Si el bien llamado mejor alcalde de Madrid, el ilustrado Rey Carlos III, levantara la cabeza, no tardaría en hacérsela volver al sueño eterno la suma de desatinos perpetrados en una de las obras que mayores atenciones sustrajeron de su regia y edilicia gestión: el Jardín Botánico. Tampoco había de quedar, me creo, particularmente honrado el arquitecto Villanueva, autor del proyecto primitivo, ni el universal Linneo, genuino mentor de su planteamiento científico-didáctico..., ni el mismísimo don Francisco de Goya y Lucientes, a cuyo legado artístico, y sin su pláceme, quiere hoy destinarse, convertida en museo monográfico, una buena porción del que otrora mereciera cita de jardín del orbe.
Por unas u otras causas, tales son (junto a los de sus directores sucesivos, del pasado siglo y del fuestro, desde el gran Cavanilles hasta Bellot Rodríguez, su último esforzado paladín frente al reformismo imperante) los nombres clave en la vieja y nueva historia de nuestro Botánico. No creo, de entrada, que haya desmesura en asignar su paternidad a Linneo, si se tiene en cuenta que fue, personalmente, él quien, a instancias de la Corte española, tuvo a bien enviarnos a Loefling, compatriota suyo y predilecto entre sus discípulos, y mantener con él cuantiosa correspondencia epistolar, para la esmerada selección de especies y buen cuidado del jardín madrileño.
¿En qué medida, de otro lado, corresponden a Juan de Villanueva las trazas originales del Botánico? No cuento con datos suficientes para atribuir, sin más, a nuestro insigne arquitecto del XVIII la integridad del primer proyecto, de 1786, si no es la claridad del planteamiento y la pulcritud del trazado, así como la disposición de los paseos, fuentes, bancos, senderos... y la lucidez, sobre todo, del perspectivismo general. El diseño corresponde, en cualquier caso, a un arquitecto que, tras lo dicho, no pudo haber sido otro que Villanueva, a diferencia de los de 1825, 1846 y 1875, oscilantes entre la oportuna modificación y el apaño decorativo y llevados a cabo por simples y no muy perspicaces jardineros.
El acceso al jardín se produce por dos puertas principales, sita la una frente al paseo del Prado, y abierta la otra a la plaza de MuriIlo. Tampoco es seguro el juicio acerca de su respectiva paternidad. La primera, fundada en el orden dórico denticular, parece poco afín al quehacer habitual de Villanueva (el empleo que en ella se hace del frontón clásico y de las columnas adosadas contradice, incluso, su estilo, o delata el influjo de Sabatini). Suya, por el contrario, y magistral (pese a haberse cegado los arcos laterales y hallarse a falta del conjunto escultórico previsto para el remate) es la que abre sus verjas a la plaza de Murillo.
Un conjunto urbanístico
¿Planeó Villanueva como un gran conjunto urbanístico el amplio entorno formado por el Museo del Prado, el Casón de los Monjes, el Jardín Botánico y el Observatorio Astronómico, tal como hoy (admirablemente restaurado por Antonio Fernández Alba) se asienta en el parque del Retiro? La respuesta ha de ser resueltamente afirmativa, con sólo advertir que en su tiempo no medió solución alguna de continuidad entre tales edificaciones y recintos, o reparar en la unidad estilística que hoy sigue emparentándolos. El saber, de otro lado, que Villanueva construyó en el Botánico el Pabellón que lleva su nombre induce a concluir que el Jardín es también obra integralmente suya, y en perfecta unidad con el restante marco urbanístico debido a su ingenio.
Fue el posterior trazado viario de Madrid el que vino a desvincular el Jardín Botánico del parque del Retiro y a segregarlo, más tarde, de la explanada que hoy ocupa el Ministerio de Agricultura, para consumarse finalmente el infortunio con el alzado, en su ala derecha, de los edificios de la calle de Espalter. Cercado por una verja de hierro, cuya interdistancia comparten a medias columnas de piedra y de ladrillo, el Jardín Botánico queda actualmente emplazado en el área que definen el paseo del Prado, la plaza de Murillo, la antedicha calle de Espalter, la avenida de Alfonso XII y la popular y siempre concurrida cuesta de Moyano.
El crimen del museo
Ocioso se diría preguntar por su función y destino, de no verse hoy una y otro amenazados de alteración o convertidos en turística antesala de un museo que ni el nombre de Goya, ni el de nadie, puede justificar con algún fundamento histórico o simple y común sentido. Desde su mismo origen, el jardín quedó destinado, naturalmente, al estudio de la botánica y a la enseñanza, también, de la agricultura y la horticultura; enseñanza oficialmente impartida desde 1815 y llevada, un siglo después, a su esplendor por la Cátedra de Arias. No en vano, y con tal motivo, el Cuerpo de Ingenieros Agrónomos dedicó en 1915 al Jardín Botánico una lápida conmemorativa que hoy aún le es dado leer al paseante.
Nunca, sin embargo, medió contradicción entre el carácter científico de las enseñanzas y el destino público que, desde fecha fundacional, se confió al Botánico, tanto en el orden de la docencia como en el de su mismo disfrute material. Fue costumbre efectuar ejercicios públicos, programados y divulgados con oportuna antelación, a los que asistían los monarcas, acompañados de la real familia, y un numeroso público indiscriminado, sin que ello entrañase merma a la seriedad con que actuaba la Cátedra, ni significara desdoro para la solemnidad con que se impartían las lecciones.
El jardín era a la vez paseo público. sumiso, eso siga una normativa exigida por su misma entidad académica, y a un cierto protocolo, muy acorde con los gustos y modales de la época. Se prohibía, por ejemplo, a las señoras el uso de mantilla y se ordenaba a los caballeros llevar del brazo sus capas. impidiéndose el acceso a niños no acompañados y, de forma terminante, a los perros. La entrada al Botánico fue siempre gratuita. incluso en el tiempo en que compartió sus especificas funciones con las de parque zoológico.
El herbolario
Si antes hablé de disfrute material por parte del público, puede ahora el lector corroborar su alcance en la inscripción de la puerta principal, cuyo texto le advierte cómo el Rey Carlos III lo fundó para salud y deleite de todos los ciudadanos. No ya la placidez del paseo y el regalo de los ojos; también contó en la previsión de quien lo fundara la salud pública, según norma y costumbre reciente y tristemente abolidas. No son pocos los madrileños que aún recuerdan cómo un jardinero herbolario cumplía el deber de repartir, dos horas por la mañana y otras dos por la tarde, aquellas plantas medicinales, frescas y garantizadas por prescripción, que el público tuviera a bien solicitar.
Y de pronto, y sin previo aviso, se cierra al público (ya va para dos años) el jardín, se altera sustancialmente su función, se modifica, no menos sustancialmente, la ordenación a que, con las circunstanciales variaciones antes apuntadas, había obedecido a lo largo de casi dos siglos, en tanto el hacha de la reforma da buena cuenta de más de un centenar de singulares especies. Nadie pone en duda que la obra de Goya merece un marco más idóneo que las sobrecargadas salas del Prado, pero no necesariamente en tal lugar, ni con el absurdo trastrueque de sus fines y el patente deterioro de una ordenación arquitectónica primordialmente destinada a la científica clasificación de las plantas y complemento didáctico.
Cierto que, a caballo del siglo pasado y del nuestro, fue adquiriendo el Botánico una cierta proclividad a convertirse en Jardín romántico, para mengua de su específica misión científico-docente y de más general destino público. No es menos cierto, sin embargo, que junto al aura decadente del jardín y bajo una hojarasca perpetuamente otoñal, se mantenía prácticamente intacto su esqueleto estructural, a falta únicamente de mayor esmero, de una limpieza a fondo y un riego adecuado como el que actualmente (no nos duelen prendas) han acertado a procurarle. ¿Era, en fin, necesario arrasar la estructura que ideó Villanueva y convertir la totalidad del primer nivel del jardín en una suerte de pradera inglesa surcada por autopistas?
El regate de las autopistas
Para evitar toda sospecha o esperanza de provisionalidad se han asentado tales autopistas sobre sólidos cimientos de hormigón que luego se han recubierto de tenisquit, con su pulcra y rosada entonación olímpica, indigno sucedáneo de la arena y gravilla que siempre adornaron el tránsito de este y otro jardín cualquiera (recuerde el lector los de Mariembad) y, a su paso, regalaban el oído del transeúnte. Ni siquiera se ha acertado en la orientación. Los paseos de antaño coincidían, lógicamente, con su respectiva escalinata frontal, que unía el primero y el segundo nivel del jardín. Ninguna de las avenidas o autopistas de ahora logran dar con su esperada salida, teniendo que hacer el transeúnte un verdadero regate, a diestra o siniestra, si quiere hallar los peldaños.
Búsquense las razones que se quiera para justificar la novísima disposición del Botánico, pero no sé invoque, si no es para escarnio, el nombre de Villanueva. Porque ocurre que ha sido la estructura misma del jardín (que a lo largo de su historia no dejo de prevalecer sobre tales cuales reformas y reducciones) la que ha quedado prácticamente desmantelada. La idea de emplazar en su suelo el museo de Goya supone, sin más, el primer paso de una escalada que acabará por desmentir destino y finalidad del Jardín Botánico, convertido, a contar de hora tal, en antesala de variopintas caravanas turísticas.
CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO - 13/08/1977
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