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REQUIEM POR UN INVENTOR

Es costumbre, si no ley de homenaje, ensalzar la memoria de quien, desde sí y de la nada, alumbró una obra viva, colmada, profusa, discurriendo comúnmente la loa por trillado cauce biunívoco: o el pregón de las virtudes personales (espíritu de iniciativa, capacidad, arrojo...), o el parangón estadístico de la cuantía, complexión y alcance de lo alumbrado. El tono encomiástico se acentúa, naturalmente, en la nota necrológica. La figura de Félix Duarte admitiría, desde luego, este tratamiento ritual y aun duplicado (que hay doble creación cuando obra y hacedor procedieron ex nihilo). Lejos, sin embargo, de incurrir en el cauce convencional del homenaje y sin restar un ápice a su oportunidad y justicia, quisiera yo calar, más bien, en el hondo significado de aquellos hombres, como él, que, desde la nada, supieron descubrir entre las cosas todo un universo o, mejor, un ángulo fértil de acercamiento y penetración en la coherencia universal que sirve de asiento a las cosas y a las relaciones. Mi propósito apunta tanto a la entraña humana de personajes tan singularizados, como al paisaje socio-histórico en que afloraron: descifrar, por un lado, de qué pasta están hechos, en qué rara cualidad se sustentan estos protagonistas de la vida, creadores genuinos en suelo cotidiano y, de otra parte, acotar el panorama histórico y la condición social que propicia su nacimiento y ulterior inventiva.

Nos valemos, con plena conciencia e intención, de la voz inventiva, por creer que ella es la que mejor subsume el gesto de quien, oriundo de la nada, (de esa nada social y económica cuyo índice suele serlo de invencible obscuridad), gesta en la riada y trae de la nada una obra luminosa. Félix Huarte fue un inventor, en la acepción más estricta y también más noble del vocablo. Nuestra prosa quiere imprimirse, antes que en el álbum de firmas y adhesiones, en el sólido trayecto de una teoría general, pergeñada por nuestra cuenta y riesgo y recorrida, apenas vislumbrada, en toda su longitud y consecuencia, de cara al gesto incipiente e ininterrumpida ejecutoria de Félix Huarte y otros hombres de su estirpe: la estirpe de los inventores. No habrá en nuestra letra epítetos rituales ni giros encomiásticos. Nos importa, ante todo, urdir los términos de una teoría general, cuyo pie sea el origen y la circunstancia que presidieron la gestión, la inventiva de Félix Huarte y su colofón otro concepto de homenaje más aleccionador, por más general o generalizable: el lugar del inventor, su punto de vista singular ante el punto de vista del universo.

No se atribuya a paradoja si, frente a la aureola taumatúrgica, que viene tradicionalmente enmarcando la figura del inventor, comenzamos nosotros por afirmar que su don más singular es el hallarse en posesión colmada del sentido común, cual variante de la acepción griega de dicho concepto (el sentido de lo común) y a terror de dos versiones que luego hemos de glosar con mayor amplitud y pormenor: una base común de objetividad socio-histórica, y una vasta capacidad de relación, de coherencia, entre las cosas que estimulan lo común de su sentido. Félix Huarte da rienda a la fertilidad de su inventiva en un momento histórica amanecido en la esperanza popular del sentido de lo común y es en sus márgenes donde ejercita la posesión excepcional de tal sentido, explicable, incluso etimológicamente (del latín, - invenire = hallar), en la capacidad primaria de chocar con las cosas, descubrir sus relaciones y hacer coherente aquello que al común de los hombres pasa inadvertido y, si advertido, de rara e impensable confluencia. Fáciles imágenes literarias asocian al inventor con el microscopio o el tubo de ensayo (a favor de un anecdotario superficial de los grandes inventos, y de la confusión entre el que experimenta y quien realmente innova) o lo muestran cercado por una muralla de enciclopedias, henchidas de todo saber divino y humano (por errónea identidad entre quien inventa y el que intelectualiza lo inventado). La actitud del inventor, a juicio nuestro, y la sorpresa del invento se ajustan llanamente a la tradicional imagen del huevo de Colón ( ¿quién, por otra parte, más inventor en sentido estricto que el inventor de las Américas? ), no al estereotipo del teorizante. El inventor hace suyas las cosas, su sentido elemental, su relación más obvia. Debe despojarse la figura del inventor de taumaturgia y de asombro el invento: aquel se halla próximo a las cosas, inminente a su interrelación primera, y el asombro de éste suele responder a que su misma inmediatez y obvia congruencia le hacen, de algún modo, pasar inadvertido (cual ocurre con la captación del ser, cuya presencia embargante y cotidiana le convierte en presa difícil de nuestra conciencia).



Otro tanto nos sería dado advertir o refutar en torno a aquella visita carismática de un azar o hado favorable, poco menos que inevitable en la biografía rutinaria de los genios. Es frecuente destacar en el alegre anecdatorio de los grandes descubrimientos -escribíamos, hace ya más de dos años, a propósito del pintor Antonio López García- el carácter casual con que éstos, más de una vez, se han producido, sin connotar, de paso, la tenacidad de quien investiga o el deslinde riguroso del campo asiduamente abonado por su investigación. En un momento dado brota el ¡eureka! jubiloso, con acento de sorpresa o de azar favorable. El invento ha nacido y quizá de forma imprevista o por senda inicialmente inopinada, pero no a merced de la casualidad. La idea obsesiva, la pertinacia de un punto de vista certero, ha ido penetrando, desmenuzando y consumando el cúmulo de posibilidades, y el azar ha sobrevenido, tras la búsqueda, la concentración, la inmutabilidad del ángulo contemplativo, la insólita capacidad de atención, la relación de los datos, de las cosas, de las circunstancias, el avance y retroceso en las fronteras del lugar amillarado por la indagación. El riguroso deslinde del ámbito elegido es la clave primera (le la invención: la aceptación del punto de vista, diríamos, del universo, desde un punto de vista (la contemplación del lugar, diría Heidegger, desde un lugar). Y a su lado, una incesante capacidad de relación, de juego, en las fronteras de este lugar amillarado, de cara a las cosas que, por no hallarse en el ángulo de la contemplación cotidiana, escapan, pese a su presencia cotidiana, a los ojos de este y aquel transeúnte, al menos en su máxima tensión de atractivo, de reclamo. Aquí, en este lugar, cual aspecto singularizado del lugar (es decir, de lo universo), es donde el inventor desarrolla plenamente su sentido común, donde el huevo de Colón es hallazgo necesario de quien, salvadas las distancias, mantiene una actitud semejante a la del descubridor por antonomasia.



Cuadra, pues, al inventor, y al margen de todo decir paradójico, un íntimo sentido de lo solidario, de lo coherente, de lo común. Cierto que su insólita capacidad de encuentro con lo que no había, su imperturbable atención al hallazgo, le destacan, con aparente facilidad, como ajeno a la mayoría del coman. La aptitud y actitud heurística (orientada, por vía etimológica, en el subitáneo eureka de Arquímedes) parece conllevar un aroma de egregia autonomía, no exenta de misticismo y taumaturgia: expresiones como visionario, iluminado, o loco genial, son sólo fáciles abreviaturas en las que, con harta frecuencia, subyace un intencionado desliz de selecto rango ideológico (al menos en su origen y con mayor o menor grado de consciencia). Queremos destacar este aspecto, con menos intención de doctrina que por la simple llaneza coloquial de desmoronar un tópico inevitable (le opinión. El inventor es, para nosotros, no tanto astro rutilante que rubrica, con fugaz trazo nietzcheano, un caudaloso cielo (social) de sombras, como sencilla estrella, polar, sí, pero brillando en relación con el circundante vecindario sideral. Dos rasgos, según lo dicho en las líneas iniciales, quisieran apoyar nuestra afirmación, uno socio-histórico, personal el otro, y ambos rectamente entrañados en la práctica efectiva del sentido común y de lo común.



RASGO SOCIO-HISTORICO

Las invenciones y, por ende, los inventores, se dan en comunidades que, sin detrimento del don subjetivo, viven un tiempo de sociabilidad positiva, un tiempo que denominaríamos de intersubjetividad. Son colectividades en que la comunicación humana y la solidaridad en el quehacer o empresa están expresadas por un propósito o esperanza de participación. Si para Nebrija la lengua era compañera de imperios, para nosotros el inventor es compañero de comunidades. El inventor viaja en olor de compañía, al lado de la humanidad, en el seno de un orden de relativo y necesario apogeo interconvivencial, cuya traducción política exige, diríamos, democracia, en su más noble acepción. No deja, a título ilustrativo, de ser oportuno rememorar aquellos momentos históricos en que la invención se produjo más significativamente. De entre tales momentos-eje (en palabra de Jaspers) acaso el de mayor importancia gráfica sea el pre o protoindustrial, y su ejemplo más obvio venga dado, precisamente, por la Revolución Industrial y la Revolución Francesa. Ambas se constituyen como espacios históricos, próximos, a modo de exigencia de un mismo elan o imperativo de la historia: un tiempo, una duración en que la incipiente maduración de cauces colectivos respalda a una pléyade de inventores de todo orden, sin excluir, desde luego, el arte y las letras, ni tampoco aquel fenómeno característico, si los hay, del tránsito entre lo artesanal y lo industrial, el fenómeno de la construcción (en cuya órbita florecerá, junto al arquitecto artista, el constructor artista). Y es, concretamente, allí donde se da la invención, allí, en la génesis de un colectivo vertebrado, en el despliegue de una intensa articulación interrelacional, intersubjetiva, aunque tal articulación, o asociación, o simple convivencia, presente los caracteres de la negación polémica o defensiva, frente a los intereses de una minoría rectora.



Dijérase evidente y necesaria una dimensión o, mejor una temperatura sociológica para que surgan las invenciones. Los inventores, más que causa remota, nos parecen consecuencia próxima. Son traductores esclarecidos, que se revelan desde un patrimonio general, quizá priori, pero siempre inter pares. Contémplense, por vía ejemplar y en esta dirección, los afluentes de la modernidad, el Renacimiento, el momento fértil de América del Norte, ligado a las revoluciones mentadas, o el siglo de Pericles en la Antigüedad..., el modelo mismo de un pasado remoto, donde tal vez se explique, mejor que en parte alguna, la cifra de inventos e inventores. No disponiendo de datos (estrictamente científicos) para consumar la descripción, nos limitaremos a agregar uno simplemente histórico y suficientemente divulgado: el ejemplo de la China, tanto tradicional como moderna. China es tierra proclive a la invención y cuerpo, a la vez, de aquel vertebrado colectivo en que ésta se produce. Virtudes como paciencia, trabazón de saberes, prácticas y exégesis, capacidad de elucidación y también lo que alguna vez hemos llamado hermana torpeza (como consciente actitud franciscana y tenaz pauta indagadora ante la complejidad y dificultad que, en sí, entraña lo universo) hacen del chino, hombre apto entre mil para el arte de la invención; agréguese a ello su prototípica concepción espiritual de convergencia hacia la unidad, hacia el camino común (el Tao), hacia la plenitud en el todo (e incluso su misma identidad biológica, anatómica, facial...) y se habrán enumerado todas las características que, concurriendo en el sentido común y de lo comían, conforman el origen y el temple de los inventores. De esta complexión o temperatura colectiva surge aquella singularidad, aparentemente extraordinaria, de encuentro con lo admirable y desconocido. El chino desciende particularmente al pormenor con una capacidad, casi preciosista, minimizante, atomizadora, pero también con la conciencia saludable de un gigantesco amparo en la unidad del todo, convirtiendo casi en aforismo cotidiano lo que es oculta fuente no sólo del inventar, también del conocer y del ser: el punto de vista (le la totalidad, desde un punto de vista.



¿Cuál fue la circunstancia socio-histórica en que Félix Huarte ejercitó su inventiva? ¿Se daba aquella temperatura social, aquel grado de in intersubjetividad, de interrelación, aquella esperanza popular (le participación, aquel apoyo en el sentido de lo común que subyacen en el nacimiento del inventor? Cuando asignamos a Félix Huarte nombre de inventor, lo hacemos de forma estricta, al margen de alegorías o cotejos analógicos (de ahí que hayamos prepuesto un esquema ejemplar al que ajustar, con todos los riesgos, el trayecto de nuestra interpretación). Antes exclaustrábamos al inventor, de laboratorios y bibliotecas, por extender su ejecutoria a cuantas actividades permiten extraer lo nuevo desde el común de las cosas y, hace un instante, cifrábamos un punto crucial de su vigencia, en la edad pre o protoindustrial, señalando, de paso, que el tránsito de lo artesanal al primer palpitar de la industria hace más que oportuna la aparición de hombres, por oficio y dedicación, como Félix Huarte, y también el desarrollo de procesos cualificadamente intuitivos, en cuyas márgenes el curso del proyecto a la realidad es rectilíneo, casi instantáneo, a pianos de los que, en terminología muy al liso, son llamados arquitectos-artistas o constructores-artistas. Félix Huarte encarna, como pocos, ese tránsito vivo de lo artesanal a lo industrial, inventando (desde sí y de la nada) el universo de la construcción, cuando apenas podía ostentar el minimum necessarium de auténtica capacidad de industria. Decir de él que fue un pionero de la empresa constructora, es epíteto huero, a la par que dado a torcidas interpretaciones. Proponerle, en cambio, como inventor de ese universo industrial, en su suelo, en su tiempo, en el contexto de la comunidad, del pueblo en que se entrama su origen mismo, es obedecer a razón y a verdad.

Apenas amanecida la década de los treinta, ya ha sido oficialmente fundada por Félix Huarte la nueva empresa (ha sido, más bien, oficialmente colocada la primera piedra de una empresa que, bajo su aliento, bajo su tenaz inventiva, había de albergar, hasta el hoy, otras cuarenta y cinco de la más diversa índole o función, sin excluir nunca la propiamente cultural). ¿Puede decirse que aquel tiempo inicial, aquella fecha, respondía de algún ¡nodo al tránsito de lo artesanal, a lo industrial, en cuyos límites queremos nosotros cifrar adecuadamente su recto significado de inventor? Lejos de encubrir la pregunta una estimación anacrónica, nos parece, incluso, cargada de desbordante optimismo. Es el día de hoy, y la construcción sigue siendo esencialmente artesanal.

Difícilmente podría aplicarse el clarividente esquema hauseriano, si no es por analogía, al tiempo y al significado de hombres, como Félix Huarte, de auténticos inventores, que, en este ramo de la preindustria, osan dar un paso decidido hacia lo nuevo. Lo verdaderamente milagroso es, en el caso de Félix Huarte, haber intuido, en tiempo harto prematuro (dado lo inmaduro del nuestro), el estímulo que, en otras vertientes de la actividad humana y a tenor de una nueva conciencia colectiva, exigía nuevas formas de acción, de creación, de inventiva. Sólo en este sentido, el esquema de Hauser (luego usaremos someramente de alguno de sus aspectos) resulta referible a aquella edad, teóricamente crítica, intermedia, yendo, en tal referencia, el mejor elogio para quienes así la entendieron y quisieron adecuar al signo del tránsito histórico el signo de sus propias invenciones. Si el tránsito no se daba o era meramente teórico, sí se daba la conciencia del devenir y el afán de asentarlo en suelo firme. Quienes lo intuyeron y, a su modo, lo hicieron obra (tal el caso de Félix Huarte), merecen doble título de inventores, por haber anticipado, conscientemente y por vía operante, un suceso, una empresa, que excedía prácticamente su capacidad de operación.



¿Cuál era, por fin, la circunstancia socio-histórica en que el tránsito de lo artesanal a lo industrial dejaba, de algún modo y por obra de algún inventor, de ser puramente teórico, para ingresar en el campo de las acciones humanas? Si el inventor es compañero de comunidades, ¿se daba, al tiempo en que Félix Huarte ejercitaba cl arto de la inventiva, la conciencia (le lo común, el grado relativo y necesario de apogeo interconvivencial cuya traducción política exige un grado equivalente de democracia? ¿Se daba aquel mínimo de patrimonio general del que el inventor es traductor esclarecido? Un somero bosquejo histórico puede, al respecto, ser ilustrativo. Demos por pauta, la más significativa, el factor económico y propongamos, como ángulo contemplativo, arriba y abajo, el tiempo (le la Dictadura (1923-29). He aquí los datos: La crisis económica del final de la Dictadura enlaza con la repercusión de la crisis mundial del 29, que encuentra su apogeo en España, en 1931. Este es el punto crucial. ¿Qué había sucedido antes del año 29? España, privilegiadamente beneficiada, por no beligerante, de la Guerra Europea (favorable balanza comercial, nacionalización de la deuda exterior, incremento de reservas...) dilapida, en pésimas inversiones, las ganancias del período, sin que se subsane el atraso de la industria, en tanto se agudiza la tensión capital-trabajo. ¿Qué ocurre tras el año 29? hasta 13l- desciende el ritmo de las exportaciones, en alza privilegiada por los tiempos de la guerra Europea y se acentúa la crisis minera y metalúrgica. En 1933 culmina el impacto de la crisis mundial, contrarrestado, en parte, por la expansión cerealista y, a partir de aquí, se produce un aumento demográfico, aumenta también la emigración interior, crece el proletariado y, con él, el paro obrero. ;Pueden estos datos, no precisamente positivos, reflejar, de algún modo, el estado óptimo de interconvivencia, de temperatura social. (ir, según lo dicho, entraña cl suelo más abonado para la floración de inventos e inventores?



No conviene anticipar una respuesta tajante. Quedó advertido cómo la vertebración del cuerpo colectivo suele verse contrarrestada, en el punto más intenso de su génesis, por los caracteres de la negación polémica o defensiva frente a los intereses de las minorías. Las crisis sucesivas, ya reseñadas, si es cierto que agravan el malestar de los más, no dejan, por otro lado, de estimular la conciencia colectiva, el nacimiento de la opinión pública y el deseo (esperanzador o polémico) de participación. La emigración a las grandes ciudades, si acarrea el trasiego humano, pone, al propio tiempo, de manifiesto y hace efectivas formas nuevas de vida o convivencia, y también el paro obrero es, por su parte, estímulo de agrupación, de conciencia defensiva y, a la postre, de politización. Politización, esta es la palabra clave. Politización, es decir, conciencia del instante histórico y del signo popular como acceso o participación, todo lo tímida o defensiva que se quiera, pero, en suma, politización. Esto, por lo que hace a las clases populares. ¿Y las clases rectoras? En ellas aún parece más claro el proceso, casi desbordante, de politización hacia la democracia. Un repaso, desde comienzos de siglo, a los sucesivos gobiernos (Monarquía, Dictadura, República) nos muestra, sin ambages, el curso dialéctico de participación, el nacimiento y auge de la opinión pública, al tiempo que el bipartidismo tradicional (conservadores y liberales), a parte de repetir, hasta la saturación tautológica, términos tan significativos como re eneración y reforma, da paso a otras alternativas, a otros dualismos más Mondos (república-monarquía, centralismo -regionalisrno, burguesía-proletariado...), culminado el proceso, el año 31, con la instauración de un régimen democrático. Este es, a grandes rasgos, el panorama socio-histórico, la temperatura popular, en que se gesta y aflora la inventiva de Félix Huarte. No estancos estableciendo relaciones de causalidad o necesidad, ni un grado siquiera de adhesión a una u otra fórmula política, a este o a aquel partido. Nos limitamos a esbozar una base socio-histórica, cual supuesto elemental de lo común, cuya conciencia es suelo abonado ara los inventos y circunstancia propicia, ya que no determinante, paraos inventores.



¿Qué otra motivación explicaría, y de qué modo, la creciente profusión de inventores, al calor de esta temperatura democrática (que es, pese a fáciles resonancias, lo más opuesto a la ciega adhesión, a la actitud ideológica, al sectarismo), de esta conciencia de-lo común?: España, tierra nada feraz, en su historia, para el invento (el precedente de Servet es colateral y anacrónico), conoce, a favor del caudal que llamaríamos demo-consciente, una pléyade de inventores cuya muerte acaece (¿símbolo o cifra de madurez? ) a lo largo de los años treinta. La concatenación y auge progresivo de los Ramon y Cajal (1852-1934); Torres Quevedo (1852-1939), La Cierva (1895-1936), auténticos inventores, todos ellos, aun restringiendo el concepto a nuda esencialidad..., el soplo de intrépida inventiva que acompaña el vuelo Plus Ultra (Ramón Franco, 1896-1938), o lleva a Alberto del Palacio (1856-1939), en plena fiebre in geniero-arquitectónica-siderúrgica-indus-' trial, a erigir, en las puertas de Bilbao, el primer puente transbordador del mundo..., o la incipiente conciencia investigadora, de la que, andando el tiempo, será fruto sazonado, aunque en tierra ajena, nuestro Nobel Ochoa..., o (trasladando, como antes sugeríamos, la noción de inventiva al campo de las artes y las letras) pujanza tal y semejante concatenación como la que media entre la Generación del 98 y la del 27, o el parto fulgurante del arte patrio de aquel tiempo, encabezado por Pablo Picasso,, inventor genuino de la estética contemporánea... ¿no constituyen las dos vertientes de un punto estelar (que razones, no del caso, apoyadas en sectarimos, ciegas adhesiones e ideologías, dieron al traste), no entrañan el naciente destello de lo común? Félix Huarte, inventor, apenas estrenada su juventud, traductor primero, desde su punto de vista, de un punto de vista común, histórico y vital, (cuando el tránsito de lo artesano a lo industrial no pasaba, en visión ajena, de ser bella utopía), es hombre

prototípico, respuesta puntual a aquella temperatura, a aquella naciente vertebración. Su mismo origen, llano y popular, y su primera iniciativa, vinculada a origen tan noble, testimonian, a la vuelta de la historia, el supuesto histórico y la existencia misma de una conciencia popular (al margen, otra vez, de sectarismos, prácticas ideológicas y ciegas adhesiones).





RASGO PERSONAL

Desde el punto de vista personal, la semblanza del inventor queda aún más esclarecida y mejor definido el concepto de sentido común. El inventor encarna, por principio, el reverso del saber académico, sin que ello quiera decir explícitamente que quienes inventaron lo hicieran, necesariamente de espaldas al alma mater universitaria, pero si desde otros supuestos, desde otras perspectivas. Nuevamente viene a nuestra' mente la manida y no siempre bien interpretada imagen del huevo de Colón, cuyo recto sentido viene a decir que todo invento es, antes de producirse, algo impensable para el común de las gentes y, una vez producido, entraña lo elemental, la traducción, monda y lironda, del sentido común. Aquí, sólo aquí, se justifica el norte, el peculiar punto de vista, la capacidad de inmediata relación, la complexión de lo universo desde un sólo ángulo, unívoco y tenaz, de cara a las cosas, al común de las cosas (no en atención al saber intelectualizado), virtudes, todas, propias del inventor... Aquí se explica, igualmente, el tacto singular del inventor, su posesión colmada del sentido común (y de aquí que se afirme popularmente que es el menos común de los sentidos). También aquí se patentiza la ascendencia no académica del inventor y su ulterior interpretación académica (el invento se da en la asidua, unívoca, peculiar palpación de la vida y luego se interpreta, disecciona, teoriza, en el aula universitaria). Aquí, por ultimo, se hace más que clara la condición de inventor que asignamos a Félix Huarte, por ostentar con holgura, desde el punto de vista de su invención, el cúmulo de las virtudes apuntadas.



Repasemos el expediente académico de Félix Huarte. ¿Títulos? Ninguno. ¿Edad en que ejercitó, por vez primera, el arte de su inventiva? La primera juventud. ¿Presupuestos teóricos, socioeconómicos, técnicos, de cara a la invención de la empresa constructora (y, tras ella, de otro medio contenar, de varia y compleja dimensión), en el momento exacto de su adecuación al tránsito de lo artesano a lo preindustrial? Un solo presupuesto, que bien pudiera llamarse pulso aquilatado de la historia, palpación próxima el curso de la vida desde un ángulo indeclinable, contemplación del lugar, desde un lugar. Si de estas denominaciones o, mejor, traducciones recíprocas, una sola definiera, con especial precisión, la inventiva de Félix Huarte, ella sería aquel grado sutilísimo, puntual, de atención al curso de la historia, en la transición mencionada. ¿Títulos? Ninguno. ¿Edad de la invención? La juventud ¿Presupuestos? La exacta angulación de la vida ¿Resultados? El nacimiento primero y en su exacta maduración cronológica, de una empresa coherente y el paulatino aliento de otro medio centenar. Leyendo a Hauser, maestro de exégetas en torno a esta edad de transición, hemos, visto reforzada nuestra afirmación y mejor centrada la semblanza de nuestro personaje. ¿No fue, según Hauser, el pensamiento intelectualizado freno romántico, anacrónica contención, en tanto que el hombre de empresa, con singular visión histórica, encarnaba la idea y la práctica del progreso? Nombres como Carlyle, Morris, Ruskin... significan, de acuerdo con el esquema hauseriano y en la rigurosa intersección histórica de lo artesano y lo industrial, la actitud intelectualizada, subsumiendo en ella, tanto el entusiasmo por la artesanía como el prejuicio sobre el tema de la producción mecánica. El primer balbuceo, en consecuencia, de lo industrial brotaba y se expandía desde otros supuestos, enteramente acordes con el juego singular de la inventiva. Ellos encarnaban el saber intelectualizado, pero el invento procedía de otras angulaciones, antes de estirpe vital que de ascendencia teórica. La aplicación escueta del esquema hauseriano, referido ahora a parecida intersección de lo artesano y lo industrial (en el proceso nacional que nos ocupa) y a nuestro personaje, centraría en Félix Huarte, una vez más, la razón de la inventiva, haciendo válida, por vía ejemplar, tanto la falta de titulación académica como el punto de partida, apenas estrenada la juventud y desde supuestos no precisamente teóricos.



Signo, pues, que acredita la ligazón del inventor a una extensa comunidad de fértil convivencia, es su divergencia natural de todo lo estrictamente teorizante (en su dimensión intelectualizada y, mucho más, en su práctica convencional) y, especialmente, su no pertenencia, por lo a capillas sectoriales, común, p académicas, contagiadas habitualmente de un elitismo clasista del saber. La Universidad, en contradicción con la exigencia misma de su apelativo, ha sido y continua siendo el lugar excelente, superior, donde se quiere poner un dique de excelsitud a los auténticos saberes, consiguiendo alambicar, en una burocracia altamente esterilizante, el don y el destino de las ideas. El inventor actúa, con harta frecuencia, de espaldas al refrendo del la titulación académica, cuando realmente no carece de ella o de su sello oficial ¿Qué claustro académico podría juzgar la inmensa capacidad de invención con que vino al mundo de las cosas y de las relaciones Leonardo? ¿Quién había de conferirle, con derecho presumible, el meritissimus summa cum laude? ¿Tuvo Edison algún título oficial cuando, adolescente vendedor de periódicos en los trenes, imprimió, sin otra ayuda que su ingenio, un semanario en un vagón de/ ferrocarril e instaló allí un laboratorio, o a la hora de patentar sus mil noventa y siete inventos, sin alguno de los cuales hubiera sido del todo irrealizable el radar o la televisión? ¿No es en la expedición del capitán Fitz-Roy, a lo largo de cinco años, donde Darwin, de cara al fluir de la vida, de espaldas a la academia (en cuyo ámbito había ejercido solo funciones de bachiller en Bellas Artes), lleva a cabo sus profundas observaciones decisivas para la ciencia y la historia, para la evolución del saber y del vivir? ¿No representan los hermanos Wrigth, en el campo de la mecánica, un precedente de invención, al margen de la Universidad? ¿No es igualmente sintomático que muchos de los grandes maestros de la arquitectura contemporánea hayan carecido de título oficial, o que Saussure, padre de la moderna lingüística, no fuera titulado en lenguas? Y volviendo a la clave del sentido común, del invento, al huevo de Colón, y al gesto pertinaz del descubridor de las Américas ¿en qué título se fundó el más grande de los hallazgos, el más divulgado de los inventos, sino en la preclara y obstinada iniciativa, frente a la triste ironía de los expertos titulados, en la sutil precisión de un punto de vista singular ante el punto de vista del universo?.

Reconociendo lo hiperbólico de la descripción precedente, a la que nos llevó acaloradamente la defensa del origen no clasista del inventor en general y, en particular, de nuestro Félix Duarte, queremos, fuera ya de toda desmesura, precisar que el invento, al ceñir zonas mucho más amplias, por vitales, que las enmarcadas en el saber universitario (el invento es anterior a la Universidad) escapa de lleno a toda consideración de tal ascendencia (el invento no es, corno tal, resultado de un método acadénico /o producto directo de una teoría desarrollada; introduce, más bien, y descubre nuevas teorías, nuevos cauces metodológicos) y se instala en el ámbito redondo de la vida, cual punto de vista peculiar de iniciativa en el orden del ser, del conocer, del progresar, del obrar, del convivir... Quisiéramos también aducir algún testimonio autorizado en pro de nuestra teoría y de la inclusión, por nuestra cuenta y riesgo, de Félix Huarte en el reino de los inventores, cuya residencia vital es frontera a la del investigador, el intelectual, el artista, el artesano, el emprendedor, el viajero, el vigía.. el hombre en posesión del sentido común y de lo común. Bottoniore, por ejemplo, aludiendo a una constelación muy semejante a la que acabamos de trazar, concluye: Los que tratan de defender las doctrinas de las "elites" refiriéndose a la importancia de la creación intelectual y artística, cometen dos errores: en primer lugar, descuidan la interrelación vital que existe entre los individuos creadores y la sociedad en la que viven -que aparece quizá con más evidencia en el trabajo científico, pero que se da igualmente en la historia de la pintura, de la arquitectura, en la literatura, en los movimientos religiosos, en las reformas morales...- y, en segundo lugar, suponen que esos individuos se asocian entre sí, formando una minoría o minorías que sólo podrían vivir en una sociedad dividida en clases estables y resistentes. Y en otro lugar agrega: La creación es un acto individual, pero facilitado por el entusiasmo y viveza generales de la sociedad globalmente considerada.



Es en esta facilitación objetiva, prendida del entusiasmo de la comunidad, donde se suscitaría, en la circunstancia ]histórica ideal, la viveza subjetiva del inventor. Ante la complexión de este radiante panorama, en verdad que la voz y la noción misma de democracia se minimiza hasta la insuficiencia. ¿Cúal sería la hermosa, la genuina edad en que la constelación, antes apuntada (el investigador, el intelectual, el artista, el artesano, el emprendedor, el viajero, el hacedor de empresas, el creador en suelo cotidiano...), respondía al entusiasmo de la colectividad y facilitaba, primigeniamente, la viveza del inventor, la clarivente explosión de su sentido común? No nos sirven ya cualificaciones políticas. Habíamos de trasladar el concepto de comunidad humana a su remoto origen. Porque ese entusiástico facilitar la viveza de quien innova o innovó por vez primera y ex nihilo es, en nuestro llano entender, una exigencia profunda que arraiga, en últimas instancias, en la condición remota, ancestral, de la colectividad humana en cuanto que especie. Abierta idealmente tan amplia perspectiva y trasladado el hoy al primer palpitar de la consciencia humana, diríamos, anecdóticamente, que el inventor ve, cuando los muchos miran en aquella dirección en que estalla el descubrimiento. Nos sentimos íntimamente, llamados a caer, conscientes, en una cita de la ciencia microbiogenética, vivamente actual, y a cuyo esclarecido tenor creemos corroborar nuestro testimonio en torno a la comunidad de cualquier saber y aun entender, reforzado por otros presupuestos epistemológicos (lo que pudiera ser una sociología o biología del conocimiento, o lo que Karl Popper ha denominado intersubjetividad científica). Queremos, con lo precedente, referirnos a unas breves líneas de ese claro discurso de filosofía natural que es el ensayo de Jacques Monod recientemente aparecido (El azar y la necesidad), cuyo bautismo se remonta al hontanar presocrático, democriteano. Son aquellas líneas que apuntan a la profunda sugerencia, a la vista de una teoría del conocimiento o noología. Monod vincula él pensamiento a un proceso de simulación subjetiva que, prolongado a través del lenguaje simbólico, hace surgir el nuevo reino, específicamente humano, origen, a su vez, de otra evolución, no absolutamente discontinua: el reino de lo cultural, nuestro reino, que, siendo de este mundo, llama a una solidaridad de futuro, denominada sin titubeos, por su autor, socialismo auténtico aquel socialismo, tal vez, que, en expresión de su coetáneo y coterráneo Jean Paul Sartre, no ha sido realizado en parte alguna).





No dejemos, en cualquier caso, que nos abandone el hilo del discurso. Advertíamos, en las líneas iniciales, que quizá fuera en el modelo de un pasado remoto donde mejor nos sería dado explicar la cifra y el sentido de invento e inventores, allí, en la conciencia y experiencia primigenias de una comunidad ancestral que mira (asombrada hasta el espanto) la primera luz del amanecer, para que uno sólo vea o descifre su designio. El primer colectivo vertebrado se produjo en el asombro de esa multitud, apenas despertó al primer furor de la conciencia, y el primer invento surgió de aquella primera visión individualizada. Por eso hablamos del modelo de un pasado remoto, al margen de toda alegoría y con el apoyo del antes citado discurso de Monod, cuyo texto literal reza así: Confrontando sistemáticamente la lógica de la experiencia, de acuerdo con un método científico es, de hecho, toda la experiencia de nuestros ancestros lo que nosotros confrontarnos con la experiencia actual. Trasladado el hoy al primer precedente de la conciencia humana, a la primera comunidad y a la primera visión del hombre, ¿a qué, realmente y desde perspectiva tal, pueden responder sino a pragmática de la costumbre, de la rutina, cuando no del sectarismo, voces como politización e incluso democracia? ¿Que ambas nociones y su práctica consecuente son del todo necesarias para la chispa del invento? Cierto. Pero sólo corno reflejo de lo que es una verdadera comunidad expectante y de un hombre (primus inter pares) que ve la luz. Se nos llamará utópicos y anacrónicos y se nos llegará a preguntar: ¿Dónde hallar hoy semejante vertebración colectiva? En la mente del inventor. El inventor, por lógica de su experiencia, dijérase que resucita en cada invento este modelo primigenio (por eso, lo llamamos modelo), cuando, ex nihilo, de espaldas a lo preestablecido, a lo académico, a lo desarrollado (por eso es, precisamente, inventor), trae al mundo de las cosas, lo que no era (por eso, precisamente, lo llamamos invento) a los ojos de la comunidad, a la lógica de la experiencia en que esta se desenvuelve (por eso, precisamente, la invención abarca o puede abarcar una pluriactividad o, mejor, la actividad misma del hombre). Cada vez que se produce un invento, dijérase que la lógica de la actual experiencia entra en contacto, directo v palpitante, a través de un milagroso y súbito cortocircuito (el ¡eureka! ), con la experiencia genuina de lo remoto. Con sólo la lój;ica de la experiencia (otra vez el huevo de Colón), Félix Huarte descubrió desde la nada o, más bien, anticipó el momento exacto, coherente, idóneo para el nacimiento primero de una nueva empresa, de cara a una comunidad en trance de vertebración (y harto vertebrada en su mente, en su propósito, en la lógica de su experimento). Félix Huarte, en consecuencia, fue un inventor.



Pero volvamos a nuestro suelo y a nuestro tiempo, al tiempo aquel en que Félix Huarte ejercitaba su inventiva y, ya que salió a colación el tema universitario y el tema del elitismo, otra vez veamos su procedencia o desatino, en el eco contradictorio de dos voces prototípicas de aquella edad: Ortega y Antonio Machado. Resulta hoy desalentador, no menos que anacrónico, recordar que haya sido uno de los eminentes hombres de nuestra Inteligencia, Don José Ortega y Gasset, quien haya suscrito las páginas de ese divulgado ensayo, cuyos parciales aciertos, en relación, sobre todo, con síntomas de la tecniburocratización del orbe social contemporáneo, no pueden hacer olvidar su tesis nuclear de aristocratizante extemporaneidad: La Rebelión de las Masas. En dicho ensayo (encabezado con el matiz peyorativo de los dos sustantivos que lo intitulan) se lee: Conforme se avanza por la existencia, va uno hartándose de advertir que la mayor parte de los hombres -y de las mujeres- son incapaces de otro esfuerzo que el estrictamente impuesto corno reacción a una necesidad externa. Por lo mismo, quedan más aisladas y como monumentalizados en nuestra experiencia los poquísimos seres que liemos conocido capaces de un esfuerzo espontáneo y lujoso. Son los hombres selectos, los nobles, los únicos activos y no sólo reactivos, para quienes vivir es una perpetua tensión, un incesante entrenamiento.



¡Cuán distantes la brevedad y sincero tino de reconocimiento popular del poeta Antonio Machado quien ante aquellos tiempos, amasados por la dificultad y la esperanza (de ambas notas procurarnos antes dar noticia casi estadística), hallaba lo mejor de lo mejor en el ánimo popular! Escribir para el pueblo -decía don Antonio- ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos -claro está- de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestras tierras, de nuestra habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, es escribir también para los hombres de otras razas, otras tierras y otras lenguas... Día llegará en que sea la más consciente y suprema aspiración del poeta.. En cuanto a mí, mero aprendiz del gay-saber, no creo haber pasado de folklorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular. Mi respuesta era la de un español consciente de su hispanidad, que sabe, que necesita saber cómo en España casi todo lo grande es obra del pueblo o para el pueblo, cómo en España lo esencialmente aristocrático, en cierto modo, es lo popular. Y a tales palabras del Abel Martín agregaba en el Juan de Mairena estas otras, cargadas de vigencia premonitora: Tenemos un pueblo maravillosamente dotado para la sabiduría, en el mejor sentido de la palabra: un pueblo a quien no acaba de entontecer una clase media, entontecida a su vez por la indigencia científica de nuestras Universidades... Nos empeñamos en que este pueblo aprenda a leer, sin decirle para qué y sin reparar en que el sabe muy bien lo poco que nosotros leemos. Pensamos, además, que él ha de agradecernos estas escuelas prácticas donde puede aprender la manera más científica y económica de aserrar un tablón.



REQUIEM POR UN INVENTOR

Valga el contexto contradictorio, sintético, de una y otra cita, para centrar en el pensamiento coetáneo, el hondo sentimiento popular, latente o explícito, de aquel tiempo, y para destacar, también, el origen genuinamente popular de Félix Huarte y el latido subyacente qUe acompañó a su incipiente inventiva, multiplicada luego, y a favor de su singular sentido común, en la cifra o cadena de una visión aquilatada y una actividad sin freno. Si antes esbozábamos cl esquema socio-histórico de aquella edad y trasladábamos luego la cuestión, por encima de estructuras y adhesiones políticas, a la sempiterna lógica de la experiencia, a la remembranza de un modelo de ascendencia atávica, no parezca ahora inoportuna la alusión textual, para cerrar el ciclo (esencia-historia-pensamiento), al pensar y al sentir de aquella edad, de aquella circunstancia en que brotó la invención primera de nuestro personaje. Y ¿de cara al hoy que nos nutre? Vamos a concluir nuestra tarea, destacando la figura (quizá la añoranza) del inventor, vivificante, personalizada, enraizadas en el sentido común y de lo común, frente a la presencia y patencia de la tecno-estructura, fría, impersonal, deshumanizada, de la actividad en que se debate nuestro presente y abre ante el futuro los signos de una gigantesca, si no dantesca, interrogación, Y lo haremos, como hasta ahora lo hicimos, mirando tanto a la panorámica general de la actividad humana, como al ámbito particular de la obra y empresa, creada, alentada, movida por Félix Huarte, antes, mucho antes de que la tecnoburocratización sustituyera el ámbito del inventor por la aplicación sistemática y unívoca de un invento, la coherencia natural de las cosas y las relaciones por otra coherencia mecanicista (el arcaico y cálido Deus ex machina por el frío y pretencioso Deus est machina).

Vienen estas notas a subrayar una condición inexcusable para bien entender el acto creador de los inventos y la humana, humanizadora y humanística edad de los inventores: la necesidad de una convivencia civil sin traba, principio natural de espontaneidad y libre iniciativa, en el seno de la fértil comunidad del pueblo. Tal necesidad viene planteándose en nuestros días, corno una exigencia casi in extremis, frente a la creciente intervención o control público y crítico (por emplear palabras de Karl Popper), destacada y alertada, con variados acentos, por los vigías intelectuales de nuestra arriesgada edad, llámense Popper, Monod, Jacob, Sartre, Mills, Lefebvre, Galbrait..., Galbrait pronunciada a principios de año, en París, ante una nutrida representación de intelectuales y hombres políticos de Francia, señalaba la razón de la sinrazón o racionalidad tecnoburocrática, la gestión universal en manos de una minoritaria concentración de especialistas que él llama tecnoestructura, con capacidad omnímoda de controlar la comunidad del pueblo e imponerle normas, apetencias y productos e incluso crear, a espaldas suyas, sus propias necesidades. La necesidad real, de esta suerte, y la misma expectativa popular quedan marginadas por la tecnoestructura (o tecnocracia, tecnoburocracia, logoburocracia, logotecnia...), constituida en entidad anónima, omnipotente, omnisciente y omnipresente, cálculo y respuesta de una hermética clausura o ley de identidad. El pueblo que antes alentara y celebrara gesto y semblanza del inventor, queda inapelablemente sumiso a esta ley, convertido en alegre robot (según caústica definición de Mills) y las masas pasan a ser mayorías silenciosas (según descripción poco halagüeña del presidente Nixon); muchedumbre solitaria y muda, fortaleza vacía, multitud condenada por no desconfiada, perdiendo, día a día, las riendas de su propio destino, ofreciendo la dramática imagen de la muerte del hombre y el triunfo del sistema.

La muerte del inventor suscita al vivo el apunte somero de este seudo-invento general, aherrojado por la tecnoestructura que hace suyo Y único todo otro invento. Era el inventor quien estaba ligado, quien respondía verazmente a aquella exigencia profunda, quien iba y venía, según su significación más propicia, en olor de humanidad. Si alguna vez, y por el arbitrario, poco consicente y ya comentado elitismo, le fue negada relevancia de origen, nunca se le regateó su mejor título de gloria.

ARQUITECTURA - 01/10/1971

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