuelo, convierte en bala) es magistral bola de match, vale añadir que animalidad e inocencia del tenista cobran aire y condición de salto selvático y rugido prehistórico, palmas al cielo v rodillas al suelo. Instante irrepetible y único, reductor de filosofías y teologías a la genuinidad del origen, sobre la faz de la tierra (de la tierra batida, en nuestro caso).
El madrileño Grand Prix y el barcelonés Trofeo Conde de Godó nos han devuelto a los ojos, por un par de semanas, la caravana policroma (versión renovada, sin duda de lo que la liturgia circense bautizó como el mayor espectáculo del mundo), la variopinta tropa del llamado tenis de competición. Al amparo de poderosas firmas comerciales, camisetas, calzones, calcetines, bolsas, chandals, muñequeras, playeras, cintas, jerseys, raquetas, fundas, bolas .. han pugnado fugazmente por hacer descollante su color respectivo y distintivo sobre aquella parcela cálidamente rosada y pulcramente ortogonal en que se sigue librando la eterna batalla de los mismos contratos mismos, evocadora en parte y, en parte, destructora o disipadora de la antigua comunión entre el poeta y el héroe.
¿Quién es aquí el héroe? Si algo salta a la vista en el campo de Marte del tenis competitivo es el carácter intrínseco de la competición misma: una suerte de partida que se inició tiempo atrás y sigue y seguirá sin resolverse. Sobre la tierra candentemente batida se suceden golpes y golpes (la variedad de golpe es valor primordial en la estimativa del experto), juegos y más juegos, pausas y otras pausas hasta que la última bola, magistralmente dirigida y convertida en bala, viene a poner tregua, solo tregua, al match, en tanto desata en el vencedor, súbitamente (más de una vez se diame el lance por vía de muerte súbita), la animal inocencia de saltar, gritar, doblar con unción las rodillas, alzar los brazos con jubilo.., e incluso lanzar por los aires el alma eventualmente homicida.
Héroe igualmente eventual, el vencedor ce hoy tomará mañana a su puesto (con él no va el mítico descanso de los otros héroes) para reanudar la misma contienda y con el mismo contendiente. A éste y aquel lado de la red, los mismos ojos volverán a mirar a los mismos ojos. Con toda razón equipara César Vallejo el acto inocentemente animal del tenista al asombro del filósofo frente a la verdad en bruto o al estupor del teólogo ante la divina revelación sin previo aviso. ¿No es la cuestión de la repetición, trocada, sin más, en diferencia, una de las más socorridas por la moderna filosofía en general y por las particulares atenciones de Deleuze? ¿Dónde dar con un símil más cabal de la teológica pena de daño que en ese inexorable soportar dos seres su recíproco, y diario mirarse y observarse?.
Los mismos ojos ante los mismos ojos, y los mismos nombres frente a los mismos nombres (o los nombres, a lo más, de aquellos cabezas de serie que alternan rigurosamente en el escalafón de los masters) encarnan y resumen, sine die, la nómina y la generación de estos héroes de día y del día y del día..., sin otra pretensión de perennidad (de serles propicio el hado y no enmendar el tino) que convertirse en marca de camiseta. Si a Teodoro Nette, héroe de la revolución eslava, le cupo e honor, por obra y gracia del verso de Maiakovsky, de llegar a ser barco, al tenista no ha de cumplirle otro futuro ni más fama que verse laureado, como Fred Perry, o bordado a modo de verde lagarto, como La coste, en el flanco izquierdo de la prenda deportiva o simplemente veraniega.
No, con ellos no reza la dorada perennidad que alcanzaron los héroes antonomásicos, legendarios o históricos, merced al canto poético. Necesarias, si no suficientes. dos notas vienen a certificar el designio singular del héroe: la ejemplaridad y la perennidad. La primera (signo inequívoco de una arriesgada actividad individual, ante el pasivo mirar del común) es propia y exclusiva del héroe: brote feraz de su sangre y de su temple. La otra (índice seguro de divulgación) depende enteramente del poeta. Las hazañas de Aquiles, «el de los pies ligeros, nos han llegado por la sola y clara virtud del canto homérico. Son, por el contrario, héroes anónimos aquellos que, habiendo pisado cimas altaneras de ejemplaridad, no encontraron al poeta que los divulgara y les diera nombre.
Singular y ejemplarmente actúa el tenista en la arena del riesgo, sin otro aliado, que su propia y atrevida iniciativa, ante la pasividad silenciosa del público, cuya única opción participativa se produce en el seguir con la vista, y con el concomitante girar del cuello, el seco y sonoro ir y volver de la bola. Sólo cuando el campeón la golpee ejemplarmente y logre romper la expectativa del sempiterno campeón de enfrente, estallara unánime el aplauso. El tenista actúa en estricta soledad (en «soledad sonora»), y ha de allanarse el público, fuera de todo partidismo, a celebrar lo ejemplar de un gesto. El tenista actúa solitaria, silenciosa y arriesgadamente en terrenos de la ejemplaridad. En ello, y sin otro requisito, va su heroica condición. ¿Dónde dar con el contracanto de la voz poética?
Ahí, en la policroma caravana, en la tropa variopinta del gran espectáculo, va el poeta. Ese de la cinta tricolor sobre la n frente, de largo cabello y barba de dos y días, concentrado, impávido y bonancible, n ese mismo que viste de amarillo franjeado, ese, ante todo, que acaba de imprimir a su revés (¿el mejor del mundo?) ritmo y larga cadencia de endecasílabo, que ha medido la dejada al sucinto compás del pie quebrado y da a las pausas del juego el valor preciso de la cesura... ése es nuestro hombre. Su nombre es Guillermo Vilas y su genuina vocación, aun vestido de tenista, la de poeta. ¿Reverdecerá con él, en nuestro caso, la antigua comunión entre el poeta y el héroe? No. Guillermo Vilas no es metafórico poeta del tenis. Es, valga el redundar, un poeta de y para la poesía. Años ha que Guillermo Vilas sorprendió a unos y a otros con la publicación de sus primeros versos en su Argentina natal. Después, en fecha reciente, dio a la luz su primer libro poético, cuya tirada y venta, tras haber rebasado (cifra de ensueño enlaces de poesía) los 15.000 ejemplares, hacen hoy inminente su reedición. Nada, por lo demás, tiene que ver el suyo con el caso de quien en la popularidad del oficio se presta a vender la suya propia. Su nombre, volviendo a lo dicho de los mejores del gremio, ya alcanzó perennidad en la consabida marca publicitaria (la raqueta Head Vilas ofrece crédito suficiente a la afición), aparte de que el confín del tenis dista mucho, por ahora, de lindar con el del ateneo. Si Vilas ejerce de poeta es por sola y sólida formación e inexcusable llamada.
Asiduo lector de clásicos y modernos (Elliot le supone, entre otros, magisterio y estímulo), Guillermo Vilas acaba de concluir su primera gran novela (como él mismo puntualiza, por distinguirla del holgado centenar de relatos breves debido también a su pluma), siendo su propósito (y de ello soy testigo) editarla en España. No, en fin, no resolverá Vilas, en el campo de la competición, el contumaz divorcio entre el poeta y el héroe, pero si será capaz, como días atrás lo hiciera en Madrid, de perder una final por el gesto generoso de ceder al adversario una bola que era suya. Algún comentarista lo juzgo error imperdonable. A mi se me antoja más bello achacarlo a ejemplaridad, si no del héroe, si del ciudadano de buenos modales; que también son norma y forma del buen tenista y del buen poeta.
ABC - 11/10/1980
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