La exposición de Francis Picabia, clausurada hace poco en las Galerías Nacionales del Gran Palacio de París, ha constituido, a mi juicio, el suceso artístico del año en curso (y de no pocos, sin duda, de los pasados). ¡Al fin, un Picabia de antología, y en el alcance más estricto de la expresión!
A lo largo de dos meses, albergó el Gran Palais doscientas cincuenta obras, datadas de 1902 a 1950 (tres años antes de su muerte en la capital de Francia). Todo un muestrario de su incansable y risueña actividad creadora: el Picabia naturalista, impresionista, cezanniano, cubista, órfico, faure, expresionista, abstraccionista, constructivista, informalista... y ¡dadaísta!, aparte de haberse anticipado, en unos cuantos años, al nacimiento de tendencias posteriormente tan aireadas como el hiperrealisnio y el pop-art.
Viene a cuento este resumen, tanto para aplaudir el buen tino de los seleccionadores (todas las corrientes citadas hallaron acomodo en las amplias salas del palacio parisiense), como para pergeñar el quehacer cronológico del gran Picabía, impenitentemente traducido en la adhesión a todo movimiento artístico (pretérito, naciente o por nacer) y en su tajante renuncia, una vez que hubo probado la experiencia de cada uno de ellos, premonizando de paso unos cuantos más y ¡sin creer -lo que se dice creer- en ninguno de ellos!
El alma y la camisa
El repaso cronológico de su obra lo es también de su vida, y el trastrueque de sus adhesiones y renuncias traduce una imagen verosímil de sus alegres, consecuentes y ejemplares devaneos en el ir y venir de una vida siempre en juego. Picabia cambia de estilo como de camisa (le gustaba, según su propia confesión, la limpieza de la camisa no menos que la del alma), trueca un estilo por otro con la misma facilidad con que vende el coche recién comprado para comprar otro más nuevo o más potente, o se deshace de un flamante yate para adquirir el modelo más a la moda. Sepa el lector que Picabia fue dueño y piloto de ¡127 automóviles de gran cilindrada! (amén de otros muchos más que hoy llamaríamos utilitarios),señor y capitán de ¡diez yates! (con base, para mayor escándalo, en puertos de la Costa Azul), haciéndose imposible la recensión somera de su mobiliario, vestuario y objetos de uso personal.
Genuino fundador del dadaísmo (tres años antes, incluso, de que se constituyera en Zurich el grupo oficial, él se lo había sacado de la manga, en compañía de Duchamp y Man Ray) y firmante de sus manifiestos fundamentales, negó que hubiera pertenecido a semejante movimiento, y, por disipar dudas, conjeturas e ironías, mandó imprimir a título personal esta escueta y paradójica advertencia: «¡Jamás fui dadaísta! ».
Dedicó la casi totalidad de su vida a la pintura (repase el lector su curriculum o atienda a los movimientos con los que, líneas arriba, se relaciona su nombre), no hallando escrúpulo, pese a ello, en declarar: «Muchos artistas consagran todo su tiempo a la pintura, y yo me pregunto por qué estas gentes aman de tal modo tan mala compañía». Cierto que con anterioridad, y como previniendo cualquier sobresalto ajeno en torno a su peculiar concepción del arte, habla advertido en pleno gozo creador: «Yo siento la pintura como un objeto de pasión. Mis cuadros son actos de amor. Este es mi modo de trabajar». Posteriormente, y con la misma rectitud de juicio, afirmaría: «La pintura es un producto farmacéutico para imbéciles».
Una enfermedad llamada Picabia
Obra tras obra, cada cual mejor pintada y menos digna de crédito a los ojos de su hacedor, la actividad del increíble Picabia iba y venía, entre adhesión y repulsa, a lo largo de los salones del Gran Palais. Admirado ante tamaña disparidad de estilos y ante la unidad de un solo aliento creador, el espectador llegaba a preguntarse: «Pero, ¿quién es Picabia?» Y de entre la historia contradictoria de su propia historia, parecía oírse, a modo de respuesta, la definición que el artista trazó de sí mismo: «Yo soy Francis Picabia; tal es mi enfermedad».
¿Quién fue, realmente, Picabia? Un hombre consecuente con su propia vida y con la de su tiempo, un ser consciente, esencialmente comprometido con el acto de vivir. Pintaba por serle ello atractivo o simple medicina contra el tedio vital: «Pinto por diversión y vendo mis cuadros por ver cómo los burgueses, a cuya clase pertenezco con orgullo, se entusiasman con las tonterías que les ofrezco a buenos precios».
El dadaísmo negó toda posibilidad de obra, afirmando su llana pertenencia al sentido o sin sentido de la vida. Marcel Duchamp, el más lúcido y consecuente del grupo, dejó de pintar, fiando el resto
de sus días al noble juego del ajedrez. Picabia, el más vital, el menos intelectualizado y el de más pronta adhesión al postulado contradictorio del dadaísmo, siguió pintando hasta el fin de sus días, en atención precisamente a que el acto de pintar no tenía sentido.
La vida y el juego
Lo que en la vida está en juego es la vida misma. Atento a esta norma, de no oculta ascendencia nietzscheana, entendió Picabia la vida como juego y como tal la cumplió hasta la última: corno aventura, como voluntad de suerte. Siempre concedió gracia igual a cualquiera de las caras y cifras del dado volandero, y terminó, naturalmente, por ganar: su renuncia al sentido finalista del vivir se tradujo en donación, en la propuesta de un acto perpetuamente risueño y en el regalo de una obra generosa (y excelentemente ejecutada, por añadidura).
Gustaba Picabia de citar tales cuales (escasos) aforismos de Nietzsche, que, cogidos al vuelo y sin que contradijeran su declarada aversión a la lectura (su libro predilecto fue el Petit Larousse), sabia de memoria, y de los que siempre extrajo enseñanza y consecuencia de cara al vivir por antonomasia. Si la decidida afirmación de vivir no responde, según el filósofo alemán, a ningún valor exterior a la vida («la vida no es medio, sino fin»), vale decir que Picabia aceptó a la letra, tan atractivo consejo y lo llevó, sin más, a la andadura de su propia vida, convertida en arte o en gozosa actitud supletoria del arte.
Tales y otras mil resonancias y recuerdos brotaban de la infinita sucesión de sus cuadros, del trueque y trastrueque de estilos, afirmaciones y negaciones, sin que jamás mediara la duda. También flotaba en el aire del Grand Palais, y en el texto de la exhaustiva bibliografía de que se hizo acompañar la exposición, un dato nada halagüeño: que habiendo vivido en España y expuesto en Barcelona (el año 1922 y en la Galería Dalmau, para más detalle), no conste ni una sola obra de Picabia, catalogada y localizada entre nosotros.
EL PAIS - 06/06/1976
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