EXPERIENCIA Y MAGISTERIO DE FELIX CUADRADO-LOMAS

EDITA Caja de Ahorros Provincial de Valladolid

Depósito Legal VA 535-1983

ISBN 84-7231.968-5

 

1. EL MAESTRO

“Los maestros enseñan a los niños una luz

maravillosa que viene del monte.”

Federico García Lorca.



Le llamaban, le llamamos, el “maestro”. Quien conoció a Félix Cuadrado Lomas allá por los años cincuenta, asomado apenas al ventanal de la creación, bien pudo certificar gracia y justicia del título. Algo de maduro y sentencioso había en su porte. La boina a lo vasco (tal cual la usaba Vázquez Díaz, que era de Huelva), la barba confiada, tras el tercer brote, a su voluntario crecer, y el andar espaciosamente acomodado al ir y venir del ritmo coloquial. Y el bastón. Pronto mostró Félix asidua querencia a ese compañero que en lo vegetal le es al hombre lo que en lo animal le resulta el perro.“Maestro” le llamó Domingo Rodríguez (y los decires del genial librero lo eran de por vida) y a rango tal lo exaltó Blas Pajarero (que en cosas de castellanía donde pone el ojo ajusta el vocablo),hasta convertirlo en paradigma. Llegó incluso el Pajarero a olvidar la fe bautismal del pintor. En no pocos de sus relatos el “maestro” personifica, sin más, al artista-protagonista y sólo los que andamos en la onda acertaríamos a descubrir nombre y apellidos subyacentes. Y qué le voy a contar a usted; hasta el maestro Alarcos, que lo es por titulación, sabiduría y ejercicio, dio en llamar maestro a Félix Cuadrado Lomas y en lo mismo volvió a dar el Santero Gaya Ñuño.

¿Más datos? El sano y profundo reír si la ocasión lo demanda. No teniéndolo del todo bueno, Félix Cuadrado Lomas ríe desde el hígado, sobrado de gana y no libre de alguna malicia. De abajo le viene la risa y recorre dientes y muelas (a veces también el colmillo) para quedar remansada en el recorte de su propia ironía; aquella “ironía” misma en que Sócrates asentó una de las dos columnas (“mayeútica” se llamaba la otra) del genuino magisterio. Agréguele los lentes y véale usted conversando en Simancas con el patriarcal vecino de la esquina o dejando por Valladolid (a la altura, por ejemplo, de la Fuente Dorada) el detalle reticente de quien habla por sentencias, proverbios y refranes.

Me vienen todos estos datos agolpados a la memoria afectiva con certificado de “verosimilitud”; y verosimilitud se me antoja más que verdad porque a lo que simplemente se agrega lo que en un momento dado pudo o puede ser. No sé, en fin, si estoy confundiendo su porte y semblante de hace treinta años en el retrato del hoy en curso. Harto verosímil se me hace en todo caso recordar que Félix Cuadrado Lomas siempre fue o debió ser así. Tal se me aparece en el desván de la memoria y no de otro modo me salta a la vista al darle la mano con amigable salutación de maestro. Cuando por entonces (un entonces trigésimo) lo conocí, era Félix segura profecía de sí mismo, y los hechos han venido a dejarnos en razón a quienes le anticipamos magistral renombre.

Félix Cuadrado Lomas es maestro de campo y plaza, de andanza y romería, de obra y palabra, de consejo y refrán, de secano y regadío, de dar conversación al curioso, posada al peregrino y ración de horizonte a quien lo ha menester.

Maestro del libar y el yantar, del buen tino en discernir de la cizaña el trigo y mejor olfato a la hora de dejar bien sentada la abismal diferencia que media entre la mamajuela y el tapaculos. Del orto y del ocaso sabe nuestro hombre; de cuándo será propicia la luna y a cuento ha de venir el mismísimo lucero del alba. Humanista hasta los tuétanos, sabe Félix de todo lo que al hombre le acontece o acecha a la redonda, y ello sólo es posible para quien afiló su mirada a la luz del campo, campo, campo.

Avizorado su ojo a la ancha Castilla, a él se me ocurre idealmente ceñida la respuesta debida a la desoladora exclamación formulada por el poeta Carriedo, que era de Palencia:

“Eco deshabitado, nadie responde al grito

que da el silencio cuando calla.

Nadie se mueve o crece, nadie recapitula

cuando el cuclillo canta,

cuando la pajarota se me esconde

zorzal o la abubilla cuando pasa,

la paloma se asusta o come el grajo

las espigas granadas;

cuando la era, cuando el trillo, cuando

todo yacente al sol suda y se aplasta,

se hace tabón y ausencia,

descolorida y funeraria estampa.”

Tremebunda, contundente, dolorosa, la exclamación de Gabino-Alejandro Carriedo dijérase incontestable, de no existir y vivir y pintar el maestro Cuadrado Lomas, ojo avizor, digo, al confín del campo, campo, campo. Por obra y gracia del “maestro” el eco se habita y rehabilita de su voz y sus pinceles, y el grito del silencio se hace más elocuente cuanto más y más acallado en la abierta panorámica de sus pinturas. Una linde a lo lejos nos da explícita y somera noción del horizonte, con todos sus enigmas, y una línea quebrada es suficiente angulación para el resto, con todas las horas, luces, tonalidades y matices del día (“y algún palomino de añadidura los domingos”).

Pero dejemos por ahora los asuntos del arte para proseguir con el magisterio general del artista; cuenta y recuenta de sus saberes, decires y cantares. No, no es sólo que nuestro Félix haya dado encendida respuesta con su obra a la pregunta lúgubre que del 98 para acá viene siendo, por ajustada a razón, inexcusable al Juicio y rayana en el tópico. Es más bien, y sobre todo, que él (digo, el maestro) sabe a la letra (y en espíritu) lo que luego pintará. Sabe Félix del escondite de la pajarota

zorzal, del canto del cuclillo, del arrullo y susto (según los casos) de la paloma, del vergonzante anidar de la abubilla y del grajo nocturno en pleno día; del grajo y “lo grajuno —que dijo Alberti—, porcuno, ovejuno, cabronazo y cabruno”.

La sabiduría antes que el arte. De la una le viene el magisterio general, siéndole vía el otro, tantas veces, de aclaración o mero ejemplo. Oírle contar historias y correrías no es sino ver ardiendo la brasa de un hogar que otros creían extinto para siempre. Verle adobar la perdiz equivale a comprobar de su mano el pulso de una técnica que él convierte en “cocina” para todo. Félix “cocina” sus grabados con la misma aquilatada ciencia y sazón que cualquiera de los platos de la tierra; y, una vez estampados, los cuelga a secar del mismo modo que el vecindario deja que ondee y luzca la ropa tendida en el patio común o corazón de la barriada.



Dos veces he colaborado con el maestro, en calidad de “ilustrador” de dos libros debidos a suingenio: un “tratado de flores” y un “tratado de palomares”. Tratábase realmente de dos carpetas de grabados suyos en las que se incluían versos míos. Cuando esto ocurre suele por hábito corresponder al poeta el título de “autor”, quedando el de “ilustrador” para el artista que de su mano traza unas cuantas viñetas ocasionales. En los dos casos que digo, acontecía (¡si lo sabré yo!) todo lo contrario: eran los grabados de Félix la sustancia, sin que de simples ilustraciones pasaran mis poemas. Y lo que afirmo de mí extiéndalo el lector a otras plumas de más altos vuelos.

El primero de esos “tratados” contenía y concertaba toda una “antología” (y nunca mejor dicho) de flores del campo. Trazo por trazo el autor, el maestro, recomponía científicamente las mil deslumbrantes facetas en que se diversifican las humildes y desdeñadas flores agrestes de Castilla: la margarita, la amapola, el cantueso, el jaramago amigo, la zarza abierta al brote de la mora y aquella otra que brinda el fruto de la mamajuela (que jamás debe confundirse con el tapaculos), el lirio silvestre, la bellorita, el ramillete de lilas nacidas a su aire, la hierática ascensión del cardo borriquero... y otras tantas y cuantas floraciones que mal sabría yo bautizar y extender con nombre propio y en colmado florilegio.

Félix Cuadrado Lomas dibuja y colorea las flores de Castilla lo mismo que Linneo acertó en su día a clasificar las del orbe entero. Cada quien en su parcela y Dios en la de todos. Los pintores de flores suelen serlo “de jarrón” con las notas convencionales que tan propias resultan del “género” como ajenas a suelo natural. No así el maestro. Nuestro hombre conoce a ciencia cierta el porqué de su germinar y el cuño de su nombre, sin que valgan distingos. ¡Cuántas veces no se irritó e imprecaciones mil salieron de su boca porque alguien, así, alegremente, dio en confundir —repito y concluyo— la genuina raíz de la mamajuela con la fe bautismal del tapaculos!

Recorrer palmo a palmo el campo abierto es la medida única de cotejar su altura y profundidad. Sólo quien a cuerpo gentil se introduce en la “libre anchura” —dicho con palabras de Heidegger— será capaz de cercarla, asimilarla y comprenderla a tenor de experiencia. Llegada la cosa a este punto, el maestro suele hacer inequívoca gala de su título: “Sí, hombre, la experiencia es madre de la Ciencia”.

Félix es maestro en cosas del campo, viniéndole de la experiencia la raíz y la causa de su conocer científico. Un día pintó mulas porque de la mula (“animula, blandula”) conoce la entraña, y otro día pintó flores cuantas recogiera a flor misma del suelo.

Y otro día, en fin, pintó palomares. ¡Cuánto verso lírico-barato-nostálgico-floral no habrá visto la luz en asunto de palomares, palomos y palomas. De ahí mis recelos a la hora de “ilustrar” sus grabados doblemente creadores por venidos de ciencia y experiencia. Recorrió el maestro leguas y leguas a la busca de aquel y aquel y aquel (¿cuántos palomares anidan por tierras de Castilla?) y aquel otro perfil y otro contorno que a la falda del cerro asoma su estantía. Yo mismo le he acompañado en una andanza, y de ella recuerdo el contraste entre la solemne altivez del castillo de Fuensaldaña y la impavidez terrosa del palomar anclado a su sombra. “¿Cuál de los dos —me dijo Félix— es el monumento?”

“Tratado de palomares”, se me ocurrió líneas arriba el nombre legítimo de la carpeta de Félix Cuadrado Lomas; que tratado es y repertorio, en síntesis, del modularse y asentarse del palomar y afirmarse al mirar inmediato y a la vista en lontananza. Lejos de todo aire y acento supuestamente románticos, y al margen también de la consabida evocación de calendario, los palomares del maestro son ponderado resumen de un profundo conocer. Nada de tipismo, casticismo, costumbrismo, localismo... y otros “ismos” caducos ya en su origen. Los palomares de nuestro Félix lo son por esencia y contundencia: expresión arquetípica de un seguro y estricto saber.

Dije y repito que mis versos de entonces no pasaban de ser ilustración. Mejor o peor escandidos, se limitaban, en efecto, a glosar y desglosar la apretada síntesis en que el maestro había concebido y dado a la luz sus palomares. No, no eran palomares específicamente referidos a este lugar o en recuerdo de aquel otro. Con nada decían o dicen relación sino consigo mismos, con su propio hacerse, aparecerse y asentarse en tierras de Castilla. Ciencia venida de dentro para mostrar por fuera el esqueleto esencial, la estructura primaria, el síntoma en cueros y en huesos (y luego veremos que de esto también sabe algo nuestro hombre) de sus escuetas formas y variantes.

Releer lo que entonces di al verso no es sino confirmar lo que a la prosa vengo ahora confiando:

“Bardas de escueta cal

que el sol teje en la paja y hace de oro

en la tez del tapial y en la opulenta

densidad del adobe.”

Los palomares de Cuadrado Lomas conforman en conjunto un “tratado general de la construcción”, maestro albañil su autor y maestra su mano en la buena traza arquitectónica. Un concepto,reducido a pura línea (a “línea-fuerza”), destaca en su discurso: lo “escueto”. Mal habían de vérselas los heraldistas si hubieran de elevar a escudo el palomar de Félix. ¿Donjonado? ¿Aclarado? ¿Almenado? ¿Mazonado? No, ¡“escueto”!, con toda la seca gravedad del vocablo y del rasgo que lo apoya.

Difícil hallar otra opulencia heráldica, vexilográfica o sigilográfica que la densidad del adobe, ni más pulcro fulgor nobiliario que el sol tejido en la paja y hecho oro en la tez del tapial, de los tapiales.

Mi “ilustración” de los palomares debidos a su magisterio trató de describir tan sólo la escueta geometría que de su mano recibieron en el origen de su origen. En verdad (y no hay sino verlos) que los palomares del maestro (maestro albañil, maestro arquitecto, maestro agrimensor, maestro de obra...) funden en un punto el módulo que hurtara Cézanne a la palma del orbe reconverso, sin otra ni más escueta medida que la del cono, la esfera y el cilindro. Cuadratura son del círculo envolvente uno por uno sus palomares; exacta sincronía del cubismo confluyente (a cuatro aguas, a dos aguas o a un agua sola) dentro de sí mismo.

Y no diré más de mis “ilustraciones”, aunque completarlas pudiera, y para honra suya, con otras que maestros (ellos sí)de probado prestigio (Francisco Pino, Emilio Alarcos, Jorge Guillen, Juan José Martín González...) a bien tuvieron dedicarle. Todo lo que sé de palomares lo aprendí (que para eso lo es) del maestro, de su clara doctrina, de su afincamiento contumaz en la experiencia (que madre se proclama de la ciencia). ¿Maestro? Veamos: maestro de arte, parte, porte y paseo, maestro de semblante, boina, barba y lente; maestro del reir y el conversar, del apoyarse en báculo; maestro florista, avícola, botánico, socrático, de mulas y senderos, de campo y plaza, de seca no y regadío; maestro albañil, maestro agrimensor, maestro arquitecto, maestro de obra...y maestro de “cocina”, que incluye toda otra técnica.

¿Vale el suma y sigue para otorgarle título por antonomasia o excelencia? No le dicen “maestro”;le llaman, le llamamos, “el maestro”. Y lo es quien, en vez de enseñar cosas, enseña a ver las cosas.

“Los maestros —llegue ya al caso el verso de García Lorca— enseñan a los niños una luz maravillosa que viene del monte”. En eso, y sólo en ello, va la lección; la lección aquella que maestros de otro

tiempo (sí, de los de escuela diurna para párvulos y nocturna para adultos) sabían explicar sin más pizarra que el ventanal del día ni otro señuelo que constelación del Norte. A su estirpe pertenece Cuadrado Lomas, y lo que a seguido se dirá ha de servir de prueba y reprueba.

Félix Cuadrado Lomas nos ha enseñado, nos enseña, a ver tierra y cielo de Castilla. Recomiendo a quien con él vaya de andanza le tome por escala y fiel punto de mira. Cuando Félix se pare, deténgase

el viajero o haga buena y suya la romana advertencia del “¡Siste, viator!”; si con el dedo señala un punto en el allá, dirija el compañero de viaje hacia allá su sentido, y si dice “¡mojón!” es que lo visto o barruntado responde a ajena pertenencia. Quede para otros la “teórica enseñanza” acerca de personas, animales y cosas; que de la condición de nuestro hombre es apuntar a la perspectiva y despertar el ojo a la “luz maravillosa que viene del monte”.

Ni siquiera es preciso que usted se deje guiar por su paso coloquiante. Basta y sobra con prestar alguna atención a sus cuadros. Pronto observará usted que en ellos no están las cosas acostumbradas (esas se las sabe usted de memoria), y si lo están, han de aparecérsele de forma desafecta a costumbre. Lo que allí prima y resplandece es la panorámica general (la luz venida del monte) en que las cosas se asientan: Y no es que Félix las modifique; lo que trata de modificar, orientando su mirada, es el conocimiento de usted fuera de la rutina y dentro de su verídica presencia y existencia asombrosa (“existir” a fin de cuentas equivale a “salirse uno de sí” o a que, “salidas de sí mismas”, las cosas se nos hagan patentes con su faz familiar y su envés enigmático. Fuera y dentro del cuadro las cosas son simples cosas. El maestro Félix se limita o se arriesga a hacer manifiesta la panorámica general en que ellas toman asiento, y la estratégica angulación que al ojo de usted conviene para asombrarse, siquiera una vez, de lo que es diario asombro. Y esa perspectiva global, más acá o más allá de las cosas relatadas, entraña en este caso el relato entero de lo que decimos Castilla. Ha subido Félix al monte (al vislumbre de la luz que del monte nos llega) y desde allí ha trazado la radiante angulación (¡ancha es Castilla!) en que las cosas manidas se configuran como inusitadas. Fijarse en sus obras equivale a ahorrarse el camino a la montaña para echarse a los ojos el enigma entero de la diaria realidad.

Félix Cuadrado Lomas es, en fin, un maestro pintor. Quisiera dejar por colofón de este capítulo lo que exordio será del venidero. ¿Quién es maestro en estos asuntos del arte? Merecen título de tales aquellos que iluminan el ámbito de la creación, correlato de una concepción humano-vital, y cierran o dificultan, por el grado perfectivo de lo creado, la senda de la reproducción o prosecución empírica. La obra del maestro en la misma medida en que es capaz de suscitar, de una mente creadora o simplemente atenta, la chispa de su aproximación al universo de la realidad y de la vida, en esa misma medida limita o excluye la práctica emuladora de su reiteración, de no mediar la facilidad de la copia, la iniquidad del plagio. Desde el punto de vista estrictamente creativo vale añadir (por paradójico que ello se crea o se diga) que “los grandes maestros no tuvieron discípulos”. Toda su enseñanza se agiganta y concluye en “enseñar a ver con carácter universal”, limitándose el alumno a dejarse imbuir por la nueva “luz maravillosa que viene del monte”, sin caer en tentación de imitar la peculiaridad concreta de las creaciones magistrales. El gran maestro procura un giro diametral a la mirada de todos. A su luz el espíritu atento traerá cosas nuevas y propias, quedándose el torpe con el vulgar remedo de las ya creadas y debidas a mano que no es suya.

Si grandes maestros son aquellos que iluminan el ámbito de la creación en general (correlato de una concepción del hombre y de la vida) y por el grado perfectivo de su quehacer dificultan o excluyen (sin el concurso del plagio) la imitación de sus particulares creaciones, son discípulos pésimos e indignos artistas quienes, invertidos los términos,

hacen suyo el producto empírico, dimanado de una síntesis magistral, y dan de lado (por conveniencia, ignorancia, frivolidad o simple rutina) el universo de su adecuación, de su legítima pertenencia. En los extremos de esta proposición se decide a cara y cruz la validez o el despropósito de muchas de las “novísimas tendencias y escarceos a la última”).

Félix Cuadrado Lomas fue (cuando tiempo era de ello) alumno ejemplar donde los haya habido.

Abiertos de par en par los ojos, se asomó al balcón clareado que los protagonistas de principios de siglo (Picasso y sus gentes) proponían a la contemplación universal, y a su luz dio en alumbrar sus

muy particulares creaciones. Aquella experiencia primera le valió por todas. De ello luego se hablará largo y tendido, pareciendo bastante por ahora apuntar que el maestro, nuestro maestro, aceptó

del “cubismo” lo que el “cubismo” tenía y tiene de angulación general del mirar contemporáneo (sépanlo o no éstos y aquéllos, quiéranlo o no unos y otros), sin que ello significara adscripción a los postulados de la “escuela” o afición a la específica modalidad de cualquiera de sus definidores.

Y tras la enseñanza inicialmente recibida, el magisterio sucesivamente desplegado. La primera y más propia virtud del maestro es, como acabo de sugerir, el acierto en alumbrar el ámbito de la creación desde una clara concepción humano-vital. ¿No se dan en el quehacer de Félix ambos extremos? Repase el lector lo anteriormente leído:

“Humanista hasta los tuétanos, sabe Félix de todo lo que al hombre le acontece y acecha a la redonda”. En cuanto a su afincamiento, por otro lado, en el suelo feraz de la vida sea, en fin, sobrado argumento el que urdiendo viene el total del relato: Félix Cuadrado Lomas lo fía todo, absolutamente todo, a la “experiencia vital”, palpito primero y único de todo su quehacer, de todo su saber, de toda su“ciencia”.

¿Iluminación creadora? La que de ambos puntos se deduce y esclarece a modo de perspectiva general, por igual modo, del hombre y de la vida. Toda la pintura de Félix es trazado obsesivo de una panorámica global e intransigente propuesta de una estratégica angulación de cara a las cosas y al hombre, insólito morador entre ellas. En la misma medida en que Cuadrado Lomas ha sido capaz de suscitar la chispa de la aproximación al universo de la realidad y de la vida, en esa misma medida ha terminado por limitar o excluir (de no mediar el plagio) la práctica emuladora de su reiteración por mano de otro. No, no es hora de entrar en preeminencias o simples calidades. Es momento de imprimir, para confirmar cuanto digo, el texto elocuente de esta llana proposición: “Las obras de Félix Cuadrado Lomas sólo se parecen a las obras de Cuadrado Lomas”. suscitar la chispa de la aproximación al universo de la realidad y de la vida, en esa misma medida ha terminado por limitar o excluir (de no mediar el plagio) la práctica emuladora de su reiteración por mano de otro. No, no es hora de entrar en preeminencias o simples calidades. Es momento de imprimir, para confirmar cuanto digo, el texto elocuente de esta llana proposición: “Las obras de Félix Cuadrado Lomas sólo se parecen a las obras de Cuadrado Lomas”.



II. LA CREACIÓN

“La perspectiva que él eligió para sí,

merced a la cual las cosas reciben típica exisencia.”

(Américo Castro)



Quedó el maestro en la montaña. No, no es que “se echara al monte”. Asiduo e impenitente, Félix sólo entabla diario combate con el blanco incitante y retador que del lienzo le llega al ojo y contagia la mano. De haber otras batallas, no irían más allá del pacífico testimonio por tierras de Comuneros. Llegada la ocasión y anunciada la fecha, Félix toma de Villalar la vía, y en verdad que es un gozo verlo campo adelante, rememorando fueros y recabando mejoras que Blas (sí, el Pajarero) discute o comparte al encuentro con Padilla, Bravo y Maldonado. Y en el lance no hace otra cosa el maestro que afirmar solemnemente por un día (que a veces a cuatro o cinco se prolonga) su probada castellanía, Félix se ha ido a lo alto; “se fue al aire” (así define Juan el Evangelista la ascensión iluminadora que otros llaman “éxtasis” y, siguiendo a Heidegger, dimos nosotros en llamar “ex-sistencia”).

“Existente”, esto es, “salido de sí mismo”, el maestro ha tomado e! camino de la altura, a la espera, paciente y morosa, de esa “luz maravillosa” que del monte a sus ojos le llega y él trasladará a los de los otros. Acude el maestro a lo de arriba para dar en lo de abajo con esa precisa angulación en que las cosas reciben “típica existencia” dentro y fuera del arte, tanto en el campo de la concepción, el humano- vital como en el de la iluminación creadora que, por vía sólo de experiencia, de ella viene a desprenderse.

Llegada a este punto la narración, se me hace del todo inexcusable traer a la letra un luminoso texto de Américo Castro a propósito de Cervantes:

“Parece que lo realmente importante sería en nuestro caso el ángulo vital del autor, la perspectiva que él escogió para sí, merced a la cual las cosas reciben típica existencia y se transforman en esa realidad maravillosa que se llama mundo cervantino. Habría que proceder de dentro afuera, y no al revés. La cultura de Cervantes es elemento funcional y constituyente dentro de su obra; para este hombre, tildado de espíritu mediocre y vulgar, tachado de no poseer naturaleza análoga a quienes lo circundaban, no hay aspecto y detalle que no hayan sido esencialmente pensados”.

Salve el lector cuantas distancias tenga a bien salvar entre el autor del Quijote y nuestro buen maestro; que aparte de la diferencia que entre pincel y pluma pueda mediar en lo tocante al ejercicio, toda distancia es poca de Cervantes a la parte mayor del género humano. Una cosa se hace en todo caso cierta comparando a nuestro Félix con el incomparable don Miguel: la personificada negación del “intelectual” en cuanto que tipo o estereotipo, si propio del discurrir teórico, enteramente refractario al crear empírico. Llamar “intelectual a Félix sería mengua de su estima. La cultura de Cuadrado Lomas es elemento constituyente de su obra y de sí mismo, pareciéndome elogio el que tampoco le toque parte alguna de esa "intelectualidad” que, por adornar lo que no hacen, tanto invocan y exhiben otros muchos “circundantes” del gremio e integrantes del “cotarro”. Félix Cuadrado Lomas nos resulta en el sentido aquí apuntado, y para suerte suya, la negación palmaria del “intelectual”, lo mismo que Cervantes, y salvadas otra vez las distancias convenientes, lo pregonó en su tiempo. “Es Cervantes -vuelve a la carga Américo Castro- un español más de su época, no de los más cultos, sino de los más vulgares, que no tuvo tiempo de instruirse mucho, y que por el milagro del genio tutelar de los grandes vates, produjo una maravillosa obra de fantasía. De aquí al tema de la inconsciencia de Cervantes no hay más que un breve salto”. Breve y peligroso, me digo a la vez que pregunto: ¿Podía la obra más mentada, la creación por excelencia(¿nada menos que “El Quijote”?) quedar exclusivamente confiada al milagro del genio tutelar, a la sola visita del azar o de un hado benigno? ¿No será gratuita y grotesca pretensión entender “El Quijote” sin el substrato de una singular, íntima, profunda e intransferible concepción humano-vital del lado y a manos de quien lo dio a la luz?“Con tal prejuicio -agrega Américo Castro-era realmente difícil darse cuenta si, en efecto, el autor tenía alguna concepción peculiar de la vida”.Claro que la tenía y en ella se reflejaba, mejor que en ajenas concepciones, el espíritu de su época. Existía, ya lo creo, y en lo más íntimo y hondo del alma cervantina, siendo por ello mismo imposible penetrarla y descubrirla desde fuera y con la lente del saber convencional que tanto y tan bien cuadra al ojo de los “intelectuales”. Hay que proceder, en el caso de Cervantes y en el de cuantos se nutren, sin más, de la experiencia, hay que proceder, digo, de dentro afuera para dar con el ángulo vital del autor, con la diáfana perspectiva que él escogió para sí y por cuya rara virtud reciben las cosas “típica existencia”.

Disculpe el lector, si cree que la hay, la largueza de este excurso. A mí me resulta, repito, del todo imprescindible tanto por la excelencia del personaje en cuestión como por la autoridad de quien trazó el comentario y, sobre todo, porque puede ser calco seguro en qué fijar y corroborar

cuanto del “maestro” vengo anticipando. Una sola nota define al genuino creador: la perspectiva elegida para la creación, traducida en “típica existencia” de las cosas creadas. Todo el mirar, el que-hacer y el decir de Félix Cuadrado Lomas es rendida obediencia al ángulo vital que él se fijó de entrada, a la humana perspectiva con que recortó el horizonte, a la panorámica general en que, “típicas de existir”, se asientan de su mano las cosas.

Quede para “intelectuales” el decidir si Félix (lo mismo que Cervantes) tuvo tiempo u ocasión de instruirse mucho o poco, y séales vedado al propio tiempo el juzgar desde fuera, y con la lente del saber convencional, lo que de dentro vino y a merced sólo de experiencia interior. Pero pasemos de la angulación humano-vital

del artista a aquella otra que define y circunscribe las cosas mismas que el artista nos trajo de la nada.

Dejamos al maestro en la cima del monte, en la cumbre del “cerro testigo', que así llaman por su tierra al que corona el páramo y acredita la imponente visión de la ancha Castilla. Renuncie el lector a la metáfora. Félix Cuadrado Lomas se ha ido a lo alto para contemplar y definir lo ancho en toda su magnitud frente por frente. Ha elegido “un lugar - volvemos a tomar prestado de Heidegger- para contemplar el lugar”, esto es, un estratégico

punto de mira capaz de reducir a unidad la diversidad sin cuento del lugar de los lugares. “No se trata, en suma - y la frase esta vez pertenece a Kierkegaard-, de lo que hay que ver, sino del sitio desde el que hay que mirar”. ¿El lugar? Castilla. ¿El sitio que conviene a la mirada? La altura del cerro donde choca y vuelve a chocar el ojo con la extensión (convertida en pared) de la llanura. La parcela que Félix eligió del mundo (igual siempre a sí mismo y siempre cambiante) se llama Castilla. Los más la entienden como extensión postrada a lo largo de su propia longitud (resumiendo en broma esta tan manoseada acepción, alguien dijo una vez que “Castilla era una carretera”). Sólo el maestro Cuadrado Lomas, que yo sepa, concibe y expresa su cuantía en total frontalidad. Subido al “cerro testigo” y vuelta de arriba abajo la mirada, contempló el maestro la faz de Castilla frente a frente, lo mismo que frontal se le ofrece el lienzo a la hora de dejarla en él plasmada. Es, en fin, como si levantara de abajo arriba el suelo, trocada en muro la llanura. Dispuesto así el paisaje, una segunda nota viene a adornarlo y hacerlo doblemente suyo: el orden prelatorio con que de su pincel van las cosas de Castilla al blanco de la tela; un raro orden prelatorio, directo por esencia e inverso por cronología. Primero -parece advertirnos el pintor-, primero fue la tierra, hueca y sonora como el eco del eco; más tarde apareció la osamenta, el esqueleto estructural, geométrico y rígido, que fundamenta el estar y el mostrarse de las cosas, y por último surgieron ellas mismas delatando en su piel (y al igual que el hombre) la huella indeleble de este rigor y aquella geometría. “Santo Osario”, se me ocurrió bautizar, a tenor de lo dicho y lo que ha de decirse, una muy singular exposición que el maestro colgara en Valladolid, un 3 de mayo de 1975.

Este es el Santo Osario, el reino de lo exento (de lo “ex-ento”, de lo esencialmente privado de

entidad), la región de la “reliquia” en su más recta acepción etimológica (no lo que se venera, sino lo definitivamente “abandonado”, de acuerdo con la genuina raíz del verbo latino “relinquere”), la libre anchura cuajada de huesos a la luz del día y la dimensión sin tino de la noche en cuya curva panorámica “la luna -según agudísima observación de García Lorca- es una calavera de caballo”. Aquí, el orbe en cueros y en huesos: huesos de muías y asteroides, huesos inmemoriales y de crímenes recientes, huesos de palomares, de árboles, de cerros testigos y de flores; de gentes arraigadas y de raros peregrinos, de pájaros diurnos y nocturnos, de aves de bajo vuelo y aves de altanería.

Félix Cuadrado Lomas ha pintado, por costumbre inveterada, el canto general de las “criaturas de Nuestro Señor” en aquellas extremadas lindes que consuman o esclarecen (¡quién sabe!) el diario y llano acontecer de su provincia y de Castilla entera: animales de tenada y flores del campo. Félix pinta mulas altivas y mínimas plantas: el asno asiduo y el jaramago amigo, fucsias, belloritas y Cantuesos, libres ladridos (al atardecer) de perros que se saben muy del universo, árboles cabizbajos que se saben muy de la tierra, o blancas ovejas peleciendo, cardos azules trepando por bardas subideras... Pinta Félix y exorna el censo de las cosas de Nuestro Señor; simples cosas (y algún astro de quebrado fulgor) que se saben muy suyas y muy ajenas a la jerárquica condición del hombre viciado por sumiso a su saber teórico.

Félix Cuadrado Lomas pinta cosas y animales, dando de lado a las personas o asignándoles un discreto papel (¡para qué tanta conciencia y teoría!) de enmudecidos espectadores, de comparsas, a este lado del acontecer y fuera de la vida derramada a la redonda. Pinta Félix Cuadrado y expone animales en ciernes y cosas acuciadas, venidos y venidas de su más honda “coseidad”: la osamenta del ojo, el cuenco del oído, el eco de la tormenta, el tumbo del día... y otras y otras tan huecas consonancias (“esqueletos de alondras y lobos de penumbra”) que andan por el páramo y en su palma abandonan su escombro y su reliquia, amén de los veinte lamentos que da el burro en el valle antes de hacerse quilla sobre una extensión desolada (sin agua germinal) que patentiza a voces la ausencia de los mares.

Pinta el maestro, palomares, rígidos, geométricos, relatores veraces de su última estructura. Palomar circunvalante, circunstante y circunfuso, acampando a sus anchas como un circo, es decir, como universo. Y palomar que mide su catástrofe, “palomar-columbario” (en su acepción limítrofe y litúrgica), cementerio, legión de nichos fúnebres. Frontero al sol que fulge y se consuma sin que a cambio a su vez nada reciba, el palomar de Félix se hace orgía (arrullo de palomos y palomas, gozo, gorjeo, grito, equidistancia de un absoluto darse y disolverse) convocando a la postre vida y muerte en abrazo disolutas. Algo de ello dejé escrito en mi “ilustración” de aquel “tratado” suyo:

“Si candida, por blanca, la paloma,

por lúbrica, es bacante y, por cruenta,

devoradora de sus propios hijos.

Tálamo y túmulo, es decir, compacta

bacanal y hecatombe circuncisa en el suelo del suelo y derredores.”

¿Y después? Después, el palomar de Félix Cuadrado Lomas volverá a la osamenta originaria. De aquel tan contumaz pajarerío un viento general ahuyentó el júbilo, merced a la aversión escatológica del Padre Eterno Dios Omnipotente. Del cilindro, del cono y de la esfera queda el escombro, y de la cuadratura apenas si sus cuatro orientaciones. Palomar era ayer, hoy columbario (en el viejo sentir etimológico), cementerio al socaire de estos nichos, de “éstos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora”. Así son los palomares de Félix el maestro: encendida evocación, en su ruina actual, de lo que fue, de lo que fueron; esqueleto esencial, estructurante de su primer origen e inminente catástrofe (si Dios, rey o Roque no le ponen remedio). Palomares de nuevo como quillas en un suelo que añora o denuncia a voz en grito la ausencia de los mares.

Así suele ocurrir en la extensión igual de su provincia y, en general, de Castilla la ancha. Mide el viajero la longitud de su camino recordando canciones y espejos de otras tierras. Pero, súbitamente, al contemplar la tierra castellana desde el

cerro testigo, nacido de la tierra, puede el viajero beber en su total hondura la ausencia de los mares.

Delante está la tierra con su llaga y su arado donde siembran su esqueleto y su canción centenares de pájaros muertos. La mirada conceptual, intelectualizada, teorizante, del hombre ha vuelto a ser suplida por la inmutable visión de los cerros testigos recomendando al hombre que se haga un poco como cerro, un poco como cosa. Ha subido Félix al cerro de San Cristóbal y desde él, y con él, ha contemplado las fronteras de la desolación, pródiga en “reliquias”: huesos de hermanos animales y quillas de carretas definitivamente varados y varadas en la marea sin agua del océano central. ¿Y el hombre? Siempre que se habla de huesos

y despojos suele recurrirse al confín escatológico y con ello suscitar la memoria de Valdés Leal. No hay aquí salmos tales u otras memorias y veneraciones; que si santo es este osario es porque en él yacen las “criaturas de Nuestro Señor” (que dijo el de Asís), el escueto abandono de sus reliquias. Los huesos de Valdés Leal aluden a las postrimerías; los de Cuadrado Lomas (que fueron origen y estructura) “son” ya postrimería. Los huesos de Valdés están llenos de teología; los del maestro Félix se ven esencial y decisivamente vacíos. Son huesos huecos, huesos de animales y cosas (en los que el hombre también ha de parar) para los que no hay trascendencia posible; esos mismos huesos que ruedan con el papel del suceso diario entre las otras cosas que integraron la costumbre (harto más familiares a la carnicería de enfrente que al aula de Trento). Ceda aquí el hombre todo el saber teórico (y su misma gloriosa trascendencia) al papel de discreto invitado, de comparsa, al espectáculo de la desolación circunstante y del todo equivalente al origen primero. Suba el hombre con el maestro Cuadrado Lomas a los cerros testigos; contemple con él (y con el cerro de San Cristóbal) la inmensa llanura de su provincia y de la ancha Castilla: ausencia y ausencia de aguas germinales, quillas sólo de burros fenecidos, huesos y tabones, la osamenta del cráneo... y el florido contrapunto del pinar. Hágase desde aquí el hombre un poco como las cosas, acomódese un poco a su fraterna condición (“¡hermanas cosas!”, las llamó el Pobrecito), a su estantía, a lo silencioso de su tránsito y a lo puntual de su “eterno retorno”, y sepa bien que cuando él mismo dé en sus huesos no por ello dejará el pinar de sentir el regreso de otro y otro buen aire primaveral, de acuerdo con lo advertido por Li-Tai-Pe ocho siglos antes de nuestra Era:

“El hombre muere,

sus blancos huesos enmudecen

cuando los verdes pinos

sienten el retorno de la primavera.”

Asiduo a sí mismo, impenitente de sí mismo,

nombrado, convicto y confeso de sí mismo, el

maestro nació (esto es, se formó) de sí mismo y erre que erre sigue en su mundo con su orden y concierto, sin otra excepción que la suya propia, cuando ello se tercia, a su propia ley general.

Conversador de vocación (y hasta de oficio), rara vez, no obstante, acepta la razón del oponente y nunca (¡nunca!) da a torcer el brazo. Siempre (¡siempre!) hay un “pero”, o un “pero sí” o un “mira,

hombre” con que salir al paso de lo que el otro tuvo a bien o a mal objetarle, llegando por toda concesión a la palmada en el hombro matizada de un “si es que no puede ser...”

Caracterízase la conversación de Félix por una muy afable intransigencia, trasunto y correlato, sin duda, de aquella misma que consigo mantiene y le mantiene a raya en la soledad del taller, en el paseo matutino por los “campos de tierra” o en la ronda nocturna por calles de Simancas y aledaños (de los que Valladolid va siempre en cabeza). “Romero de San NO”, llamó alguien a Unamuno (maestro éste a quien el nuestro, por su bien ganada incardinación en el sentir de Castilla, guarda afecto y tiene ley), y romero de análoga advocación llamaría yo a Félix, caso de que algún día no llegue él mismo y bajo ella misma a ser canonizado. Conversación es la suya de instintiva condición dialéctica y la dialéctica” viene de “diálogo”) que le hace al contendiente amigo o a la feliz concurrencia pasar de claro en claro la noche y parte del día (o viceversa).

Valga este apunte para mejor redondear la semblanza del maestro, aunque de hecho me viniera a la mente y a la pluma con el solo propósito de aquilatar lo intransigente de sus artes y oficios. En sus trece sigue Cuadrado Lomas a la hora de concebir su mundo y dictar la pauta de aquel orden prelatorio a que él, según se dijo, atiene y condiciona la disposición de las criaturas debidas a su propio pincel: primero fue la tierra, seca y sonora como el eco del eco; más tarde apareció la osamenta, el esqueleto estructural, geométrico y rígido, que fundamenta el estar y el mostrarse de las cosas, y por último surgieron ellas mismas (igual, igual que el animal y el hombre) delatando en su piel la huella indeleble de este rigor y aquella geometría.

El Santo Osario de Félix Cuadrado Lomas es, ciertamente, conciencia (y denuncia -¿a quién?- si usted quiere) de la desolación incontenible que al ojo le afrenta el ancho y ancho desierto de Castilla (¡qué dirían hoy, de vivir, los hombres del 98!) sin otros moradores que los recuerdos en cueros y en huesos. Estos huesos, sin embargo, aparecidos o sembrados en los vientres de “nuestra madre la hermana Tierra” (que así la llamó también el “hermano Francisco”) adquieren en la obra de Félix Cuadrado Lomas otra muy distinta significación: el fundamento de una ciencia que viene de dentro, según se apuntó; esto es, el esqueleto esencial, la estructura primaria del restante acontecer y aparecer. Asomado el maestro al mirador del cerro testigo, contempló la tierra en total frontalidad. La contempló desde lo alto, que es desde donde Castilla se deja ver e incluso poseer. “Salido de sí mismo”, fue siempre Cuadrado Lomas amigo de la altura como amigos son de él y de sus artes los “cerros testigos”. Síntoma revelador se me antoja el que el maestro tenga su casa y su taller en Simancas. ¿No es Simancas cerro testigo, mejor que airosa atalaya, altivo puente de mando, inexpugnable torre... y tantas otras lindezas como el “juego floral” pretendió consagrar para quedar definitivamente en el archivo (y no en el de la propia Simancas) o en el desván de los recuerdos perdidos si alguna vez llegaron a la memoria de alguien?

Contemplada así la tierra, la ancha Castilla, fue transcrita por Félix como panorámica general, como inmenso telón de fondo para todo el restante acaecer. Y sobre la tierra dispuso el esqueleto primordial de las cosas antes que las cosas mismas, con la preclara intención de que ellas, y desde su origen, se ajustaran a la medida intransigente de su estructura interna, a la que al fin de sus días habrán por otra parte de volver, en la tierra común y alrededores. Y luego vinieron las cosas surgidas del zig-zag de su propia geometría; las cosas escuetas, coaguladas, troqueladas, sumisas al molde de su primera esencia y ulterior “ex-sistencia”. Y más tarde llegaron los animales, unánimemente adscritos al inexorable troquel del yugo diario, con tal cual gala o cascabel para las fiestas.

Y por fin apareció el hombre mal que bien acomodado a la medida aquella, intransigente, rigurosa, tajante, que antes gobernara el nacer de animales y cosas; hombre de “voz dura”, si se quiere, pero hombre, al cabo, al que también “le suena el esqueleto”. No, no dijo, como Jehová: “¡Hágase la luz!”. Desde lo alto del cerro testigo Félix prefirió exclamar: “¡Hágase la tierra, hágase Castilla!” Y al séptimo día, eso sí, descansó.

CUBISTA DE CASTILLA

«Llamo experiencia a un viaje hasta el límite de lo posible para el hombre.»

Georges Bataille

Comentando la no lejana exposición antológica que Cuadrado Lomas colgó en su Valladolid natal, se me ocurrió llamarle «cubista de Castilla». Sucedió ello en el transcurso de una larga conferencia por mí pronunciada en torno a su obra y delante de ella o su holgado conjunto. Y quizá en mala hora. Troyanos y Tirios a relucir sacaron su proverbial discordia sin que por ello llegara la sangre al río. ¿Cubista de Castilla? Unos dijeron que mi propuesta suponía, por su propia reducción, algo así como confinar a meros límites geográficos lo que fue y sigue siendo universal directriz, mejor que escuela. Otros, por el contrario, dieron por bueno, y con error, el carácter escolar de lo que a principios de siglo indagaran Picasso y sus huestes, no faltando quienes acertaron a comprender lo que en la charla venía yo a sugerirles. En modo alguno pretendía definir a Félix (quede esto bien claro) como un castellano que practica el cubismo. Mi palabra y su fórmula atendían a otros derroteros que aquí y ahora trataré de explicar con mayor agudeza.

Nunca supe, y nunca tal vez lo sepa, si a Félix le pareció atinada o errónea mi definición, que nada, por supuesto, de improvisada tuvo. Fiel a su firme intransigencia (¿hija ahora de la ciencia?), el maestro se limitó a felicitarme sin ocultar su emo-ción, tanta o cuanta (que fue mucha) pusiera yo en mis palabras. «Has estado bien», me dijo, y ¿punto final? No. Jamás de los jamases pone Félix punto final a lo dicho por otro, o de otro, aunque en beneficio suyo redunde. Siempre hay dato que restar o coletilla que añadir de su voz bien timbrada. ¿Una nota más de su decir, de su deleitable conversar? El gusto con que a gala tiene pronunciar el castellano, seguro sabedor (y de esto sabe un rato) de que es exquisito manjar donde los haya. No es raro, en fin, que cada una de las pausas y el final mismo de la conversación se allanen (y en el caso que digo tal vez así sucediera) a un par de preguntas sin respuesta: «¿Sabes una cosa?» «¿Quieres que diga una cosa»?

Si casualmente ha vuelto a la letra esta impronta de su temple y carácter, agregaré alguna otra que imprescindible me resulta en la traza de su retrato. El maestro es de esos hombres que cuando está, está, y cuando no debe estar, desaparece como alma que lleva el diablo. Mayor temor que a los «impuestos» siente nuestro hombre por los usos convencionales, y más que a Satanás reprueba cualquier forma de protocolo. Gusta Félix de estar con los amigos hasta extremo tal que. si el hombre lo es «con su circunstancia», él no lo parecería sin «los suyos». Félix es «Félix y sus amigos» para auge todo ello de una cordialidad que le sale de dentro del dentro y se traduce (según los casos) en lágrima consentida o en generosa carcajada.

Largos días y no cortas noches son testigo (como el cerro a Castilla acostumbrado) del dialogar sin pausa y el yantar y el libar sin prisa en su cerro de Simancas. A sus labios viene y viene el dicho como certificado memorable del hecho: «íbamos una vez Justo Alejo, Ramón Torio y yo por tierras de Portugal (¡aquel «Portugal zamorano» que a la tumba se llevó el Alejo que digo!), íbamos por tierras de Portugal...» Y la historia se mezcla con otra y con otras en que más resplandece el recuerdo del genial amigo muerto. Félix Cuadrado Lomas da rienda suelta a una cordialidad rezumante e intermitente sólo por paso, si la ocasión lo exige, del sollozo al alborozo. El maestro es en fin (que con ello concluyo) el único «hombre con regazo» que yo al menos conozca.

¿Es Cuadrado Lomas un pintor cubista? Si por tal entendemos su inclusión ortodoxa o meramente discipular en la nómina de la «escuela», la respuesta se hace tajantemente negativa. No creo que haya algo más contradictorio que la sola mención de «ortodoxia» en el pensar y el hacer de un «libertario a su aire», y sólo de la experiencia (madre, otra vez, de la ciencia) puede declararse discípulo quien se nutrió en sus ubres. En párrafos anteriores he hablado, ciertamente, de «cubismo» y a la cita vinieron los nombres, por ejemplo, de Cézanne y Picasso, pero con el oportuno matiz que allí y entonces se dejó sentado y en la conclusión de este texto tratará de asentarse con mayor firmeza.

Más de una vez he señalado cómo el feliz nacimiento del cubismo ofrecía dos sendas antagónicas e históricamente comprobables, encaminada la una a la creación de sucesivas «síntesis enriquecedoras» y abocada la otra a encerrarse en el «análisis reiterativo», deductivo, academicista, conceptual, devorador de su propia sustancia. Mi conclusión, por lo que a Cuadrado Lomas atañe, es que algo o mucho tiene que ver su arte con la primera de las sobredichas andaduras, y nada, absolutamente nada, con la otra. Félix Cuadrado Lomas abrió de par en par sus ojos al nuevo ventanal, a la «síntesis enriquecedora», a la peculiar angulación que los pioneros del cubismo propusieron y fijaron como propia (y propia sigue siendo) del «mirar contemporáneo», renunciando de plano a la «práctica cubista» que no pocos de los sucesores (y algunos vienen con letras mayúsculas en las antologías) habían de convertir en academia.

Hay casos sobrados (y con nombres, repito, de universal resonancia) en qué dar por comprobable la disensión de marras, bastando incluso la com-paración entre los maestros del primer cubismo (los Picasso, Braque, Gris, Léger...) y la ejecutoria de los otros cubistas llamados «puros» (los Metzinger, Gleizes, Lhote, Marcoussis, La Fresnaye...), esmerados traductores del acto creador en práctica académica, de experiencia vital en pureza de concepto, del grito inicialmente revolucionario en ciega y final obe-diencia a lo que Cocteau, su ínclito escenógrafo, denominaba, refiriéndose a ellos, la «llamada

al orden». Es al respecto suficiente espigar alguna que otra definición que de ellos y frente a la espontaneidad picassiana nos ha dejado Jean Cassou. A la obra, por ejemplo, de Metzinger la llama «canónica» y también «obra de un teorizante». De Gleizes destaca su «ardor especulativo» y la «exigencia de reencontrar principios y leyes e instituir un estilo que sea a su vez un gran estilo». A Lhote lo califica de «doctrinario del cubismo», encarnación del «tipo perfecto del cubista», fiel siempre al «acompañamiento de una doctrina, de una perpetua reflexión». En Marcoussis representa la «pureza de la obra», correlato de la «pureza del concepto», y el acatamiento de la «disciplina cubista». Acerca, en fin, de La Fresnaye, nos regala Cassou cien apelativos («artista de diversa y vasta cultura plástica...», crecido «bajo el influjo del Quattrocento», a merced de «un alto intelectualismo»...) atañentes todos ellos al peligroso grado de conceptualismo en que el gran hallazgo cubista, apenas sazonado, podía incurrir como de hecho incurrió.

Referir al arte de nuestro Félix este suma y sigue de precisiones «intelectualizadas», con nombre y apellido, sería tanto como rizar el rizo de la paradoja. Todo lo que a la luz de Cervantes, y según el sagaz comentario de Américo Castro, se dijo anteriormente de Cuadrado Lomas, puede volver a repetirse para reafirmar y subrayar con doble trazo lo entonces sugerido. Si de algo se halla en las antípodas nuestro buen maestro es justamente de ese refinado y sutilísimo «afán teorizante», propio y muy propio de «intelectuales» y «circundantes de la época», y ajeno, muy ajeno, a los que como él parten de una concepción general del hombre y de la vida y confían el resto (y para el resto) al pulso de la experiencia en la vida y no en la academia.

Entendido como academia, se diría en principio el cubismo de mayor validez que cualquier otra en atención al rigor, a la disciplina del molde geométrico (datos que antes exaltamos en la paleta de Cuadrado Lomas), pero podría entrañar, y de hecho entrañó, mayor peligro: la rigidez sistemática hurta genuinidad y la pura visión geometrizante de los objetos es muy capaz de encubrir, bajo aparente complejidad compositiva, la facilidad de un esquema «intelectualizado», preconcebido e infinitamen te multiplicable en la práctica. La academia (y pragmática) cubista siempre me suscitó el ejemplo de ciertas plantillas transparentes cuya elemental superposición modifica los objetos y determina su interpretación puramente compositiva, sin necesidad alguna de escuchar el lenguaje inminente y primigenio de la vida misma.

¿En qué sentido, pues, o con qué alcance es Cuadrado Lomas un pintor cubista? ¿Cuál parece, en segundo lugar, la particular referencia de ese hipotético cubismo suyo a la ancha Castilla? Por lo que hace a la primera pregunta, bastante hay, me creo, con repetir algo de lo ya predicado. El cubismo en sentido general (no en cuanto que específica y maleada academia) afectó desde su origen y sigue afectando a la mirada del hombre contemporáneo y a lo que él (sépalo o no, quiéralo o no) contempla a su paso por la calle. Todo lo que al ojo le viene en derechura impregnado está de cubismo (al margen, repito, de la voluntad o la reflexión del transeúnte). Félix Cuadrado Lomas, hombre de su tiempo y en su tiempo, agudizó el sentido, no más, ante esa mirada universal (mirada de nuestro siglo) que el maestro Picasso (y vuelva el lector a repasar la definición de maestro) describiera a la redonda. A partir de ahí no intentó Cuadrado Lomas imitar (no hay sino verlas) las criaturas picassianas, sino dar él mismo a la luz otras y otras en que resplande-ciera, como de hecho resplandece, el tacto de su experiencia personal.

La segunda pregunta (¿un cubista de Castilla?) vuelve a tomar seguro pie de la intrasferible experiencia de nuestro buen maestro. Ido al monte, ascendido a la palma del cerro testigo, «salido de sí», voluntariamente «ex-sistente», hizo Félix que la anchura castellana se convirtiera en pared de total frontalidad. Ese fue su primer y mejor logro:echarse a los ojos el campo, campo, campo, como muro, muro, muro. Y allí en la cumbre del cerro esperó a que Castilla (ella misma, sin el concurso de academia o doctrina) se fuera haciendo cubista. Ocurre, en efecto, que a ciertas horas de patente plenitud el color de Castilla (mirada frente a frente y de arriba a bajo) se parcela, cuartea, trocea, divídese y se subdivide en tantos planos cromático-geométricos como facetas tiene el suelo y destellos la luz. Ese es el gran descubrimiento de Félix Cuadrado Lomas; tal y no otra su concepción geometrizan-te de la tierra castellana. Diría yo, por mejor explicar el milagro, que el maestro espera estratégicamente el feliz advenimiento de aquella hora en que Castilla se hace rotundamente cubista... y entonces, sólo entonces, toma en sus manos el pincel y se entrega a pintarla de forma no propiamente «realista» (que no deja de ser otro «ismo»), sino absolutamente «real». El ocre que se cuartea en la llanura y marca su específica diferencia con el otro que le es adyacente o lejano... es el mismo que en sus lienzos se traduce cuarteado, recortado y palpitante en el rigor geométrico de la forma. Y el verde que se parcela en la faz del campo, convertido en muro, no es otro que el igualmente parcelado en el cuadro del maestro a la par que distinguido del amarillo que lo clarea y el rojo que lo enciende y el gris que lo apacigua y el blanco que doblemente tal se torna en las trazas de la pared doméstica y en la cal entreverada del palomar. Todo ello, al instante, ese instante asombrosamente fugaz en que Castilla se revela (o al ojo de Félix le revela) el efímero esplendor de su propio cubismo más y más definido por la línea.

Para Félix, la línea es, no haya duda, la extremada reducción a esqueleto, a estructura, de la ancha Castilla elevada a cubismo ambiental por un golpe de gracia que de ella misma viene y a los ojos va de su asiduo espectador. «Línea-fuerza» la llamé anteriormente y veré ahora de probar su significado más conveniente y propio. El lenguaje plástico ha de ser distenso y sucesivo, lineal en el tiempo y en el espacio, sin que incurra, que grave sería, en la sola complacencia del adorno o en la superfluidez de su propio discurrir. Si el artista. Cuadrado Lomas, se detuviera en esa complacencia que digo del dibujo, pararía en consumado calígrafo o en eso que llaman «virtuoso». Lejos de ello, el maestro imprime redoblado vigor al rasgo hasta convertirlo, como vengo anunciando, en «línea-fuerza».

La línea de Cuadrado Lomas (repare el lector en sus pinturas y sobre todo en sus dibujos y grabados) es fuerza geometrizante, centelleante como el zig-zag del relámpago; fuerza que ata y vigoriza la estructura de su visión. De la primerafrase que él dejó sembrada en el blanco del papel o en la faz tableteante del lienzo sólo quedará a la postre un lejano y súbito eco en el proceso de la línea, y en ella misma han de permanecer huellas recientes del combate entablado entre la voluntad de expresión libre y el módulo de contención, entre libertad y medida: la rebelión cósmica —he dicho alguna que otra vez— en que toman carne y pasión el mito de Prometeo y las eternas obediencias que la naturaleza impone con forzosidad. Castilla se llama a oídos de Cuadrado Lomas la naturaleza, y si suseternasobediencias adquieren la forma deese cubismo que la «línea-fuerza» traduce, es porque ellas mismas son cubistas por principio o como tales al menos se revelan en un momento de esplendor.

Volvamos por última vez al cerro testigo donde el maestro fijó su observatorio de cara a Castilla, la ancha, la extensa, la frontal, la fugaz y deslumbrantemente cubista. Puestos los pies en el suelo firme de la experiencia, no ha hecho otra cosa —repetiré con Heidegger— que elegir «un lugar» para divisar «el lugar». Con toda premeditación (el riesgo en el filo de los ojos y la impedimenta a la espalda) se ha recluido Félix en la experiencia de sí mismo, al albur del «lugar elegido»; lo ha fiado todo a la creencia en su propia posibilidad y autoridad, como al dictado del luminoso texto de Bataille: «Llamo

experiencia a un viaje hasta el límite de lo posible para el hombre. Cada cual puede hacer o no ese viaje, pero si lo hace supone haber negado las autoridades y los valores existentes, que limitan lo posible. Por el hecho de ser negación de otros valores, de otras autoridades, la experiencia que tiene existencia positiva llega ella misma a ser el valor y la autoridad».

Félix Cuadrado Lomas ha aceptado, acepta, su propia autoridad porque ha creído y cree en la estricta posibilidad de su experiencia, porque ha hecho suya la intuición electiva del lugar y ha empeñado el esfuerzo en adecuar su expresión a unas leyes, a unas «obediencias», del todo con-formes con la naturaleza de ese lugar. Estos objetos, líneas, colores, fracciones, parcelas..., más la perspectiva general que los comprende, significan la materialización de aquella experiencia pura, amén de la exigencia inexcusable de su orden con-gregador. Son también el propósito de definir, a contar de tales presupuestos, un «lugar conocido» dentro del enigma del «lugar universo».

Es lo mejor del arte la experiencia, y en ella el «deslinde del lugar». Merecen nombre de artistas quienes parten de «su» experiencia (que por ser vislumbre de lo ignorado, excluye toda práctica académica, toda facultad de «dominio»); los que acotan como «propia» una parcela de la realidad y la convierten en estrictos valores de conocimiento y creación mediante la obstinada continuidad de una frase única que equivale de hecho al transcurrir de la misma vida («Toda nuestra vida —advierte Bergson— es como una frase única, iniciada con el despertar a la conciencia»). Son artistas verdaderamente creadores los que contemplan el lugar «desde un lugar», porque a fin de cuentas, y de acuerdo otra vez con Kierkegaard, «no se trata de lo que hay que ver, sino del lugar desde donde hay que mirar».

Bien conoce ya el lector (aunque no tan bien como el maestro) el lugar por él elegido en la cresta del cerro de San Cristóbal. Desde allí Castilla se le ha revelado como universo, con el asombro de su propio planificarse, cuartearse, parcelarse, dividirse y subdividirse en perpetua y cambiante proporción cromático-geometrizante que llamamos «cubismo». Sus cuadros, dibujos y grabados quieren

hablarnos de ese «lugar único» cuyo cerco constante o frase incesantemente modulada se traduce en progresivo conocer y dar a conocer a los otros a través de una «imagen básica» perseguida y vuelta a perseguir como un sueño.

Cada vez que Félix inicia un cuadro se com-porta como si no supiera pintarlo, en la segura creencia de que la experiencia que pasó no volverá a repetirse (experiencia, en sentido estricto, es «probar lo no probado»), y aun cuando aprende en el tacto de su «prueba», sabe muy bien que ésta ha de ser una experiencia «renovada», no simplemente «recordada». «El pintor —ha dejado escrito Henry Geidzahier— que se repite vacuamente a sí mismo está recordando o tratando de recordar lo que sintió al pintar un cuadro el año pasado; y esto no sirve». Fiel al consejo que de dentro le viene, el maestro Félix se siente ligado a su imagen básica y a su renovado planteamiento, a la fuente de su propia capacidad creadora.

Dimanada de aquel «lugar», es esta fuente índice legítimo de su experiencia, trasunto verosímil de una concepción humano-vital y pista de acercamiento a la naturaleza omnipresente, al «lugar de los lugares». Y esa imagen, básica y única, renacida, renovada, perseguida, digo, y vuelta a perseguir como un sueño, se le aparece y vuelve a aparecer más y más decantada y esclarecida en la cuenta y recuenta de todos los tanteos. Antes que recrear lo ya creado (antes de repetirse o copiarse a sí mismo) retorna Félix a la «luz que viene del monte» para mirar y mirar, con lo cambiante de su brillo, la presencia y persistencia de un lugar único que llamamos Castilla. Llegado al límite de lo posible, esto es, protagonista de su propia experiencia (no simplemente «recordada» sino incesantemente «renovada»), Félix Cuadrado Lomas, el maestro, hace suyos todo valor y suya toda autoridad, cumpliendo a este comentario mío la gracia o desgracia (usted verá) de haber vuelto a probar en él mi papel de «ilustrador» de sus creaciones, con algunos de sus proverbios, decires y cantares.





 

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